Otras veces había chocado con Virginia Woolf; no
fui capaz de pasar de las primeras páginas de ninguna de sus novelas. El lector
evoluciona, madura, ¿no es así?
Cuando me enfrento a lecturas ineludibles que se me han atragantado trato de aprovechar momentos de “tiempo por delante”, en esta ocasión un viaje.
Cuando me enfrento a lecturas ineludibles que se me han atragantado trato de aprovechar momentos de “tiempo por delante”, en esta ocasión un viaje.
Me
costó mucho entrar en la trama, quizás porque se asienta sobre múltiples y
finas patas. Siento que más adelante necesitaré de una segunda lectura, ahondar
en las razones por las que Virginia escribe, porque me queda la sensación de
que Virginia escribe para sí misma y para la posteridad, si acaso para unos
pocos lectores, sin preocuparse, evidentemente, por el lector medio, al cual le
escatima pistas, al cual aturde ofreciéndole constantes tecnicismos, cambios de
voz y perspectiva, una prosa alambicada y barroca que exige atención, que
amenaza con arrastrarnos en cualquier momento a la deriva.
Sí,
porque Peter Walsh comprendía a los jóvenes, le gustaban. Había cierta frialdad
en Clarissa, pensó. Siempre, incluso de niña, había sufrido una especie de
timidez, que en la media edad se convierte en convencionalismo, y entonces todo
termina, todo termina, pensó, mirando un tanto atemorizado las vidriosas
profundidades, y preguntándose si acaso al visitarla a aquella hora la había
enojado.
Todo
transcurre en un día. Acaba como quien dice de terminar la Primera Guerra
Mundial. Clarissa, la señora Dalloway, pertenece a la clase alta y de alguna
manera se replantea su matrimonio a raíz del regreso de la India de un antiguo
pretendiente al que rechazó, Peter Walsh. Por otro lado, digamos que en un
segundo escalón, están Septimus y su mujer, de una clase social media. Septimus
ha regresado de la guerra loco, con el hoy denominado síndrome por estrés
postraumático. En un tercer escalón aparece el doctor William Bradshaw, para mí
el personaje más fascinante de la novela pese a ser secundario, dado que me
intereso mucho por la locura y por el petulante gremio que componen las
disciplinas (a mi modo de ver, y al de Virginia Woolf, mal llamadas ciencias) de
la psicología y la psiquiatría. Se puede hablar más de la trama pero no tiene
sentido; poco miedo a desvelar el final porque lo que ofrece esta novela no es
intriga, ni mucho menos adicción lectora. Esta novela lo que ofrece son
fragmentos, como si se tratara de una mezcla de relatos. Por poner un ejemplo,
quedé fascinado cuando Peter Walsh persigue por la calle a una muchacha a la
cual no conoce de nada:
La
muchacha avanzó y cruzó; él la siguió. Intimidarla era lo último que Peter Wash
deseaba. De todos modos, si la muchacha se detenía, Peter le diría: “Venga
conmigo a tomar un helado”, sí, eso diría, y ella contestaría con perfecta
sencillez: “Oh, sí”.
Pero
otra gente se interpuso entre los dos, en la calle, obstruyendo el paso a Peter,
impidiéndole verla. Peter perseveró; la muchacha cambió. Había color en sus
mejillas, burla en sus ojos; era un aventurero, un temerario, pensó Peter,
rápido, osado (teniendo en cuenta que anoche llegó de la India), un romántico
filibustero, a quien le importaban un comino aquellos malditos objetos, las
batas amarillas, las pipas, las cañas de pescar en los escaparates de la
tienda; y lo mismo cabía decir de la respetabilidad, de las fiestas nocturnas y
de los lozanos viejos con blanca pechera bajo el chaleco. Era un filibustero.
Adelante y adelante siguió la muchacha,…
También,
hay fragmentos prácticamente incomprensibles que se regodean en su propio
barroquismo y en los que no merece la pena detenerse demasiado para no caer en
el vacío.
Pero
si él es capaz de concebirla, la mujer existe, piensa, y, al avanzar él por el
sendero con los ojos fijos en el cielo y en las ramas, rápidamente las dota de
feminidad; con pasmo ver cuán graves llegan a ser, cuán mayestáticamente,
mientras el viento las agita, otorgan, con una oscura agitación de hojas,
caridad, comprensión, absolución, y luego, alzándose bruscamente, revisten de
loca embriaguez su piadoso aspecto.
Como
digo, claros y sombras presenta esta compleja novela. Detengámonos en los
claros y disfrutemos de una autora que nos aportará una visión de la locura y
la proporción inusitada y, ¡fijaos!, una visión mucho más cuerda que la que nos
puede aportar cualquier psiquiatra, porque la literatura no es, amigos, otra
cosa que la búsqueda de la verdad. Aquí, sin duda alguna, es donde radica la
grandeza de Virginia, en las profundidades que esconde su narración, en el
desprecio por la hipocresía imperante, en el escepticismo que todo lo envuelve.
Y esto, lectores, es algo que solamente vosotros, a través de una lectura
implicada (en caso de no implicaros mejor abandonar esta novela de inmediato),
podréis descubrir.
Su
cuerpo estaba extendido como un velo sobre una roca.
Sí,
pero era tan simpático, tan generoso, dejó de cazar para complacer a su anciana
madre… Y no olvidaba jamás los cumpleaños de su ti… Etcétera.
Tenía
un sentido del humor realmente exquisito, pero necesitaba gente, siempre gente,
para que diera frutos, con el inevitable resultado de desperdiciar
miserablemente el tiempo almorzando, cenando, dando sin cesar aquellas fiestas,
diciendo tonterías, frases en las que no creía, con lo que se le embotaba la
mente y perdía discernimiento.
…
aquel forajido que, vuelta la vista atrás, miraba las regiones habitadas del
mundo, que yacía, como un marinero ahogado, en la playa del mundo.
Tan
pronto uno cae, se repitió Septimus, la naturaleza humana se le echa a uno
encima. Holmes y Bradshaw se le echan a uno encima. Rastrillan el desierto.
Gritando vuelan al interior de la selva. Aplican la tortura del potro. La
naturaleza humana es implacable.