jueves, 29 de diciembre de 2016

La señora Dalloway, de Virginia Woolf (1925)





Otras veces había chocado con Virginia Woolf; no fui capaz de pasar de las primeras páginas de ninguna de sus novelas. El lector evoluciona, madura, ¿no es así?
Cuando me enfrento a lecturas ineludibles que se me han atragantado trato de aprovechar momentos de “tiempo por delante”, en esta ocasión un viaje.
Me costó mucho entrar en la trama, quizás porque se asienta sobre múltiples y finas patas. Siento que más adelante necesitaré de una segunda lectura, ahondar en las razones por las que Virginia escribe, porque me queda la sensación de que Virginia escribe para sí misma y para la posteridad, si acaso para unos pocos lectores, sin preocuparse, evidentemente, por el lector medio, al cual le escatima pistas, al cual aturde ofreciéndole constantes tecnicismos, cambios de voz y perspectiva, una prosa alambicada y barroca que exige atención, que amenaza con arrastrarnos en cualquier momento a la deriva.

Sí, porque Peter Walsh comprendía a los jóvenes, le gustaban. Había cierta frialdad en Clarissa, pensó. Siempre, incluso de niña, había sufrido una especie de timidez, que en la media edad se convierte en convencionalismo, y entonces todo termina, todo termina, pensó, mirando un tanto atemorizado las vidriosas profundidades, y preguntándose si acaso al visitarla a aquella hora la había enojado.

Todo transcurre en un día. Acaba como quien dice de terminar la Primera Guerra Mundial. Clarissa, la señora Dalloway, pertenece a la clase alta y de alguna manera se replantea su matrimonio a raíz del regreso de la India de un antiguo pretendiente al que rechazó, Peter Walsh. Por otro lado, digamos que en un segundo escalón, están Septimus y su mujer, de una clase social media. Septimus ha regresado de la guerra loco, con el hoy denominado síndrome por estrés postraumático. En un tercer escalón aparece el doctor William Bradshaw, para mí el personaje más fascinante de la novela pese a ser secundario, dado que me intereso mucho por la locura y por el petulante gremio que componen las disciplinas (a mi modo de ver, y al de Virginia Woolf, mal llamadas ciencias) de la psicología y la psiquiatría. Se puede hablar más de la trama pero no tiene sentido; poco miedo a desvelar el final porque lo que ofrece esta novela no es intriga, ni mucho menos adicción lectora. Esta novela lo que ofrece son fragmentos, como si se tratara de una mezcla de relatos. Por poner un ejemplo, quedé fascinado cuando Peter Walsh persigue por la calle a una muchacha a la cual no conoce de nada:

La muchacha avanzó y cruzó; él la siguió. Intimidarla era lo último que Peter Wash deseaba. De todos modos, si la muchacha se detenía, Peter le diría: “Venga conmigo a tomar un helado”, sí, eso diría, y ella contestaría con perfecta sencillez: “Oh, sí”.
Pero otra gente se interpuso entre los dos, en la calle, obstruyendo el paso a Peter, impidiéndole verla. Peter perseveró; la muchacha cambió. Había color en sus mejillas, burla en sus ojos; era un aventurero, un temerario, pensó Peter, rápido, osado (teniendo en cuenta que anoche llegó de la India), un romántico filibustero, a quien le importaban un comino aquellos malditos objetos, las batas amarillas, las pipas, las cañas de pescar en los escaparates de la tienda; y lo mismo cabía decir de la respetabilidad, de las fiestas nocturnas y de los lozanos viejos con blanca pechera bajo el chaleco. Era un filibustero. Adelante y adelante siguió la muchacha,…

También, hay fragmentos prácticamente incomprensibles que se regodean en su propio barroquismo y en los que no merece la pena detenerse demasiado para no caer en el vacío.



Pero si él es capaz de concebirla, la mujer existe, piensa, y, al avanzar él por el sendero con los ojos fijos en el cielo y en las ramas, rápidamente las dota de feminidad; con pasmo ver cuán graves llegan a ser, cuán mayestáticamente, mientras el viento las agita, otorgan, con una oscura agitación de hojas, caridad, comprensión, absolución, y luego, alzándose bruscamente, revisten de loca embriaguez su piadoso aspecto.

Como digo, claros y sombras presenta esta compleja novela. Detengámonos en los claros y disfrutemos de una autora que nos aportará una visión de la locura y la proporción inusitada y, ¡fijaos!, una visión mucho más cuerda que la que nos puede aportar cualquier psiquiatra, porque la literatura no es, amigos, otra cosa que la búsqueda de la verdad. Aquí, sin duda alguna, es donde radica la grandeza de Virginia, en las profundidades que esconde su narración, en el desprecio por la hipocresía imperante, en el escepticismo que todo lo envuelve. Y esto, lectores, es algo que solamente vosotros, a través de una lectura implicada (en caso de no implicaros mejor abandonar esta novela de inmediato), podréis descubrir.

Su cuerpo estaba extendido como un velo sobre una roca.

Sí, pero era tan simpático, tan generoso, dejó de cazar para complacer a su anciana madre… Y no olvidaba jamás los cumpleaños de su ti… Etcétera.

