miércoles, 26 de septiembre de 2018

Tom Jones (1749), de Henry Fielding




 A propósito de la crítica literaria traigo a colación un fragmento que tengo fresco y que sale de la boca del narrador de un interesante relato de Cortázar, El Perseguidor: «no siento el menor deseo de hablar como crítico, es decir de sancionar comparativamente». Así de fácil se puede definir la crítica literaria. La complejidad radicará, pues, en la de la propia comparación que se lleve a la práctica, y el resultado será más o menos feliz dependiendo del buen uso de dicha comparación, más que de la abundancia de los elementos disponibles para dicha comparación (esto ya es opinión mía; disponer de herramientas es siempre positivo, diréis, aunque a veces tal abundancia puede ser un estorbo, como los árboles que nos impiden ver el bosque).

Dicho lo precedente, lector, acércate a la crítica académica para proveerte de herramientas y luego atrévete a saltarte las rutas oficiales, ligero de equipaje, para disfrutar a tu antojo de los clásicos.

Tom Jones, para muchos la primera novela inglesa, para todos uno de los protagonistas top de la literatura universal, un personaje redondo lleno de virtudes y defectos, aunque Fielding influye en nosotros porque es indulgente con el sexo u otras tonterías y locuras honradas, mientras que desprecia la prepotencia, la hipocresía, la adulación o la avaricia.
Durante toda la lectura no he podido dejar de comparar la novela con El Quijote. Los paralelismos son obvios, diréis, pero es que además abundan las menciones a la obra cervantina. Quizás estas semejanzas sirvan a más de uno para descartar la lectura de esta novela (entonces mi reseña habrá servido para algo). Pero lo que más me llamó la atención, con diferencia, de la última lectura que hice de El Quijote fue el afán de Cervantes por ganarse a un amplio espectro de lectores. Obvio que Cervantes era un genio, obvio que El Quijote es una de las obras cumbre de la literatura universal, y obvio que Cervantes abusó de una variada parafernalia de trucos sencillos, fuegos de artificio literarios, para atraer la risa y el llanto fácil del lector más superficial. Es de agradecer, a mi manera de ver, que los grandes escritores amplíen el espectro con humildad y no se limiten a escribir para una minoría ansiosa del tecnicismo. Prefiero mil veces al escritor que se esfuerza por ofrecer contenidos que aquellos que se regodean en el continente, y se me vienen a la cabeza ahora mismo Joyce o Woolf.
Igualmente Fielding se pliega al gusto popular, y nos ofrece encuentros casuales y maravillosos en las posadas, y de ahí su éxito inmediato en el Siglo XVIII, y que aún hoy en día nos sea atractiva su lectura. Incluso diría yo que nos ofrece un final feliz al gusto del lector superficial, porque dicho final es el más escabroso e imposible de los posibles. ¿Quién pudiera imaginar, avanzada la lectura, un final de tal calibre? Lo más lógico hubiera sido un final para echarse a llorar, pero el lector no estaba preparado todavía para tanto realismo.

Insisto, una absoluta obra maestra, un compendio de la picaresca y la parodia más excelsa. Tom Jones, hijo ilegítimo de padres desconocidos, es adoptado por el bondadoso noble Allworthy. Pero, a causa de las estratagemas de Blifil, sobrino de Allworthy, es expulsado del hogar. Después de innumerables aventuras que nos descubren la sociedad de aquel entonces por los caminos de Inglaterra y Londres, Tom se descubre a sí mismo y a los demás para alcanzar la rehabilitación.
Multitud de personajes recorren la obra, todos en busca de Don Dinero. La trama es laberíntica pero Fielding nos da la mano para que no nos perdamos en ningún momento, y lo que es más importante, para que no nos aburramos. Quizás la extensión sea el único pero (para mí lo significó durante años en los cuales pasaba la novela por alto dado lo grueso de su lomo). El propio Fielding es consciente de ello:

Escenas semejantes, escritas a la ligera, proporcionan, según hemos experimentado, muy poco entretenimiento al lector. Por eso seguiremos rigurosamente una regla de Horacio según la cual los escritores deben pasar por alto todos aquellos pasajes que desconfíen de aclararlos lo suficiente, regla, a nuestro juicio, tan apropiada al historiador como al poeta y que, cuando se utiliza, tiene por lo menos la ventaja de que muchos malos libros (pues así se llama generalmente a los libros extensos) pueden reducirse de tamaño.

