viernes, 24 de agosto de 2018

Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción (1963), de J.D. Salinger.



 Libro compuesto por dos relatos y así publicado en 1963. Sorprendentemente un gran éxito de ventas en los Estados Unidos (según la Wikipedia, a mí no me miren), y digo sorprendentemente porque no es de los fáciles de leer, en especial el segundo relato.
Desconozco si el contenido de los relatos es autobiográfico, aunque todo hace indicar que sí. El protagonista de ambos viene a ser el propio narrador, Buddy Glass, uno de los varones entre los siete hermanos de la familia Glass (los famosos “niños sabios” que trabajaban en la radio), aunque debería haber dicho que el protagonista es su hermano Seymour, que quizás se trate de un mero juego técnico en manos del escritor para hablar de sí mismo tomando distancia. Tampoco me hagáis mucho caso que yo solo leo y después comento las impresiones resultantes, pero sí que me atrevo a recomendar esta lectura para aquellos que hayan disfrutado previamente de El guardián entre el centeno.

Levantad, carpinteros la viga del tejado es un relato satírico, divertido, chispeante. En el trascurso de la Segunda Guerra Mundial Buddy obtiene un permiso para asistir a la boda de su hermano Seymour, que luego resulta que no se presenta a la boda. Nuestro protagonista se ve enredado en una ridícula situación, apretado en el interior de un coche junto a un grupo de invitados frustrados y desorientados, familiares de la novia, que marchan sin rumbo definido. La mayoría del relato se desarrolla en el trayecto del coche y en una corta estancia en el apartamento propiedad de los hermanos Glass, pero evidentemente el relato va más allá.
A mi modo de ver una pequeña joya que está a la altura de El guardián entre el centeno, cuya brillante técnica es reconocible en cualquier fragmento que pueda resaltar.

Justo en el momento en que salía de la cocina con la jarra y los vasos en la bandeja y la guerrera puesta, se me encendió una bombilla imaginaria en la cabeza, como ocurre en los tebeos para mostrar que un personaje tiene de pronto una idea muy brillante.

Seymour: una introducción es un relato mucho más complejo, sin un hilo argumental definido y lineal que nos enganche. En mi caso seguí adelante gracias a las perlas que fui encontrando entre la maleza.
Seymour se nos muestra como el hermano mayor, un muchacho inteligente, cariñoso, especial. Se ha suicidado y Buddy contempla la posibilidad de publicar los poemas que le han sobrevivido. Los pensamientos de Buddy son irónicos, caóticos y complejos, pero ante todo está el escritor, Salinguer, y su ideario personal, un relato al que volver, un relato sobre todo para la crítica porque de él se pueden desentrañar los motivos que hacen de Salinguer escritor, y que luego le llevan a recluirse en la soledad más estrepitosa.

Destaco un fragmento del segundo que une ambos relatos de manera sorprendente y genial, y que sirve para corroborar mi propio ideario, que la crítica solamente nos debe servir para llevarnos a lo único que de verdad importa, el texto:

Pero lo que puedo y debo explicar es que he escrito y publicado dos cuentos que se refieren directamente a Seymour. El más reciente de los dos, aparecido en 1955, es un relato sumamente amplio del día de su boda, en 1942. Los detalles están presentados de la manera más completa posible, al punto casi de que lo único que falta es regalarle al lector el molde en crema helada de la huella del pie de todos y cada uno de los invitados a la boda, para que se lo lleve a casa de recuerdo, pero el propio Seymour ―el tema principal― en realidad no hace su aparición física en ningún momento. Por el contrario, en el primer cuento, mucho más corto, que escribí a finales de los años cuarenta, no sólo aparecía en carne y hueso sino que caminaba, hablaba, se zambullía en el océano y se disparaba una bala en la cabeza en el último párrafo. Sin embargo, varios de mis parientes cercanos, bastante numerosos, que regularmente andan a la caza de errores técnicos en las obras que he publicado, me han señalado con amabilidad (demasiada, aunque por lo general me caen encima como gramáticos) que el joven, el «Seymour » que caminaba y hablaba en aquel primer cuento y se disparaba un tiro, no era para nada Seymour sino, cosa rara, alguien que se me parecía asombrosamente. Lo cual es cierto, creo, o lo bastante cierto como para hacerme sentir una punzada de reproche como artesano.


viernes, 10 de agosto de 2018

La marcha Radetzky (1932), de Joseph Roth





Sin encontrar esa magia que desprenden monstruos de la novela como Stendhal o Dostoievski, aún pugno por encontrar en Roth cuál es la magia que entrelaza sus letras, porque de algún tipo de magia dispone el maestro para encandilar a sus lectores, ese algo indefinido que no es otra cosa que talento para llegar al orden desde el caos más absoluto, para conseguir enganchar al lector a un hilo tan fino como la cuerda de un funambulista.

No es más que una impresión, pero me parece a mí (tras una simple lectura, perdonen mi atrevimiento) que Roth no sigue un estricto guión. Como los juglares del cantar de gesta utiliza muletas para avanzar, ideas que se repiten una y otra vez como leitmotiv, la primera de ellas y título de la obra es sin embargo la menos fundamental, la fabulosa Marcha Radetzky de Johan Strauss. El leitmotiv fundamental es el episodio heroico de la batalla de Solferino, en la que un soldado de baja graduación salva al emperador de una muerte segura y a consecuencia de dicho acto eleva la categoría social de la familia Trotta. Pero también, y esto es lo curioso, hay personajes que entran y salen de la novela (por orden de mención) como instrumentos en una orquesta sinfónica, ya sea un curioso y cornudo subteniente, el borracho Moser y por último el propio emperador Francisco José.

