martes, 29 de marzo de 2016

Benito Cereno, de Herman Melville.



Primero de todo quitémosle al prejuicio el sentido peyorativo, pues permite al hombre tomar decisiones rápidas con firmeza. Después, prevengámonos contra él, y no nos dejemos llevar por el camino fácil.
La mayoría de las veces que enfrento una nueva lectura, especialmente cuando se trata de un nuevo escritor, trato de hacer una limpieza general de todo aquello que puede perjudicar mi libertad de juicio. Tampoco os vayáis a pensar que monto una parafernalia; soy consciente de que eliminar el prejuicio en su totalidad no es posible, pero en el solo hecho de intentarlo me veo bien.
Iba en busca de Bartleby, el escribiente, del cual había oído hablar muy bien, sin más, además que últimamente me dejo atraer por la novela corta (¿o cuento largo?). Pero la suerte me fue esquiva y me hube de conformar con otro de los trabajos de Herman Melville, Benito Cereno, uno de esos ejemplares de tapas gastadas y papel amarillento que descansan, olvidados, en los depósitos de las Bibliotecas.
A menudo los grandes novelistas cogen fama por sus novelas más largas, y bien merecida tratándose de Moby-Dick, pero, muestran estas pequeñas novelas una, si cabe, mayor perfección técnica. Quizás sea el formato, el tamaño, lo que hace que los personajes y la estructura resulten mucho más manejables, y qué duda cabe que los temas universales se pueden tratar con la misma profundidad, quizás incluso es mayor la carga simbólica, los interrogantes que apuntan al lector.
Benito Cereno me enganchó desde el inicio. Quizás me recordó a Conrad, aunque décadas antes y sin que existiera la contaminante silueta del barco de vapor. Desde luego que la prosa no tiene nada que envidiar a la de Conrad, pero las semejanzas las fui encontrando, a medida que avanzaba, en el gusto por los perfiles humanos honrados y honestos, en ese afán tan raro por la justicia, en ese ideal novelesco que entronca con Cervantes.
La historia es realmente fascinante, un ballenero estadounidense se encuentra con un barco sudamericano que navega a la deriva y cuyos tripulantes están al borde de la extenuación. Se trata de un barco que transporta esclavos negros desde Buenos Aires a Lima. El capitán norteamericano, Amasa Delano, se presta a ayudar al capitán del otro barco, Benito Cereno, al cual las tormentas y las enfermedades han diezmado la tripulación, pero hay un misterio en el barco y en su capitán, Benito Cereno.
No, no voy a hacer spoiler. Me limito a dejar unos fragmentos a modo de ejemplos de la prosa de Melville.
La descripción del barco español no tiene desperdicio.
La quilla parecía desarmada, las cuadernas rejuntadas, y la propia nave botada desde el “Valle de los Huesos Secos” de Ezequiel [...] El barco parecía irreal [...] como un fantasmagórico retablo viviente apenas emergido de las profundidades, que muy pronto lo reclamarán de nuevo.

La descripción del mar y el viento:
La mañana era propia del litoral aquél. Todo estaba mudo y en calma; todo era gris. El mar, aunque lo ondularan dilatados pliegues de olas, producía la impresión de fijeza, y su alisada superficie parecía como plomo enfriado y sedimentado en el molde del fundidor.

El viento, que había arreciado un poco durante la noche, ahora soplaba con mayor ligereza e inseguridad, lo cual acrecentaba todavía más la aparente incertidumbre de su orientación.

La descripción de los españoles:
Hasta la palabra “español” parece evocar, por su sonido, la figura de un conspirador, un conspirador a lo Guy-Fawkes. Y, sin embargo, en conjunto, los españoles deben de ser gente tan honrada como la de Duxbury, en Massachussetts.


Después de leer este pequeño relato me fui a la Wikipedia. Me encontré con la sorpresa de que está envuelto en la polémica.
A decir de Borges:
Benito Cereno –escribió Borges– sigue suscitando polémicas. Hay quien la juzga una obra maestra de Melville y una de las obras maestras de la literatura. Hay quien la considera un error o una serie de errores. Hay quien ha sugerido que Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.”

La verdad sea dicha que la novela tiene una estructura muy clásica, y que cuenta un argumento dinámico y digamos que normal, pero los críticos no lo han querido ver así. Sin profundizar diré que se me hace excesiva la relación que se quiere hacer con Carlos V Emperador o con la decadencia del Imperio español, así como la enorme trascendencia que se le da al tema del abolicionismo de la esclavitud en EE.UU (a tener en cuenta que se publicó en 1855).
Yo aplico, como siempre, la navaja de Ockham, y trato de quedarme con lo más sencillo, que no es otra cosa que la pretensión de Melville de explicar la fragilidad y la ambigüedad de las apariencias.
De todas formas, si la amplia polémica puede servir para que unos y otros se acerquen a su lectura, bienvenida sea.

viernes, 18 de marzo de 2016

McCarthy. Una lectura libre de academicismos.