El narrador es influyente e ingenioso, pues nos ofrece continuas y oportunas digresiones. Fielding habla continuamente con nosotros, nos comenta su técnica literaria e incluso discute sobre si esta o aquella solución adoptada es la más conveniente para el relato.

Asuntos mucho más extraordinarios han de servir de base para esta historia, o de lo contrario perdería lastimosamente mi tiempo escribiendo una obra tan voluminosa.

El lector puede implicarse en la novela, puede emocionarse y reír, pero además, y si le place, puede pensar. La humanidad en su conjunto queda retratada con sus vicios y virtudes. La sátira de la sociedad lo mismo vale para la inglesa que para cualquier otra.

No es suficiente que vuestros proyectos y vuestras acciones sean intrínsecamente buenos. Hay que cuidar que también lo parezcan. Si vuestro interior no es demasiado hermoso, hay que procurar un bonito aspecto externo. Esto debe tenerse siempre presente, o la malicia y la envidia se cuidarán de afear tanto aquél que ni siquiera la bondad y la sagacidad de un Allworthy serán capaces de ver a través de él y de distinguir las bellezas interiores.

martes, 11 de septiembre de 2018

La Anábasis o Expedición de los Diez Mil (S. IV a. C.), de Jenofonte




Situémonos, a groso modo, históricamente. El dorado siglo V. a. C. Hace tiempo ya que las guerras médicas (490-478 a. C.) han forjado el prestigio de los griegos. Las guerras del Peloponeso (431–404 a.C) vienen después a finiquitar la increíble expansión del imperio ateniense, concluyendo con la preponderancia de los lacedemonios, Esparta. Cierta pobreza sacude a los griegos por la crueldad de la guerra fratricida, y en esta tesitura, con miles de experimentados soldados inactivos, surge la oportunidad en el Imperio Persa. Ciro el Joven se rebela contra su hermano mayor, recién proclamado Rey, Artajerjes II. Ciro se rebela en su satrapía de Asia Menor e incorpora 12.000 mercenarios griegos a su ejército. En una larga marcha, se dirige hacia Babilonia donde, desafortunadamente para los griegos, Ciro muere en la batalla de Cunaxa y su ejército es derrotado.
Sin embargo los mercenarios griegos se mantienen incólumes y, unidos bajo el mando del espartano Clearco, inician la retirada a través de territorio hostil y perseguidos en todo momento por el enemigo. Muerto Clearco a traición, numerosos generales guían al ejército, entre ellos Jenofonte, precisamente nuestro autor. He aquí el valor de la obra como testimonio de una hazaña memorable. Cierto que llega el momento en que se convierte en un relato autobiográfico, y cierto también que carece del rigor de Tucídides, pero pronto nos embarcamos en la aventura y olvidamos los pequeños defectos de un testigo excepcional que no pudo mantenerse al margen de los hechos que le tocó vivir. Abordemos la lectura conscientes de que nos hallamos ante un fabuloso reportaje de un hecho de indudable trascendencia histórica contado con una fuerza dramática y un patetismo épico que jamás olvidaremos.
No he podido sustraerme a traer aquí la opinión de un maestro, Unamuno, a quien rara vez se le cita como lo que era profesionalmente, catedrático de griego, que decía al respecto:

He renunciado a emplear en mi cátedra de griego la Anábasis de Jenofonte, como texto de sintaxis, que lo es excelente, porque he visto que los alumnos se aburren de aquella monótona y fatigosísima relación, tan lánguida, que da sueño.

No dejéis que pequeños defectos que se pueden saltar os priven de conocer esta magnífica obra. Yo he vuelto a ella por una rara necesidad, pues a menudo la recomiendo a aquellos que quieren acercarse a los clásicos de la antigüedad, y me quedaba el temor de si aquella lectura hecha en la juventud mantenía hoy la misma fuerza que ayer, cuestión que ha quedado del todo resuelta.

Termino con un fragmento:

Presos los generales y muertos los capitanes y soldados que les acompañaban, los griegos se hallaban en gran apuro, considerando que estaban a las puertas del rey y que por todas partes les rodeaba multitud de pueblos y ciudades enemigos. Nadie les proporcionaría víveres para comprar. Se hallaban separados de Grecia por no menos de diez mil estadios y no contaban con un guía para el camino. Ríos infranqueables les estorbaban el paso hacia la patria. Y los bárbaros que subieron con Ciro les habían traicionado. Se hallaban solos, sin un jinete que les ayudase. De suerte que, si vencían, era seguro que no podrían matar a nadie, y si eran vencidos, perecerían hasta el último. Considerando todo esto y dominados por el desaliento, pocos de ellos probaron la comida por la tarde, pocos encendieron fuego, y por la noche no acudieron al servicio del campamento. Cada uno se acostó donde se encontraba. Y no podían dormir con la congoja y tristeza de su patria, de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, a los cuales pensaban que no volverían a ver.

