viernes, 27 de diciembre de 2019

La gaviota, (1943), Sándor Márai



Sándor Márai es un escritor prolífico, así que no se puede esperar en todo momento idéntico nivel. Obsesiones un tanto extrañas abundan en esta novela. No obstante está escrita en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial.
Un alto funcionario posee un secreto. Participa de las altas esferas de la política y se supone que se trata de la entrada en guerra de Hungría, quizás incluso de la invasión alemana de la Unión Soviética. No es habitual encontrar un toque de espionaje policial en las novelas de Márai. Tampoco es el lugar central.
En torno a la decisión hay una serie de reflexiones, y el desencadenante es un tanto extraño, onírico podríamos decir. Una bella muchacha aparece en la vida del funcionario, una finlandesa que busca trabajo en Hungría, en los momentos difíciles de la guerra. Dicha mujer parece ser gemela de otra que desapareció de su vida años atrás, que se suicidó en extrañas circunstancias.

Como si pudiera haber rostros y figuras iguales en algún sitio, desperdigados por el suelo a modo de maniquíes en almacenes de confección… ¿No se trata de una ofensa hiriente? Uno cree que ama a determinada persona, que ama algo personal, algo trágica y grandiosamente individual. ¿Es posible que yo también exista en varios ejemplares perdidos en el tiempo y el espacio? Sí, ya sucedió una vez, hace seis años: me encontré conmigo mismo en un ómnibus de París. Parece que el surtido de seres no es tan amplio como imaginamos. Uno piensa que fue creado como ejemplar único, y de repente un día se entera de que es una copia normal y corriente; en alguna parte existe un modelo que la naturaleza va copiando con indiferencia y maestría, repitiéndolo mecánicamente a lo largo del tiempo.

Apenas hay trama, una pequeña conversación inicial, alrededor de doce horas de tiempo real, un paseo hasta la ópera, la función, unas horas en el piso del alto funcionario. Por supuesto que Márai retrocede cuando le da la gana para contarnos el pasado de sus personajes; marca de la casa. Entretanto conversaciones, a veces largos monólogos donde se expone lo efímero de la existencia. Por lo general dichas conversaciones resultan inverosímiles, alejadas de la realidad, a veces un tanto absurdas, siempre escépticas, sin porvenir. Es el estado de guerra.
Una novela, a mi modo de ver, prescindible, del autor. La intriga se muestra insuficiente. Desde luego que su prosa es reconocible, pero sus obsesiones no me atraen, particularmente a mí. Su prosa es impecable, pese a todo, reconocible.

La noche anterior había nevado. La nieve siempre le traía a la memoria las ilustraciones de un libro de cuentos. Bajo el manto nevado tiritaban pequeñas casas, y abajo el río arrastraba trozos de hielo. Más allá se alzaba la ciudad con sus palacios y aquel gran edificio coronado con una cúpula.

Hay ocasiones en que se describe una estancia, una habitación, que define a un hombre y su ambiente mucho mejor de lo que es capaz una cámara cinematográfica.

La estancia está caldeada, pues la calefacción en el ministerio funciona con diligencia. Se trata de un edificio antiguo; salas abovedadas, paredes gruesas. Más que un despacho, parece el salón de tertulias de una casa señorial. Junto a una pared, un tresillo estilo Biedermeier tapizado en seda amarilla. Encima cuelga el retrato del ministro, y en la pared de enfrente, un cuadro de pescadores en el Tisza, observados con seriedad por el ministro. Sobre el escritorio reina un orden escrupuloso. En un rincón un tiesto de hierro colocado en un soporte muestra vivaces plantas de un verde brillante. No, cuando termine la guerra ya no seré un hombre joven.

En sus inicios la novela se muestra soberbia, aunque luego se pierde en innecesarias circunvoluciones.

Poco después, la acompañan hasta un despacho y la puerta se cierra sordamente a su espalda, con ese silencio amortiguado que lo caracteriza todo en ese enorme edificio de atmósfera caldeada y casi monástica: allí incluso las máquinas de escribir teclean con menos furor, como si una ordenanza infinitamente compleja, un servilismo mudo y un tacto soberbio disciplinaran cada gesto, hasta el tableteo de las máquinas. En el umbral, la mujer permanece inmóvil, rígida, con la docilidad de una torpe colegiala que, tras un ejercicio de gimnasia, esperara permiso para relajar el cuerpo. Contra el vano de la gran puerta blanca, su esbelta figura parece más alta de lo que es.

