lunes, 26 de septiembre de 2016

Auto de fe, de Elías Canetti (1935)





No sé si será un reflejo de mí mismo, mera coincidencia o la maldita costumbre de leer a partir de las referencias que me aportan los libros que van cayendo, el caso que en poco tiempo estoy conociendo a personajes literarios que rayan el límite de lo antisocial. Sin pasar por alto la última y todavía reciente lectura del ingenioso hidalgo Don Quijote, recuerdo con cariño a Luzhin, el gran maestro del ajedrez de Nabokov, o a Baterbly, el escribiente de Melville, y ahora me he topado al mismo tiempo con dos personajes que nunca olvidaré, Mendel el de los libros, de Zweig, y Peter Kien, nuestro esplendido lector, humano intolerablemente esquivo que es capaz de prescindir del mundo con la compañía exclusiva de su biblioteca.

La casa de Kien es una biblioteca.

Durante sus paseos matinales, entre las siete y las ocho, solía dar un vistazo a los escaparates de las librerías por las que pasaba, constatando, casi con satisfacción, que la literatura pornográfica y de pacotilla iba ganando cada vez más terreno. Él mismo poseía la biblioteca privada más importante de esa gran ciudad. Llevaba siempre una mínima parte consigo.

Kien es el mayor especialista en sinología a nivel mundial pero rehúsa todo contacto social, que desconoce. Su mundo se reduce a los libros y a su enorme biblioteca, y el conflicto se arma cuando contrae absurdo matrimonio con una sirvienta estúpida y malvada que no dudará en aprovecharse de semejante personaje.
Debo reconocer que me es difícil expresarme a través de una escueta reseña escrita a bote pronto. No había oído hablar en absoluto de esta novela hasta que topé con ella ¿por casualidad?
La puesta en escena es excepcional, y hará las delicias de bibliófilos y críticos literarios:

Es cierto que le había prometido un libro. Tratándose de ella, sólo podría ser una novela. Aunque no hay espíritu que medre con novelas. El placer que en ocasiones nos ofrecen se paga muy caro: acaban por erosionar el carácter más firme. Aprendemos a identificarnos con todo tipo de personas. Uno le coge el gusto a ese vaivén perpetuo y se confunde con los personajes que le agradan. Cualquier punto de vista nos parece concebible. Nos lanzamos con fruición tras objetivos ajenos y perdemos de vista los nuestros. Las novelas son como cuñas que el escritor, aquel histrión de la pluma, va clavando en la hermética personalidad de sus lectores.

Después, cada entrada, cada capítulo está muy trabajado. No hay lugar para el vulgarismo estructural. Puede el lector agobiarse con todas las novedades que hay por leer pero se perderá la oportunidad de conocer joyas como la que tenemos entre manos.
Nuestro protagonista, Peter Kien, es el “hombre-libro”. Nos dice el propio Canetti (en un fantástico ensayo que habla de la gestación de la novela y que se encuentra al final del libro editado por Muchnik Editores, 1977) que tenía hasta ocho ideas para la gestación de la novela:

Había entre ellos un fanático religioso, un soñador técnico que sólo vivía haciendo planes cósmicos, un coleccionista, un poseído por la verdad, un despilfarrador, un enemigo de la muerte y, por último, también un genuino “hombre-libro”.

Afortunadamente se decantó por el hombre-libro, un personaje que prescinde de la sociedad y de los hombres hasta el paroxismo:

A las ocho en punto comenzaba su trabajo, su labor al servicio de la verdad. Ciencia y verdad eran para él conceptos idénticos. Uno se aproxima a la verdad cuando se aleja de los hombres. La vida cotidiana es un entramado superficial de mentiras. Cada transeúnte es un mentiroso. Por eso ni los miraba.

Pero luego van apareciendo más personajes que amenazan con robarle a nuestro hombre-libro su protagonismo, la vulgar sirvienta con la que se casa y que le arruina su ordenada vida, el fabuloso portero, violento expolicía, Fischerle, el enano tullido maestro del ajedrez y en buscarse la vida, el hermano del hombre libro, George Kien, que al final de la historia surge de la nada para imponer un orden al desconcierto.

