lunes, 25 de marzo de 2019

La metamorfosis (1915), de Frank Kafka





 A la hora de iniciar la lectura de novelas como la presente la prioridad es llevar a cabo una buena limpieza de prejuicios. A mi manera de ver se le ha sacado demasiada punta a su obra y es imprescindible despojarse de toda la vestimenta propia de la crítica literaria. Su obra es más sencilla de lo que nos quieren hacer creer todos esos personajillos kafkianos que comen de la Administración y que pueblan la novelística de Kafka. Su mundo es muy particular, el de un hombre que se interroga sobre sí mismo. Probablemente le cuesta explicarse, o prefiere no hacerlo y se decanta por el sueño y la fantasía. Aunque refleja la realidad cotidiana, se nos presenta ésta a través de la mirada particular de un personaje protagonista. Los cuentos peterburgueses de Gógol horadaron antes el camino; es de suponer que Kafka los leyó para labrar luego su propio camino.
Pero que la fama de Kafka no obnubile nuestro entendimiento. Se trata esta (desde mi punto de vista y desde el general) de su mejor obra, la más compacta y lograda, pero vengo de leer otras obras del maestro así como de picotear aquí o allá entre las arenas movedizas de la crítica literaria, y no quiero dejar pasar la oportunidad de expresar mi asombro. He leído críticas (que provienen de altos escalafones de la universidad) que hablan de fragmentos incompletos de la obra de Kafka de la misma manera que un aficionadillo pudiera hablar de las profecías de Nostradamus. Yo me he enfrentado desarmado y en solitario a la obra de Kafka y a menudo he dudado, he estado tentado de pensar que no he sido capaz de entender aquello que Kafka me quiere comunicar. Pero no me he dejado engañar por fuegos fatuos. Nuestros más adorados escritores, los más grandes de entre los grandes no han necesitado de terceras lecturas para darse a entender al mismo tiempo que nos entretenían de las cuitas de este mundo, desde Cervantes a Cormac McCarthy han logrado llevarnos en volandas por los mágicos caminos de la lectura. También lo consigue Kafka, pero ni mucho menos meto en el mismo saco toda su obra. Que un escritor logre escribir una sola obra maestra ya lo sitúa entre los grandes, pero ello no quiere decir por extensión que todo su trabajo goce del mismo estatus. Kafka, como los demás, tiene obras muy buenas y otras no tanto. Para apoyar mi opinión no te olvides, estimado lector, de la última voluntad de Kafka con respecto a sus escritos. A veces pienso que al criticar la obra de los grandes maestros corro el peligro de convertirme en el protagonista perseguido de alguna de sus novelas.

La metamorfosis, qué duda cabe, una obra maestra que basta por sí sola para situar a Kafka entre los más grandes.
Una prosa sin florituras, ¿para qué?, un comienzo sin fuegos artificiales, sin adornos que distraigan la atención. De hecho solo Gregorio Samsa se ha transformado mientras que el mundo sigue su curso, disfrutamos del clima propio de la estación, conocemos su cuarto, su familia. Como sucede en los relatos de Gógol todo transcurre con normalidad a excepción de una pequeña irregularidad que nos llena de asombro y que permite al escritor mirar de soslayo la realidad.
El ojo atento puede ver que Kafka resuelve con soltura problemillas sin importancia como el porqué de dormir con la puerta cerrada:

―Abre, Gregorio; te lo suplico.
En lo cual no pensaba Gregorio, ni mucho menos, felicitándose, por el contrario, de aquella precaución suya ―hábito contraído en los viajes― de encerrarse en su cuarto por la noche, aún en su propia casa.

Aunque parezca un detalle sin importancia a mí me ha llamado poderosamente la atención, me ha recordado que Kafka está ahí, que me ha cogido de la mano para mostrarme su obsesión. El escritor trata de envolvernos en su “real fantasía”. Imagina que todo ha sido una pesadilla grotesca pero la realidad de su nuevo estado se hace presente a través de las novedades físicas:

Al punto se sintió, por primera vez en aquel día, invadido por un verdadero bienestar, las patitas, apoyadas en el suelo, le obedecían perfectamente…

Cuando la familia de Gregorio descubre su nuevo aspecto se inicia un verdadero drama. La puerta otra vez un símbolo.

Pero no se percibió ningún portazo. Debieron de dejar la puerta abierta, como suele suceder en las casas en donde ha ocurrido una desgracia.