Me encuentro cómodo releyendo; he conocido paisajes tan hermosos que volver a recorrerlos significa una necesidad más acuciante que descubrir otros nuevos. Sin embargo, de vez en cuando me entra el afán del descubrimiento; soy un niño grande.
Twitter es un buen lugar para explorar antes de partir. Mi último gran descubrimiento fue Knut Hamsun; recomendaban Hambre. No pude llegar a él así que empecé con Pan, y me llevé una grata sorpresa. Luego conseguí leer Hambre, y por último La bendición de la tierra, a cuál mejor. Así sucede, que descubres a un buen narrador, con el que encuentras puntos de contacto, y te dejas llevar... Lo mismo me ha pasado ahora con Cormac McCarthy. Que conste que me muestro cauto con respecto a los escritores vivos, pero algo me decía que McCarthy era interesante, y ¡qué demonios!, ¡es fantástico!
Llevo tres novelas leídas y otras dos en espera. McCarthy no cambia de registro. Primero fue Meridiano de sangre, su obra más renombrada. Significó una actividad febril. McCarthy me presentaba a un muchacho joven, y de la mano de los prejuicios imaginaba que caminaba al lado de Billy “el niño”. Nada que ver. McCarthy me introducía progresivamente en un salvaje oeste cada vez más absurdo y vacío, poblado de hombres duros de gatillo fácil. Pero no se trataba de la típica novela adictiva porque McCarthy se detenía en la descripción de la fauna y la flora, del calor agobiante, del horizonte siempre cambiante, de la tierra baldía del desierto de Sonora. El caso que, a medida que avanzaba en la lectura, me sumergía en una experiencia sobrecogedora, como si fuera yo uno más de los hombres sometidos a las órdenes de Holden o el Juez. Resulta difícil de expresar, pero abandonaba el libro, a mi pesar, cerraba los ojos en la cama, y ¡sentía fiebre!, me costaba dejar a un lado aquella absorbente historia. He podido contrastar que no he sido el único en sufrir semejantes padecimientos.
Por supuesto que la novela me dejó un poso extraño. Había disfrutado como un chiquillo leyéndola, pero yo, nada humilde lector, me interrogué si acaso McCarthy se merecía el calificativo de clásico vivo que le habían encasquetado. Si así era, ¿por qué? Podría limitarme a montarme en la ola y ya. Si me había producido semejantes sensaciones a qué dudar. Supongo que es porque me siento cómodo en la duda, y desde luego que Meridiano de sangre no me explicitó las obsesiones centrales de McCarthy. Cierto que me quedó una intuición; quizás estaba madurándola. Traté de sacudirme los últimos prejuicios en la búsqueda y desconfié hasta del tiempo (quizás no sea verdugo tan inapelable porque, a mi entender, hay autores que se quedan por el camino mientras que otros sobreviven por motivos extraliterarios).
Por un lado desconfío de mi criterio, ya que ¿quién soy yo, ni nadie, para decidir si un autor merece o no el calificativo de clásico?, pero, por otro lado, no temo que me califiquen de pedante en un país donde más de un millón de personas consideran estar capacitados para hacer una alineación mejor que la de Del Bosque. Desde luego que, y algo es algo, yo no gano dinero leyendo, ¡mucho menos escribiendo! Nadie más que yo se equivoca, porque soy yo quien determina el rumbo de mi propio barco.
De esta guisa, en mi humana obsesión, acudí a la biblioteca buscando La carretera y el apocalipsis. No tuve suerte y me decidí por El guardián en el vergel. No hay mal que por bien no venga, pues qué mejor manera de abordar al escritor que con su primera creación. Y desde luego que se trataba de McCarthy, un personaje más o menos central que no se sabía muy bien ni de dónde venía ni a dónde iba, actos violentos que nos despiertan la duda acerca de su legitimidad, originales metáforas para describir un paisaje que define la actitud de cada uno de los personajes. Frases cortas, diálogo sin guión, una voz clara y al mismo tiempo disonante, y constantes descripciones, nunca baldías porque, en McCarthy, la descripción del ambiente, la atmósfera que rodea a los personajes, constituye la historia propiamente dicha. Y no temáis, lectores, ¡no aburre!, ¡ahí radica su genio!
En un momento dado me perdí, pero seguí adelante confiando que McCarthy me agarraría de la mano como a una niña extraviada. Cambiaba el paisaje, caza mayor y ríos feraces, árboles frutales, y sin embargo el carácter de los hombres contagiaba al paisaje tiñéndolo de sangre y desesperación, tan hostil como el desierto de Sonora. Me da la sensación de que cualquier paisaje resultaría desolado y amenazador en la pluma de McCarthy. Quizás me estaba acercando a sus obsesiones, solo quizás iba llegando a la conclusión de que la naturaleza sería mucho más acogedora si elimináramos a los hombres de la faz de la tierra.
Y, ni corto ni perezoso, McCarthy arroja a los hombres de la Tierra en La carretera, una novela tremendamente adictiva pero no a la manera del típico best-seller. Es el gran sarcasmo de McCarthy.
Quizás estoy intuyendo el hilo conductor de McCarthy, quizás sea el destino la materia prima que conforma a cada uno de los personajes y que une todas sus páginas en una obra compacta y universal. Nada sucede porque sí, las decisiones de los hombres son intrascendentes porque no son aquellos sino marionetas del destino.
Aún no lo tengo claro. Acabo de empezar a leer Hijo de Dios, y No es país para viejos figura en la recámara. Desde luego que me dejaré caer una y otra vez por sus amenazadores paisajes. Gracias, McCarthy, por permitirme viajar a tu lado.