jueves, 10 de diciembre de 2015

La muerte en Venecia. Thomas Mann.




Nada más lejos de la realidad que etiquetar La muerte en Venecia como un libro adictivo, nada más lejos de mi intención que recomendarlo. Y sin embargo me lo leí en menos de tres horas durante una madrugada. Solamente me detenía para subrayar un fragmento o mirar, inquieto, el avance del reloj.
En mi caso se trató de una relectura, pero en su momento, hará como media docena de años, no me llamó en exceso la atención (supongo que lo leí a saltos). Llegó a mis manos después del fiasco que me supuso La montaña mágica pero llevado por el entusiasmo inmoderado de Los Buddenbrook. Es interesante atreverse a valorar a los clásicos ¿no?
Parece como si construyéramos ídolos inviolables. Yo admiro a Baroja, a mi manera de ver nuestro último grande. Incluyo también a Sender en esa que yo llamo mi pequeña biblioteca, mi casita. Y me atrevo a criticar la gran mayoría de sus libros, tanto de Sender como de Baroja. Ambos han escrito tanto que es necesario separar el grano de la paja. Lo mismo hago con Thomas Mann, y repito, a mi manera. Brindemos por la libertad del lector y rechacemos tanto academicismo.

Supongamos que Gustav Aschenbach es y no es Thomas Mann. (Como sucede con las obras maestras, la línea que separa autor y protagonista es difusa y premeditada. Brindemos también por la libertad del escritor). Penetramos en la novela y nos cuesta encontrar un hilo conductor porque no hay otra cosa que Gustav Aschenbach. Tampoco nos hace falta hilo conductor en el caso de que conectemos con Aschenbach. En caso contrario, retirada a tiempo; ¿para qué seguir las extravagancias de un pensador libre que habla consigo mismo?
Desde un primer momento la novela destila decadencia, escepticismo, una lucha enconada contra la depresión, o así lo he querido yo ver. Aschenbach divaga, habla sobre el arte, la moral, el destino…:

Para que una obra espiritual relevante pueda tener sin demora una incidencia amplia y profunda, ha de existir una secreta afinidad, cierta armonía incluso, entre el destino personal del autor y el destino universal de su generación. Los hombres no saben por qué consagran una obra de arte. Pese a no ser, ni mucho menos, conocedores, creen descubrir en ella cientos de cualidades para justificar tanta aceptación; pero la verdadera razón de sus favores es un imponderable: es simpatía.

Al observar todos estos destinos, y tantos otros de similar catadura, era lícito cuestionar la existencia de un heroísmo que no fuera el de la debilidad.

Luego aparece Venecia,

…la más inverosímil de las ciudades.

escenario perfecto para nuestro ¿excéntrico? Aschenbach:

Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son a la vez más borrosas y penetrantes que las del hombre sociable, y sus pensamientos, más graves, extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza.

En Venecia la trayectoria de Aschenbach se cruza con la de Tadzio:

…como un dios, que emergía de las profundidades del mar y del cielo, luchando por desprenderse del líquido elemento, esa visión suscitó en su observador evocaciones míticas.

Y un afecto paternal, la emocionada simpatía que quien posee la belleza inspira al que, sacrificándose en espíritu, la crea, fue invadiendo y agitando su corazón.

Y ya nos queda claro que Thomas Mann está sobreimpresionado por la lectura del diálogo platónico Fedro, en el cual Sócrates instruye a Fedro sobre la virtud, el deseo, la belleza.

Le hablaba de los ardientes temores que padece el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un símbolo de la Belleza eterna; le hablaba de los apetitos del no iniciado, del hombre malo que no puede pensar en la Belleza cuando ve su reflejo y es, por tanto, incapaz de venerarla.

Y el taimado cortejador añadió luego su idea más refinada: que el amante es más divino que el amado, porque el dios habita en él y no en el otro… acaso el pensamiento más tierno y burlón jamás concebido por alguien, y del cual brotan toda la picardía y la más misteriosa e íntima voluptuosidad del deseo.

Y luego de la Belleza, está el artista que pretende darle expresión.

…porque el arte era una guerra, una lucha agotadora para la cual los hombres de hoy ya no servían. Una vida basada en el autodominio y en la obstinación, una vida ardua, hecha de perseverancia y abstenciones, transformada por él en símbolo de un heroísmo refinado y tempestivo, bien podía ser calificada de viril y valerosa;

Y definitivamente Mann se rinde a Platón, y parafrasea el Fedro:

Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos recorrer el camino hacia la Belleza sin que Eros se nos una y se erija en nuestro guía; sí, por más que a nuestro modo seamos héroes y guerreros virtuosos, en el fondo somos como las mujeres, pues lo que nos enaltece es la pasión, y nuestro deseo será siempre forzosamente, amor: tal es nuestra satisfacción y nuestro oprobio. ¿Comprendes ahora por qué nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? ¿Comprendes por qué tenemos que extraviarnos necesariamente, y ser siempre disolutos, aventureros del sentimiento?

¿Comprendes ahora, lector, por qué no me atrevo a recomendar La muerte en Venecia?