Llegamos a la mitad del corto relato y probablemente al núcleo de la historia. ¿Hay algo más importante que las reacciones de los familiares, de su padre, su madre y su hermana? Aquí se abre un campo abonado para la crítica, judaísmo, homosexualidad, introversión… La verdad que es tremendo el abanico de posibilidades, y lo más asombroso es que cualquiera de las causas de la transformación es válida.
Sea lo que sea, da igual, lo importante, el núcleo de esta novela está en el asco, el desprecio que sienten hacia él los demás personajes, su familia, los vecinos, los extraños. Es el rechazo el asunto central, más que las reacciones del propio protagonista. Fijaos en la reacción de su propia madre:

¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío!
Y se desplomó sobre el sofá, con los brazos extendidos, cual si todas sus fuerzas la abandonasen, quedando allí sin movimiento.

Y en la de su ser más querido, su hermana:

Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano; y, por tanto, sólo diré esto: es forzoso intentar librarnos de él. Hemos hecho cuanto era humanamente posible para cuidarle y tolerarle, y no creo que nadie pueda, por tanto, hacernos el más leve reproche.

Realmente no hay culpables, ¿acaso la culpa no es otra cosa que un concepto humano? Se trata de una desgracia sobrevenida. Gregorio sacrificó su vida, su trabajo, su bienestar, para contribuir a mejorar el estatus de su familia. No hay rencor, solamente resignación. Gregorio Samsa se resigna, no se rebela, y los demás se resignan también a vivir con el extraño bicho. Es el imperativo social.

Aquella grave herida, de la cual tardó más de un mes en curar ―nadie se atrevió a quitarle la manzana, que así quedó empotrada en su carne, cual visible testimonio de lo ocurrido―, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, pese a lo triste y repulsivo de su forma actual, era un miembro de la familia, a quien no se debía tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, guardar todos los respetos, y que era un elemental deber de familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse. Resignarse y nada más.

Es curioso cómo Gregorio, en esta situación de manifiesta debilidad, incluso siente compasión por los suyos porque ha quedado impedido para ganar el dinero suficiente para su manutención. La autoculpa y la resignación son respuestas muy humanas a la desgracia, ante las cuales Kafka se rebela, a todas luces, en su escritura.
En esta dolorosa situación, la familia siente un miedo visceral al qué dirán. La sociedad queda definida perfectamente en unas pocas pinceladas. Una mudanza nos pone perfectamente en situación:

No; lo que detenía principalmente a la familia, en aquel trance de mudanza, era la desesperación que ello le infundía al tener que concretar la idea de que había sido azotada por una desgracia, inaudita hasta entonces en todo el círculo de sus parientes y conocidos.

En definitiva Kafka nos muestra un cuadro interior desgarrador, sí, pero también consciente y revelador. Esto no quiere decir que cuando veamos una foto de Kafka tengamos que hacernos a la idea de que estamos ante el ejemplo de hombre desgraciado. También los hombres de vida insulsa sufren de agobios y otras asfixias. Sus libros probablemente supusieron para él un alivio emocional; le sirvieron para conocerse mejor, para entender su situación y sobrellevarla. Por mi parte no me queda otra que agradecerle desde aquí tal despilfarro emocional. Qué mejor homenaje al escritor que una lectura atenta y con la sana intención de desterrar al prejuicio (se consiga o no).

miércoles, 13 de marzo de 2019

Tonio Kröger (1903), Thomas Mann




La edición de la editorial DE CONATUS, y su colección Cuadernos de lectura creativa me ha sorprendido por su calidad, por su rareza. Encaja a la perfección con la filosofía de este humilde blog. Teoriza, con tino, sobre la lectura:


«Podemos leer un libro para entretenernos, relajarnos, para desconectar. En ese caso no tenemos que ser creativos. Pero el interés de la lectura es exactamente el contrario: salir de uno mismo para conectar con mundos completamente ajenos y volver al nuestro para verlo desde esa nueva mirada que hemos adquirido.

Este tipo de lectura es necesariamente creativa porque salir de uno mismo para conectar con algo completamente diferente exige creatividad. El concepto de creatividad se usa mucho, pero no sabemos muy bien qué quiere decir. Parece que ser creativo es algo que se puede aprender, pero no es así exactamente. Nadie puede ser creativo si no necesita serlo. Lo más importante para ser creativos es ponernos en situación.»



«La creatividad surge desde un estado de cierta incomodidad: si creo que todo está bien y no es necesario cambiar nada, no tengo la necesidad de ser creativo. La creatividad no es un adorno, es una herramienta para encontrar algo mejor. Y surge de una necesidad emocional y existencial que nos lleva a una búsqueda de las lógicas de la condición humana. Emerge de un querer conocernos y entender el mundo, no de un deseo de pasar el tiempo y desconectar. La literatura, precisamente, es un ingenio de conexión con la realidad, a través de esa invención podemos conocerla un poco más y entender cuál es nuestra posición dentro de ella.»