Tenía un sentido del humor realmente exquisito, pero necesitaba gente, siempre gente, para que diera frutos, con el inevitable resultado de desperdiciar miserablemente el tiempo almorzando, cenando, dando sin cesar aquellas fiestas, diciendo tonterías, frases en las que no creía, con lo que se le embotaba la mente y perdía discernimiento.

… aquel forajido que, vuelta la vista atrás, miraba las regiones habitadas del mundo, que yacía, como un marinero ahogado, en la playa del mundo.

Tan pronto uno cae, se repitió Septimus, la naturaleza humana se le echa a uno encima. Holmes y Bradshaw se le echan a uno encima. Rastrillan el desierto. Gritando vuelan al interior de la selva. Aplican la tortura del potro. La naturaleza humana es implacable.

martes, 27 de diciembre de 2016

Punto Omega, de Don DeLillo (2010).




 Iba tras Ruido de fondo pero alguien se me adelantó en la biblioteca. Salgo de mis clásicos para desperezarme y doy con esta novelita corta que me deja en su primer capítulo (mejor diría capítulo 0 o prólogo) patidifuso. Un hombre en un museo observa la proyección a cámara lenta de Psicosis, la película de Hitchcok. Segundo capítulo (primero) y volvemos a la normalidad. Bien. Diálogos inteligentes, una casa aislada en un paisaje desértico, un todo integrado a la perfección en la seca agonía que rodea a los personajes.

Esto es distinto, un retiro espiritual. La casa pertenecía a un familiar de mi primera mujer. Estuve años viniendo por aquí de vez en cuando. A escribir, a pensar. En cualquier otro sitio, en todas partes, siempre empiezo el día conflictivamente, cada paso que doy en la calle de una ciudad es un conflicto, las demás personas son un conflicto. Aquí es diferente.

La novela se compone más que de hechos, de sensaciones. No será porque no lo avise el autor:

La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos.

No quiero ni pensar en el número de lectores que se habrán rendido a las primeras de cambio. Las solapas de la edición de Seix Barral significan un buen motivo para seguir adelante, críticas sobre humanas del Boston Globe, The Independent, The Times, de El País... ¡A ver quién se atreve a menospreciarla! A mí me ha gustado, aunque me ha dejado un poco confundido. Voy a pensar que dichas críticas tan encomiables provienen de novelas anteriores. Me sorprende (modo sarcasmo) que haya tantos críticos y que todos estén tan de acuerdo. No puedo menos que comparar Don DeLillo con los clásicos de siempre, pues como clásico se le trata ya, y ponerlo al lado de Tolstoi, Stendhal o Hesse, en los que no es difícil encontrar claras temáticas y obsesiones manifiestas que sobrevuelan todas sus narraciones. Con Don DeLillo, y muchos otros autores modernos los temas no están tan claros, no sé si es porque a los autores no les interesa nada en concreto o porque prefieren centrarse en la misma prosa que tanto encandila a los lectores incautos. Dicen por ahí que es el nihilismo moderno, aunque yo no creo que los tiempos hayan cambiado tanto como para que la literatura deje de presentarnos temas humanos.
¡Ojo! También puede ser que yo no haya alcanzado a apreciar el tema primario. A ver si consigo aclararme. El protagonista, Elster, es una especie de intelectual que trabajó como asesor para el Gobierno de los EE.UU en materia de defensa. Ahora se supone que está retirado. En su casa del desierto le hace compañía un peculiar director de cine que trata de convencerlo para rodar una película o documental en la que no aparezca otra cosa que el primer plano de su cara mientras divaga acerca de la guerra de Irak. Luego irrumpe una tercera persona, Jessie, la hija de Elster. Y después se genera cierta intriga, tampoco demasiada, la verdad. Válgame como baño de agua fría después de tanto abundar en Henry James y Edith Wharton.

El núcleo de la novela, o eso pienso yo, se destapa justo a la mitad, cuando el protagonista nos habla del Punto Omega, que es una teoría del padre Teilhard. Aquí sí que consiguió captar toda mi atención.

―Un día les hablé de la guerra. Iraq es un susurro, les dije. Estos coqueteos nucleares que hemos estado teniendo con tal o cual gobierno. Pequeños susurros ―dijo―. Te lo digo yo, esto va a cambiar. Algo se acerca. Pero ¿es esto lo que queremos? ¿No es esto el peso de la consciencia? Estamos todos exhaustos. La materia quiere perder la conciencia de sí misma. Somos la mente y el corazón en que esta materia se ha convertido. Ya es tiempo de dar todo por concluido. Esto es lo que ahora nos impulsa.

―Somos una manada, un enjambre. Pensamos en grupos, nos desplazamos en ejércitos. Los ejércitos vehiculan el gen de la autodestrucción. Una bomba nunca basta. El borrón de la tecnología, ahí es donde los oráculos planifican sus guerras. Porque ahora viene la introversión. El padre Teilhard lo sabía, el punto omega. Un salto al exterior de nuestra biología. Plantéate esta pregunta. ¿Tenemos que ser humanos para siempre? La consciencia está agotada. Toca ahora regresar a la materia inorgánica. Eso es lo que queremos. Queremos ser piedras del campo.