Por amor a los billetes, los porteros mostraban zonas de sus ojos que nadie, ni siquiera Excelencias o americanos, habían visto nunca.

Él, cortésmente, se hizo a un lado. El hombre le dio un codazo y no se disculpó. George, al que cualquier grosería entre monos civilizados lo divertía, lo observó sorprendido.

Estos y otros personajes son tan hondamente tratados que a veces podemos sentir que la trama se nos escapa y se diluye, momentos en los cuales podemos sentir que la novela peca de extensa para luego recuperar su inflamante llama y volver a atraparnos.
A mi modo de ver, estos personajes están trazados de forma magistral y todos, tarde o temprano, convergen de manera perfecta. Sirven, de alguna manera, para ilustrar con elevado sarcasmo a una masa desequilibrada y estúpida que se arrastra tras el vil dinero.
No sé qué más decir. Quizás se me queda coja la reseña, pero en definitiva yo no escribo reseñas al uso. Os dejo con unas palabras que nos regala el propio Elías Canetti, acerca de las referencias literarias que explican, si cabe, la gestación de la novela.


Para no dejarme arrastrar demasiado lejos, leía continuamente Rojo y negro, de Stendhal. Quería avanzar paso a paso y me decía que este libro tendría que ser riguroso y despiadado conmigo mismo y con el lector. Me hallaba inmunizado contra todo cuanto pudiera ser agradable o complaciente por la profunda antipatía que me inspiraba la literatura vienesa entonces en boga.

… cayó en mis manos La metamorfosis de Kafka. ¡No pudo ocurrirme nada más feliz en aquel momento! Pues ahí encontré, en un grado de perfección sumo, la contrapartida de aquella ausencia de compromiso total con la literatura, que tanto odiaba; ahí estaba el rigor al que aspiraba, ahí se había logrado algo que yo deseaba hallar para mí solo Me incliné ante semejante modelo, el más puro de todos, sabiendo que era inalcanzable, pero me dio fuerzas.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Bajo el volcán, de Malcom Lowry (1947).





 Resulta desalentador afrontar la historia de una gran borrachera, y como toda borrachera que se precie está plagada de lagunas, incoherencias y alucinaciones. Cierto que ya poco puede añadirse a una novela que ha sido catalogada como una de las mejores de todos los tiempos. Por algún lado alguien ha dicho que la novela necesita de varias lecturas, lo cual resulta todavía más, si cabe, desalentador, y es que son muchas páginas y no en pocas ocasiones llenas de intrincadas espesuras.
No sé, ando un tanto confuso, quizás me falte una copa. Yo no disiento pero reconozco que, aun no careciendo de valor, le falta chispa argumental, eso que a los lectores nos impele al deleite de leer. Desde luego que las relecturas le vienen a uno marcadas por la necesidad, y no sé si en un futuro volveré a ella; en otras ocasiones sí estoy seguro de que volveré.
En la novela «Hay profundidades», como dice el propio Lowry en el prólogo aludiendo a Henry James. Advierto también que dicho prólogo no tiene desperdicio porque el autor nos da pistas acerca de su difícil propuesta, un descenso a los infiernos cargado de simbolismos. Las comparaciones que han hecho unos y otros son tremendas: se compara la novela con El Quijote, con el Ulises de Joyce, con Fausto o La divina comedia.
Al principio cuesta hacerse con la trama y los personajes. Tengo que confesar (aviso para navegantes) que acudí pronto a la Wikipedia y gracias a ello pude hacerme con el argumento.
Exceptuando el primer capítulo la historia acontece en el año 1938, durante el Día de los Muertos, y narra la caída en desgracia de Geoffrey Firmin, un excónsul británico alcohólico. La acción transcurre en la ciudad mexicana de Cuernavaca (Quauhnáhuac en náhuatl).
El primero de los doce capítulos de que consta la novela puede llevar a confusión porque narra la conversación entre dos amigos de G. Firmin, el excónsul, M. Laruelle y el doctor Vigil, el 2 de noviembre de 1939. En dicha conversación recuerdan lo acontecido durante las doce horas de un mismo 2 de noviembre de 1938, justo un año antes.
A partir de ahí comienza el relato de lo que sucedió aquel día. Ivonne se reencuentra con Geoffrey para intentar salvar su relación después que Ivonne lo abandonara un año antes. Hugh, el hermanastro de Geoffrey viene a complicar la escena con su imponente presencia.
Doce horas del día de los muertos, México 1938, doce capítulos, los volcanes Popocatepetl y Iztaccihuatl (os propongo el difícil ejercicio de pronunciarlos correctamente, cuestión que genera muchas risas entre los niños mexicanos), la espléndida flora y fauna mexicanas, la espectacular ciudad de Quauhnahuac, el paisaje magnífico y desolador que presenta un borracho…