Se pueden entresacar algunos titulares grandilocuentes, fin de la cultura europea, decadencia de la alta burguesía, rica, cosmopolita, que habla varios idiomas y que se siente igual de cómoda en un café de Amsterdam, París o Budapest. En definitiva, si le preguntáramos a Márai por sus novelas favoritas, no creo que nos hablara de esta.

jueves, 26 de diciembre de 2019

El buen soldado, (1915), Ford Madox Ford





Soy consciente de haber contado esta historia con muy poco orden, de manera que tal vez resulte difícil encontrar el camino, por lo que quizá no sea más que una especie de laberinto. No está en mi mano evitarlo. Me he atenido a la idea de que me encuentro en una casa de campo con un silencioso oyente que, entre las ráfagas de viento y los ruidos del lejano mar, va escuchando la historia a medida que brota de mis labios. Y cuando se analizan unas relaciones amorosas ―unas largas y tristes relaciones amorosas―, tan pronto se retrocede como se va hacia adelante. Al recordar de repente aspectos olvidados, se tiende a explicarlos con mayor minuciosidad porque se es consciente de que no se los mencionó en el sitio adecuado y de que, al omitirlos, quizá se haya dado una impresión falsa. Me consuelo pensando en que se trata de una historia verdadera y en que, después de todo, la mejor manera de contar una historia verdadera es hacerlo como quien se limita a contar una historia. Será entonces cuando parezca más auténtica.

Novela entretenida, correctamente escrita, pero que no me ha entusiasmado. De ahí que salga una reseña rudimentaria, diríase mejor una “huella de lectura”.
Dice la edición de cátedra en la contraportada que «Ha sido definida como un cuadro fracturado, deliberadamente subjetivo y ambiguo, una imagen que refleja el fin de una época y de una clase social, y que da expresión al escepticismo y nostalgia de su autor: “la historia más triste” y una obra cómica a la vez. Es también un ejercicio de estilo, un alarde de técnica en manos de un hábil prestidigitador.»
No hay que perder la perspectiva, principios del siglo XX. Imaginaba yo experimentos al estilo Joyce o Woolf, y nada que ver. Continuos flash back y un planteamiento moderno, pero luego me he encontrado con una novela que se lee bien, con un autor preocupado porque el lector le siga, porque se entretenga. Cierto que hay momentos de desconcierto, personajes que se nos escapan de las manos, pero el resultado es comprensible, una bagatela humorística para nada tan triste como hace prever su primera, y famosa, frase:

Esta es la historia más triste que jamás he oído.

Así que, no se arredre el lector ante tanto modernismo, porque la novela tiene mucho de clásico. Es más, las continuas intervenciones del narrador, en las cuales se dirige directamente a nosotros, los lectores, nos retrotraen más allá del siglo XIX.

El problema de las primeras impresiones siempre me ha preocupado mucho…, aunque de una manera muy teórica. Quiero decir que de cuando en cuando me he preguntado si era bueno o malo fiarse de las primeras impresiones en el trato con las personas.

Porque, ¿quién hay en este mundo que pueda garantizar la hombría de bien de nadie? ¿Es que hay alguien en este mundo que conozca el corazón de otra persona…, o el suyo propio? No quiero decir con esto que uno no pueda hacer una valoración aproximada de la forma en que cualquier hombre se comportará. Pero no se puede estar seguro en todos los casos de cómo reaccionará…, y hasta que eso se pueda hacer, una «reputación» no le sirve de nada a nadie.

El narrador, John Dowell, comparte protagonismo con su mujer y otra pareja de burgueses muy bien acomodados que se pasan la vida en un balneario. El mismo John Dowell se retrata a sí mismo como un estúpido, y ciertamente que pasa la mayor parte de su vida hundido en la más absurda inocencia con respecto a las relaciones de su esposa. Dada su posterior intuición, el lector puede llegar a plantearse si tamaña candidez ha podido ser real. Quizás esto carezca de importancia para el autor, dado el tono jocoso y sarcástico de la trama, y desde luego que no es óbice para servirnos en bandeja un cuadro de lo más gracioso relativo a las miserias humanas.
Cuando menos la novela nos ofrece, a través de una técnica depurada, giros continuos, matrimonios fracasados, adulterio, engaños, herencias, venganzas. No pocas notas he tomado durante su lectura.

