Dice
la Wikipedia que un crítico francés especialista en literatura rusa acuñó la
frase: “Todos hemos salido de El capote de Gógol”, y que la frase se popularizó
hasta tal punto (mundo kafkiano) que ha terminado por atribuírsele,
equivocadamente, a Dostoievski. No sé, en un rudimentario manual de literatura
que poseo sí se atribuye a Dostoievski. Salir de dudas tampoco me parece
trascendente; quedémonos con la vacuidad de las grandes conclusiones. En todo
caso, saquemos “la navaja de Ockham” y quedémonos con la conclusión más sencilla.
Después de una primera lectura me atrevo a decir que sería más acertado, aunque
menos atractivo, decir, que todos venimos de las novelas peterburguesas de
Gógol. Otros relatos como La avenida del Nevá o La nariz, están a la misma
altura en cuanto a calidad pero al mismo tiempo comparten el mismo marco urbano
y similares líneas estilísticas y temáticas. Está la ciudad de San Petersburgo,
la sátira, la función de escaparate social que ejercen las principales vías
públicas, la mezquina e ineficaz burocracia, las ambiciones estúpidas, la
miseria económica y moral del pueblo, un fresco de la ciudad de San Petersburgo
del período. Está también el narrador directo que se dirige a nosotros con
libertad y con permanente ironía. Los personajes nos confiesan sus pesadillas,
sus fantasías más innombrables. Su prosa es moderna, fácilmente entendible, ora
realista, ora romántica. No en vano se ha dado en calificar como “Gogolesca” a
la mirada del maestro. A mi modo de ver su mirada debería haber disfrutado de
una mayor trascendencia, o quizás sucede que me ha costado descubrir a Gógol.
Un
pobre funcionario despreciado por todos y que ha perdido prácticamente hasta la
capacidad para pensar por sí mismo, despierta nuestra piedad.
Únicamente
cuando una broma excesiva, cuando le pegaban en el codo impidiéndole proseguir
su faena, decía: «Déjenme. ¿Por qué me
tratan así?» Y había algo singular en estas palabras y en la entonación, algo
que movía a piedad, porque un joven, recién ingresado en el cuerpo y que,
siguiendo el ejemplo de los demás, se permitió también burlarse de Akaki
Akákievich, se detuvo de pronto como herido por el rayo al oírlo y, a partir de
entonces, todo pareció cambiar a sus ojos y se le reveló bajo otro aspecto.
Cierta fuerza sobrenatural lo apartó de los colegas con quienes se había
relacionado tomándolos por hombres correctos y de mundo. Y durante mucho tiempo
le sucedió luego, aun en los momentos de mayor solar, representarse de pronto
al funcionario bajito con su calva y sus desgarrador «Déjenme.
¿Por qué me tratan así?», palabras detrás de las cuales escuchaba:
«soy hermano tuyo».
La
trama despega cuando nuestro pobre funcionario se ve en la necesidad de comprarse
un capote nuevo. Es magistral cómo Gógol alude a nuestra piedad a través de un
personaje que pisa la calle de puntillas para no gastar la suela, que vive a
oscuras para ahorrar vela, o que se quita la ropa nada más llegar a casa para
no mancharla innecesariamente. En este mundo tan triste la necesidad de
adquirir un nuevo capote adquiere las más elevadas dimensiones. Por un instante
su vida cobra sentido.
Akaki
Akákievich tenía la costumbre de guardar, por cada rublo que gastaba, medio
kope, en un cofrecillo cerrado con llave y provisto de una ranura en la tapa
para echar el dinero. Al final de cada semestre, recontaba la suma reunida en
calderilla y la sustituía por moneditas de plata. Así lo había hecho durante
largo tiempo y, al cabo de varios años, la cantidad reunida rebasaba los
cuarenta rublos. Así pues, la mitad estaba en sus manos; pero ¿dónde obtener la
otra mitad? ¿De dónde sacar cuarenta rublos más? A fuerza de cavilar, Akaki
Akákievich llegó a la conclusión de que habría de reducir los gastos corrientes
durante un año por lo menos: renunciar a la cena y a la luz de las noches y, en
caso de que tuviera algún trabajo, ir al cuarto de la patrona y hacerlo a la
luz de su vela: al andar por la calle, pisar con la suavidad y la precaución
máximas, casi de puntillas, en las piedras y las losas, para no desgastar
prematuramente las suelas, dar la ropa a lavar con la menor frecuencia posible
y, para que durase más, quitársela en cuanto llegara a casa, cubriéndose sólo
con un añoso batín de semialgodón al que ni siquiera el tiempo había maltratado
en exceso. A decir verdad, al principio le costó un poco acostumbrarse a estas
privaciones, pero luego se hizo a ellas y todo marchó normalmente. Incluso se
habituó a pasar hambre por las noches, pues, en cambio, se alimentaba
espiritualmente acariciando en sus pensamientos la idea perenne del futuro
capote.
Adquirido
el nuevo y flamante capote, su vida parece recobrar el sentido, y sin embargo
sucede todo lo contrario porque unos ladrones le roban el capote. Surge
entonces en nuestro querido protagonista un sentimiento de protesta, de
injusticia, que le lleva a levantar la voz por primera vez en su vida. No digo
más, para que os dignéis leer al maestro. Tampoco os detengáis en el argumento.
Se trata de uno de los relatos más afamados de la historia de la literatura
universal. Según reza la Wikipedia Nabokov consideró El capote, junto con La
metamorfosis de Kafka, la única novela sin fisuras de la literatura universal.
Para gustos los colores.