Creerás que estoy loco, pero también así bebo, como si estuviera recibiendo un sacramento eterno.

El cónsul, con la angustia inconcebible de una horripilante resaca atronándole el cráneo y acompañada por una pantalla protectora de demonios zumbando en sus oídos, se percató de que en el espantoso caso de que fuera observado por los vecinos sería difícil suponer que atribuirían a su paseo por el jardín algún inocente objetivo hortícola.

¿Por qué entonces se hallaba sentado en el cuarto de baño? ¿Estaba dormido? ¿Muerto? ¿Desmayado? ¿Estaba en el cuarto de baño ahora mismo o hacía media hora? ¿Era de noche? ¿Dónde estaban los demás?

Pero sintió que su mente se dividía y se elevaba, como las dos mitades equilibradas de un puente levadizo que se uniesen para permitir el paso de estos ruidosos pensamientos.

Imaginaba beberlo, a pesar de lo cual no tenía fuerza de voluntad para tender la mano y cogerlo, como si se tratase de algo alguna vez anhelado con tedio y por mucho tiempo, pero que ―copa colmada y de pronto a su alcance― había perdido todo su sentido.

Rezumando alcohol por cada poro, el cónsul permanecía en la puerta abierta del Salón Ofelia. Qué sensato había sido tomarse un mezcal. ¡Qué sensato! Porque era la bebida indicada, la única que se debía beber en tales circunstancias. Además, no sólo se había probado a sí mismo que no le tenía miedo, sino que también estaba del todo atento, volvía a estar del todo sobrio y podía enfrentar cualquier dificultad que se le presentase. Si no fuera por esas continuas y leves sacudidas y saltos en su campo visual, como innumerables pulgas de arena, hubiera podido decirse que no había bebido una sola copa en varios meses.

Beber o no beber… Pero sin mezcal, imaginó, se había olvidado de la eternidad, se había olvidado de la travesía de su  mundo, que la tierra era una nave fustigada por la cola del cabo de Hornos y condenada a no llegar nunca a su Valparaíso. O que era como una pelota de golf mal golpeada y desviada de la Mariposa de Hércules por un gigante a través de la ventana de un manicomio en el infierno.

lunes, 12 de septiembre de 2016

La dulce, de Fiódor Dostoievski (1877).




Esta novela corta fue incluida por Dostoievski en su publicación Diario de un escritor (1877), en el que reunió críticas literarias, artículos y relatos de extensión moderada como el que tenemos entre manos.
A mi modo de ver es buen ejemplo de su trabajo, aunque no alcanza la tensión narrativa de sus novelas principales. Me da que pensar que el estilo de Dostoievski es tan marcado que podríamos leer “a ciegas” cualquiera de sus trabajos y fácilmente llegaríamos a la conclusión de quién es el autor, y es que enseguida ese sentido de la vida tan suyo, tan trágico, nos penetra la piel.
El propio Dostoievski nos da pistas (y un resumen perfectamente válido) en la Nota del autor:

Imaginen un marido cuya mujer, una suicida que se ha arrojado por la ventana hace sólo unas horas, yace ante él sobre una mesa. Él está conmocionado y no ha tenido tiempo de ordenar sus ideas. Camina de habitación en habitación e intenta dar un sentido a lo que acaba de ocurrir, procura “aclararse”. Es un hipocondríaco recalcitrante de los que hablan solos. De ahí que se cuente a sí mismo la historia, intente “aclarársela”.