Nadie me visita porque yo no visito a nadie. Nadie se interesa por mí, porque carezco de intereses.

Por ultimo destacar la figura casi mítica de Ford Madox Ford, conocido editor de revistas en las cuales dio a conocer el talento de grandes escritores como D.H. Lawrence o Ezra Pound. Asimismo, y por poner un ejemplo, trabajó mano a mano con Conrad durante casi 10 años, escribiendo libros a cuatro manos. En fin, que su biografía aparece entremezclada con la de muchos otros escritores que me importan, y ello supone motivo más que suficiente para abordar su lectura.

jueves, 5 de diciembre de 2019

Divorcio en Buda, (1935), Sándor Márai





 Esta novela la encuentro un tanto deslavazada. Quizás también que es el tercer libro seguido que leo del autor, quizás que la novela no encuentra un objetivo diáfano.
Comienza presentándonos al protagonista por medio de una anécdota, Kristóf Kömives es juez y se encuentra en su despacho ante un expediente de divorcio. Casualmente conoce a los dos divorciados, Imre Greiner y Anna Fazekas. Sin embargo dicha anécdota no vuelve a revelarse hasta el último tercio, o cuarto, de la novela, cien páginas después. Entretanto cien páginas que reflejan la vida del juez y protagonista absoluto de la novela, Kristóf Kömives. Juez, como lo fueron su padre y su abuelo. Lleva una vida sencilla y agradable, aunque extraordinariamente neutra, digamos que vacía. Se nos describe su trabajo, y con él su modo de vida, pues van unidos.

Desde el instante en que ocupó su puesto en el sillón reservado para él fue considerado un juez serio. No era severo ni campechano, sino más bien solemne; se refugiaba en ese comportamiento. Formulaba sus preguntas y sus veredictos mediante frases cortas e inequívocas, era siempre formal y distante. Ni la estupidez, ni la mala voluntad, ni la mentira conseguían alterar su actitud, y si lo hubiesen interrogado habría reconocido que cada día entraba en la sala con el mismo pánico del primer juicio… El miedo, el fervor, la solemnidad no disminuían con la práctica. Admiraba el carácter campechano, apasionado y severo de los jueces de edad avanzada, y le habría gustado imitarlos.

Los Kömives hacen siempre lo que se espera de ellos, nunca desean nada inapropiado, nada fuera de lugar, nada indeseable…

El ritmo es pausado. Se nos describe lentamente la atmósfera que envuelve la vida de la alta sociedad austrohúngara. La decadencia reside en los personajes al mismo tiempo que en la sociedad. No se trata de la desintegración del Imperio Austrohúngaro, se trata de la crisis de la sociedad europea en general, de la familia. Así lo veo yo. Quizás sucede en realidad que Sándor Márai impregna a todos sus personajes de una pátina de su propio escepticismo. No sé explicarlo con certeza. El escritor no nos ofrece tesis, solamente las reflexiones que destilan los personajes. Seguro que cualquiera escena lo explica mejor que yo.

Él, el hijo mayor, se sentía bien el colegio de curas y no echaba de menos su casa. Entre sus compañeros había muchos en una situación parecida: veían las vacaciones como un deber pesado y penoso; llegaban a sus casas con la cara larga para pasar la navidad o las vacaciones de verano y se apresuraban a volver antes de tiempo, contentos y felices, con la alegría del descanso merecido después de las fatigas de las semanas pasadas en el hogar y tan hastiados de festividades que se entusiasmaban con la idea de ponerse las pantuflas y poder relajarse en el seno de esa familia del internado más amplia, extraña y sin embargo más íntima, entre sus educadores y compañeros.
Kristóf no era el único que había encontrado un hogar en el internado. Ese hogar no ofrecía el calor de una familia, pero brindaba un ambiente tibio, de calefacción central, donde los niños nunca sentían el calor suficiente, pero tampoco pasaban frío. Muchos volvían de sus casas temblando y necesitaban semanas enteras para sentirse seguros de nuevo, para comprobar que pertenecían a algún lugar, a una pequeña comunidad donde el carácter y la capacidad determinaban el puesto en la jerarquía. Durante semanas, sentían gravitar sobre sus cabezas el ambiente familiar, la excitación del regreso, la inseguridad que se apoderaba de ellos en sus casas, el reflejo de sus miedos y sus envidias. La mayoría de aquellos niños provenían de familias rotas y sin afecto. Debía de existir otra clase de familias, puesto que entre los externos había niños equilibrados, serenos y felices de los que emanaba una inocencia pueril.