lunes, 3 de septiembre de 2018

El retrato de una dama (1881), de Henry James



Después de varios trabajos leídos del maestro, primera gran decepción. La novela se acerca a las mil páginas y desde su primer tercio se me hizo cuesta arriba. Entiendo que el mundo de James es el de la sofisticación, el de la hipocresía de las clases altas y sus lejanas inquietudes, y aunque en definitiva son estas, como las demás, personas de carne y hueso, en esta ocasión me quedo con la sensación de que James alcanza a definir mucho mejor a los personajes en pocas palabras, a través de la sugerencia y la elipsis, que a través de largas parrafadas.
No sé si me explico, creo que James tiene pequeñas nouvelle en las cuales define lo mismo pero con la diferencia de que le bastan cien páginas. No soy ningún experto, ni en James ni en nada que se precie, pero me da por pensar que el maestro pretendió abrir el segmento de lectores usando de una prosa más sencilla y sirviéndole en bandeja todo, sin necesidad de una participación activa por parte del lector. No es más que una opinión personal, sin elaboración por mi parte.
Un buen ejemplo de las sensaciones que me ha ofrecido la lectura es que no ha dado de sí, como suele suceder con los grandes clásicos, una interesante selección de fragmentos.

La señora Touchett decide traer consigo a Europa a su sobrina americana, la protagonista, Isabel Archer. La propia señora Touchett explica sus razones:

Te confieso que calculé que me daría cierto lustre. Me gusta que se me estime, y para una señora de mi edad no hay cosa más conveniente, en algunos aspectos, que una sobrina atractiva.

Isabel Archer ocupa toda la escena. Es una persona extraordinariamente bella, y simpática, aunque su inteligencia será puesta en tela de juicio a partir de su elección de marido, asunto nuclear de la novela.

Lo que más temía Isabel en aquella época de su desarrollo era parecer estrecha de miras; lo siguiente en el orden de sus temores era serlo de verdad.

Varios personajes corales rodean a Isabel, su primo Ralph Touchett, Lord Warburton, un prestigioso lord inglés que todo lo consigue menos la mano de Isabel, Caspar Goodwood, su extrovertida amiga Henrietta… Isabel rechaza las mejores opciones de matrimonio para terminar cayendo en las garras del más vil y maquiavélico, Gilbert Osmond, a través de las maquinaciones de su amiga y celestina Madame Merle. No temáis por el spoiler porque alguna sorpresa hay, a mi modo de ver insuficiente para un tocho de más de ochocientas páginas.

Él no había cambiado; no se había disfrazado más que ella durante el año en que la cortejó. Pero lo que ella había visto entonces era sólo la mitad de su naturaleza, como se veía el disco de la luna cuando la sombra de la tierra lo enmascaraba en parte. Ahora veía la luna llena veía al hombre entero. Ella se había estado quieta, por así decirlo, para dejarle a él todo el campo libre, y aun así había tomado la parte por el todo.

Demasiadas páginas, a mi modo de ver y teniendo en cuenta la maestría de James para la elipsis, para describir a un personaje como Isabel Archer, primero en exceso engrandecido, casi divina, y después humanizada de tal manera que, víctima del orgullo, no nos queda otra sino despreciarla, porque no cabe sitio para la conmiseración hacia una persona que se movió entre sus semejantes con tanto orgullo y suficiencia.

No busquéis más argumento. Entiendo que el estilo y la profundidad psicológica que alcanza James son, en ocasiones sublimes (gracias a eso he terminado la novela), pero repito, a mi modo de ver, son demasiadas páginas para ahondar en un panorama estéril. Quizás sea mi estrechez de miras, la extrema humildad de mi posición la que me ha hecho aborrecer posición económica tan desigual, o quizás que la novela fue publicada periódicamente en una revista como si se tratara de un folletín, pero el caso que no estoy en absoluto de acuerdo con varios titulares que sitúan a esta novela entre las mejores de James.
En mi opinión la novela resulta en exceso previsible, incluso diría que prescindible dentro del conjunto de la grandiosa obra del maestro, que dicho sea de paso, apenas he comenzado a conocer en su enorme extensión. Pero tampoco me hagáis mucho caso porque no es más que una impresión, que quizás sirva como acicate para que la leáis y os labréis la vuestra propia.