Nuestro protagonista y narrador es un personaje complejo y contradictorio, atormentado, marginado por la sociedad, que guarda muchos paralelismos con otros anti-héroes de Dostoievski. Él mismo va trazando el sentido de su vida, pasado, presente… y ¿futuro?:

En efecto, los compañeros no me apreciaban debido a mi carácter difícil, quizás ridículo, pues resulta a veces que lo excelente, lo más profundo y respetado para unos, por una u otra razón, puede resultar risible para la mayoría de los propios compañeros. Nunca me han apreciado, ni siquiera en la escuela. Ni en ninguna parte.
 
¡Rutina! ¡Oh, la naturaleza! Los hombres están solos sobre la Tierra. ¡Ésa es su desgracia! “¿Hay un hombre vivo en estas llanuras?”, grita el valiente ruso de nuestras leyendas. Yo también grito y no soy valiente, y nadie responde. Dicen que el sol hace girar el universo. El sol saldrá y… miren, ¿acaso no es eso un cadáver? Todo está muerto, hay cadáveres por todas partes.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Henry James, Los matrimonios y Louisa Pallant.



 
     Supongo que Henry James es como una perita en dulce para las editoriales que buscan sorprendernos con joyitas poco conocidas (igual no lo son para el buen lector). En este caso Traspiés edita de forma fabulosa dos relatos de James que desconocía por completo, Los matrimonios y Louisa Pallant, que he devorado con absoluto entusiasmo en uno de estos días de tardía canícula veraniega. Los dos me han encandilado, ¡mucho!, y eso no me suele suceder. James sigue sorprendiéndome de manera tan increíble que aún me preguntó por qué no lo habré conocido antes. ¡Y aún me quedan por leer sus relatos más conocidos como Otra vuelta de tuerca o Las bostonianas!
James exige cierta atención por parte del lector, sobre todo en la primera articulación de sus tramas, que entran de forma pausada. Trabaja con precisión de cirujano presentándonos una situación y un personaje, si acaso dos, en su momento presente. Progresivamente nos hacemos una idea global y suficiente de dichos personajes en el interior de un conflicto. Para entonces James ya nos ha envuelto en su telaraña y estamos esperando ávidamente un final que ya sabemos, después de haber leído algo más de James, que incorpora sorpresas (regalos para el lector). Y esto quizás suceda porque los personajes ni son tan sencillos ni tan previsibles como habíamos imaginado.
Yo no entro en la faceta innovadora que significó Henry James, como bisagra (dicen) entre la novela decimonónica y contemporánea, porque se me escapan los academicismos y porque, para qué os voy a engañar, a estas alturas tampoco me importa. Escribo novela y busco hacerlo cada día mejor, y a mi manera de ver no hay mejor escuela que leer a aquellos que mejor lo han hecho antes que yo. Se trata de su novedoso ejercicio del punto de vista que, al parecer, siembra la semilla de lo que luego será conocido como stream of conciousness o flujo de pensamiento. Soy consciente, mientras leo, de esa faceta y de su trascendencia, pero no me veo en condiciones de profundizar en ella, ni siquiera de entretenerme a charlar de dichos aspectos técnicos. No puedo sino dejarme embelesar por su prosa, interesarme por conocer más entre sus personajes, caer en sus redes y esperar, sosegado, mi recompensa.
Si algo me fascina de Henry James es su penetración psicológica en multitud de tipos humanos, sin mostrar preferencia por unos u otros, sin decantarse. Pero, en definitiva, no he hecho sino empezar a leer a James, así que mejor dejo unos fragmentos y callo.

En casa había sido una religión para todos agradar a la gente que él apreciaba.

Pero presentaba una superficie tan impenetrable que habría sido como dar un mensaje a una puerta cerrada. No era una mujer, se decía Adela; era una dirección.

Asumí que si la niña nunca añadía palabra alguna era porque confiaba plenamente en la habilidad de su madre para salir ilesa. Algo me sugería, apenas sabía cómo, que esa confianza entre las dos damas se prolongaba a larga distancia; que la unión de sus pensamientos, su sistema de adivinación mutua, era destacable, y que probablemente apenas necesitaran acudir al torpe y en algunos casos peligroso recurso de expresar sus ideas en palabras.

Siendo plenamente consciente, sin duda, de que brilla más la inteligencia de una mujer frente a la estupidez de un hombre cuando finge tomar dicha estupidez por sabiduría.