Luego está la decadencia y caída del Imperio Austrohúngaro, en paralelismo con la propia degeneración de la línea familiar de los Trotta.



Un anciano, cuya muerte, cercana, le puede llegar por cualquier resfriado, mantiene en pie el trono por el simple hecho, milagroso diría yo, de que todavía es capaz de sentarse en él… Ya no se cree en Dios. La nueva religión es el nacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia. Van a las asociaciones nacionalistas. La monarquía, nuestra monarquía, se basa en la religiosidad, en la creencia de que los Habsburgo fueron escogidos por la gracia de Dios para reinar sobre tales y tales pueblos…



Dichas degeneraciones se hacen más patentes en la segunda parte de la novela (que culmina con una gran fiesta satírica de fin de Imperio), en la cual aparece también otro leitmotiv común a toda la obra de Roth, el vicio de la bebida al que recurren los personajes como alivio y olvido de los pesares de este mundo.



Se sorprendió más todavía y sintió deseos de tomar unas copas; esa sed del bebedor que es sed del alma y del cuerpo, como si, de repente, se viera menos que un miope y se oyera menos que un sordo. Entonces es preciso tomar inmediatamente, allí donde uno esté, unas copas.



Vio los falsos colores en la cara demacrada y sin afeitar del teniente, el maquillaje característico del bebedor. Se extendía sobre la auténtica palidez del rostro como los reflejos de una lámpara roja sobre una mesa blanca.



Desde hacía semanas el teniente se había acostumbrado al «noventa grados». El aguardiente no se subía a la cabeza, sino que únicamente se «bajaba a los pies», como decían los entendidos. Al principio producía un calorcillo agradable en el pecho. La sangre corría más rápido por las venas, el apetito sustituía al mareo y a las ganas de vomitar. Después se tomaba otro «noventa grados». Y, por más fría y turbia que fuera la mañana, uno avanzaba valeroso y contento por ella como si fuera una mañana soleada y dichosa.



En conclusión, una animada saga familiar ambientada en la decadencia del Imperio, con sus luces y sus sombras, sin complejidades técnicas de enjundia (aparentemente) y un lenguaje engañosamente simple, claro y conciso, lleno de frases cortas, una obra maestra que da mucho de sí y que ha sido todo un placer leer.


La marcha Radetzky, de Johann Strauss

lunes, 6 de agosto de 2018

Ecce Homo (1888), de Friedrich Nietzsche




«Ecce Homo» son las famosas palabras de Pilatos: «Aquí tenéis al hombre», y además está el subtítulo: «Cómo se llega a ser lo que se es», pistas que no nos ayudan a interpretar al enrevesado y polémico maestro pero que nos dan una clave de seguimiento, en el sentido de que se trata de una autobiografía intelectual de toda su obra. Y así es, Nietzsche, consciente de que sus contemporáneos (ni las generaciones venideras) no iban a ser capaces de interpretar su legado, dejó aquí una breve presentación de cada una de sus obras, por orden cronológico de creación, explicando las causas que las motivaron, las circunstancias que acompañaron a la redacción de las mismas o las relaciones que presentan con su producción anterior o posterior.
Dicho todo esto, se entiende que para leer esta obra es imprescindible haber leído a Nietzsche con anterioridad, (yo por el momento tan solo he leído Así habló Zaratustra), y es que Nietzsche da por sentado que conocemos su obra y por tanto nos regala una guía explicativa. O bien, por otro lado, quién sabe, puede servir como introducción a su pensamiento.
Por ahora me queda la impresión de que Nietzsche propugna un egoísmo libre de toda hipocresía, como una religión, pero no se trata del egoísmo interesado y manipulador, no se trata de un egoísmo mediocre sino de amor a uno mismo, a la propia vida, al destino, a nuestros instintos y pasiones e incluso a nuestros propios errores como forma de conocimiento, es este egoísmo la cualidad fundamental del superhombre.
Nietzsche habla del “egoísmo de las estrellas”, título de un poema incluido en La Gaya ciencia y correspondiente a las Canciones del Príncipe Vogelfrei:

«Si yo no girase continuamente sobre mí misma
como un tonel al que hacen rodar,
¿cómo podría sin quemarme,
correr tras el sol abrasador»

Nada más que decir, solo dejar unos fragmentos:

¿Quizá mismamente yo me sienta envidioso de Stendhal? Me ha quitado el mejor chiste de ateo, el que particularmente yo habría podido hacer: «La única disculpa de Dios es que no existe»

―la moral misma entendida como síntoma de decadencia es una innovación, una originalidad de primer rango en la historia del conocimiento.

―Yo concibo al filósofo como una terrible materia explosiva, ante la cual todo se encuentra en peligro, a millas de distancia separo mi concepto de filósofo de un concepto que aún comprende todavía a Kant, por no hablar de los rumiantes académicos y otros catedráticos de filosofía.