El caso que Sándor Márai vuelve a su línea y nos describe la vida de sus personajes, como si fuera ese fin el motivo de la anécdota del divorcio. Insisto, solamente vuelve a aparecer dicha excusa al final de la novela, durante el último cuarto. Encuentro a Márai un tanto maniatado, forzado, o tal vez lo que sucede que el personaje protagonista resulta un tanto irreal. No he llegado a creérmelo. Es más, estaba esperando que se desatara en él alguna incertidumbre, la locura incluso.
Márai ha dejado los paisajes rurales para describir la gran ciudad, Budapest, aunque el majestuoso barrio del castillo se contrapone a la ciudad nueva, de hormigón, así que nos mantenemos en un ambiente tranquilo, casi rural.

Insisto. El narrador se regodea, quizás en demasía, alrededor de la vida de Kristóf Kömives. Incluso diríase que el personaje vive como ensimismado, como si la nebulosa de un sueño le impidiera ver la realidad. No sé si esta sensación es pretendida por el autor o es más bien una dificultad con la que se encuentra.
Un buen día Kristóf Kömives regresa a casa después de una reunión social y se encuentra con el disgusto de que Imre Greiner, el cual estaba incurso en la causa de divorcio, su amigo de la infancia, uno entre tantos, le espera en su casa. Con esta irrupción se añade intriga a la trama, a mi modo de ver insuficiente para lo que nos tiene acostumbrados.
Nuestro ordenado Kömives se encuentra fuera de lugar.

La vida, a veces, es contraria al procedimiento judicial, piensa malhumorado, y con el ceño fruncido contempla esa «vida irregular» que ha irrumpido en su estudio en mitad de la noche y ha originado un juicio contra toda norma, contra todo procedimiento.

De manera indirecta aparece ahora Anna Fazekas.

En aquel tiempo también volvió a ver alguna vez a Anna Fazekas. La joven tenía un cuerpo espléndido, quizá hasta era bella… ¿Bella?

El discurso del nuevo personaje, Imre Greiner, no tiene desperdicio. Es un largo monólogo, lleno de interés, de temas interesantes que son desarrollados puntillosamente. Aquí sí veo bien a Sándor Márai, pero a mi modo de ver llega tarde, ajeno al extenso relato de la vida de Kömives.

No hay cosa más difícil en este mundo que ayudar a alguien. Ves únicamente que una persona que quieres o que es importante para ti se dirige a un precipicio, que actúa en contra de sus intereses, que se vuelve loca o triste, que se atormenta, que no puede más, que está a punto de caerse…, y tú corres hacia ella, te gustaría ayudarla y de golpe te das cuenta de que no es posible. ¿Acaso eres débil? ¿No sirves para ello? ¿No eres lo bastante bueno, lo bastante sincero, lo bastante abnegado, apasionado y humilde? Claro, nunca somos lo bastante… pero aunque fueras un profeta con poderes sobrenaturales y hablaras el idioma de los apóstoles, tampoco bastaría… No se puede ayudar a nadie porque el «interés» de los hombres no es lo mismo que lo que es bueno o es lógico. Quizá necesitemos el dolor. Quizá necesitemos aquello que, según todos los síntomas, es contrario a nuestros intereses. No existe nada más complicado que determinar los intereses de un ser humano…

La resolución de la novela es un tanto descabellada, ¿onírica? Imre Greiner asedia a nuestro protagonista, Kristóf Kömives, con una pregunta que se repite en formas variadas:

¿Has soñado con ella?... ¿Has soñado con Anna durante estos últimos años?...

Va más allá incluso en el interrogatorio:

¿Ha ocurrido, durante estos diez años y tres meses, que alguna vez, mientras mantenías relaciones con alguien…, me refiero a relaciones físicas…, hayas visto con claridad el rostro de Anna?

En resumidas cuentas, siento una falta de coherencia. A mi modo de ver el nivel de esta novela es menor en comparación a las otras que he leído. Quizás he llegado al final de la novela un tanto cansado, y este final constituye precisamente la clave, donde se pueden encontrar las obsesiones que empujan a Sándor Márai a escribir.