En fin, una escena de arte moderno que roza el absurdo, la pretensión de filmar un documental abstracto, un protagonista que ya está de vuelta de todo, quizás lo que pretenda el autor es hacer un fresco de la carencia de objetivos en este nuestro primer mundo, o quizás, simplemente, es que pierdo el tiempo buscando un tema que no tiene por qué existir. Leeré Ruido de fondo. Necesito leer algo más de Don DeLillo para ofrecer un veredicto. Es una cuestión personal. Una duda crece en mí, ¿acaso es necesario para triunfar hoy (me refiero al arte literario, por supuesto, no económico) escribir a través de un estilo manifiestamente complicado? McCarthy, Roth (quizás sea la excepción), Pynchon, Gaddis… Así a bote pronto se me ocurre la comparación con Tolstoi o Kafka, en cómo introducen los grandes temas que acosaron y acosarán a la humanidad sin grandes alharacas estilísticas. Ahí queda el debate abierto. Corríjanme.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Ethan Frome, de Edith Wharton (1911).



Antes que lector es uno persona, y reconozco que la duda en mí es una constante. No es esto necesariamente negativo, sino que una vez asumido hay que tratar de sacarle el máximo provecho. Otros lectores albergan una mayor seguridad, pero no quiere ello decir que estén, ni mucho menos, libres de prejuicio. Del prejuicio hay que estar siempre precavido porque acecha constantemente, está siempre ahí aunque no lo veamos, es un mal necesario. En este caso he tenido que luchar en todo momento para evitar comparar a Edith Wharton con Henry James, y aun así la comparación ha sido inevitable porque sus trayectorias se juntaron en su tiempo y hoy la crítica los mete en el mismo saco. Edith Wharton escribe bien, qué duda cabe, pero Henry James es especial.
Al mismo tiempo empecé la lectura de La solterona y Ethan Frome, pero esta última se impuso fácilmente a la primera. Son dos novelas cortitas, nouvelle. De todas maneras he intuido en ambas un intenso trabajo por presentar a los personajes de manera correcta a la vez que original, lo cual es de agradecer. Huye constantemente Edith de la linealidad usando de todo tipo de requiebros técnicos para presentarnos a los personajes: mediante diferentes narradores y flash back fundamentalmente. A mi modo de ver podría haber entrado perfectamente en la historia sin rodeos, pero sus razones tendría la autora, y precisamente no escatima ella misma en explicaciones concretas.

El prólogo de la autora a la edición de 1922, que incluye la edición de ALBA, me ha parecido fantástico, y debo decir que la faceta crítica de Edith me llama más la atención que su novelística propiamente dicha. Fijaos en este fragmento:


Todo novelista ha recibido alguna vez la visita de fantasmas que le insinúan buenas situaciones falsas, temas-sirena que atraen su barca hacia las rocas; se oyen más sus voces y se contempla su espejismo marino al cruzar el desierto sin agua que le espera a la mitad del camino de cualquier obra que tenga entre manos. Yo conocía muy bien los cantos de esas sirenas, y muchas veces me había atado a mi monótono trabajo hasta que se alejaban del alcance del oído, llevándose, quizá, entre sus velos multicolores, una obra de arte perdida para siempre. Pero no me dieron miedo en el caso de Ethan Frome. Era el primer tema que abordaba con plena seguridad en su valor, para lo que me proponía, y con relativa fe en mi capacidad de transmitir al menos parte de cuanto veía en él.



Y termina su prólogo explicándose a sí mismo. No tiene desperdicio:





He escrito este breve análisis (el primero publicado hasta ahora sobre uno de mis libros) porque creo que lo único que puede interesar algo al lector como introducción de un autor a su obra es por qué decidió escribir la obra en cuestión y los motivos que le llevaron a elegir determinada forma y no otra. El artista ha de sentir casi instintivamente estos objetivos fundamentales, los únicos que pueden formularse de modo explícito, y obrar en consecuencia, antes de que se introduzca en su creación ese algo más imponderable que hace que la vida circule por ella y la proteja un tiempo de su decadencia.




La historia narrada, la trama, no tiene nada del otro mundo, pero al personaje central difícilmente lo olvidaremos. ¿Y de qué está hecha la literatura sino de personajes? Cierto que no os veréis arrastrados de aventura en aventura, ni siquiera seréis testigos de sucesos grandilocuentes dignos de figurar en efemérides alguna, pero si eres paciente, lector, disfrutarás de esta lectura y, lo que es más importante, la recordarás. Sirva también de acicate que apenas son 100 páginas y que se leen de un tirón.

No es necesario contaros la trama; la encontráis sin problemas a través de Google. Sin embargo, me da que el siguiente párrafo de la novela define perfectamente tanto al personaje como a la historia en sí:



Le atormentaban confusas ideas de rebelión. Era demasiado joven, demasiado fuerte y estaba demasiado lleno de la savia de la vida para aceptar sin más la destrucción de sus esperanzas. ¿Debía desperdiciar todos sus años al lado de una mujer amargada y quejumbrosa?