Subrayados y negritas son de la misma editorial. Insisto, un ejercicio crítico claro, conciso, extremadamente agudo.


«El impulso de escribir no viene del deseo de crear algo bonito, sino de una necesidad de entender y de sacar a la luz aquellos aspectos de la sociedad que no permiten a sus miembros desarrollarse. La belleza llega como consecuencia del texto cumplido.»


Podría aportar más fragmentos pero aliento al lector a acercarse al texto introductorio de Silvia Bardelás, unas pocas páginas, una auténtica joya. También digno de interés el análisis crítico de la novela que se hace al final del texto, pero en este momento cierro el libro y retomo mis notas para elaborar mi propia opinión, a bote pronto, y destacar aquellos aspectos en los que yo, como lector ¿crítico y creativo?, me he detenido. Eso que yo trato de comunicar en cada reseña, DE CONATUS lo sabe expresar mejor:

Thomas Mann (1884)
«No se trata de señalar: aquí el autor hace esto y este recurso se llama de tal manera. Este recorrido es personal. Lo que se pretende es poner el foco de atención en decisiones importantes del autor y plantearnos por qué las ha tomado al hilo de lo que ya hemos leído hasta entonces. No hay una lectura cerrada que se pueda resumir en una oración, sino que nos encontramos ante una lectura descubierta de forma intuitiva, una especie de encuentro de todos los recursos que hemos visto, de todos los sentidos que hemos planteado y de todas las preguntas que nos han surgido».

Quizás tanto acervo crítico haya obnubilado mi entendimiento, a modo de árboles que impiden ver el bosque. Cierto que la novela contiene muchos aspectos evaluables, pero mi lectura (al igual que la tuya) es única, y esta novela quedará pendiente de posteriores relecturas.

A la lectura de esta pequeña nouvelle me ha acompañado en todo momento el recuerdo de Los Buddenbrook. Los genios lo son por hablar de sí mismos, la gelatinosa materia que conocen mejor.

Durante los primeros capítulos también tenía en mente otros bildungsroman como Bajo las ruedas o Las tribulaciones del estudiante Torless, pero repentinamente Mann nos empuja hacia adelante y el protagonista adolescente se convierte en un hombre hecho y derecho que todavía se debate en las mismas incertidumbres.

El adolescente Tonio Kröger no quiere ser como es.

No pocas veces pensaba también: ¿por qué seré tan particular, en discordancia con todo, a malas con los profesores y como un extraño entre los demás chicos? Míralos, a los buenos estudiantes y a los de fundada mediocridad. Los profesores no los tachan de raros, y ellos tampoco hacen versos y solo piensan en las cosas normales que piensa todo el mundo y se pueden decir en voz alta. Se sentirán en perfecto orden y de acuerdo con todo y todos… Eso tiene que ser bueno necesariamente… Pero ¿qué hay de mí y cómo y adónde irá a parar esto?



Es más, en todos los aspectos había algo fuera de lo común en él, lo quisiera o no, y siempre estaba solo y al margen de lo habitual y del orden normal, por más que no fuera ningún gitano en un carromato verde…

            Tonio Kröger preferiría ser como su amigo Hans Hansen:

¡Quién tuviera unos ojos azules así, pensaba, y quién viviera tan de acuerdo y en tan feliz armonía con todo el mundo como tú! Siempre estás ocupado en algo perfectamente digno y respetado por todos…

El adulto Tonio Kröger ha alcanzado su gran anhelo, el triunfo como artista, ¿la solución a sus incertidumbres? Negativo. ¿Ser un artista, un intelectual, es un don o una maldición? Nada hay tan valioso, nada ofrece una felicidad comparable al encaje en la sociedad de una manera natural.

…sientes la marca de tu frente y notas que a nadie le pasa desapercibida.

Le digo que a veces me muero del cansancio de representar lo humano sin ser partícipe de lo humano.

…un «don» harto cuestionable y ligado a unas condiciones terribles…

¿Y acaso comprenderlo todo significa perdonarlo todo? Yo no lo sé. Hay una cosa que yo llamo asco ante el conocimiento.

No: la «vida» en tanto que eterno polo opuesto del espíritu y del arte no se nos presenta a los que somos seres fuera de lo común como una visión de sangrante grandeza y belleza desatada, como algo fuera de lo común, sino que el reino de nuestros anhelos es la vida normal, tan decorosa y agradablemente corriente, la vida en su seductora banalidad. No puede llamarse artista verdadero, querida mía, a quien alberga como sueño último lo excéntrico, lo exquisito y lo satánico, a quien no conoce el anhelo de lo más común, sencillo y vivo sin más, de un poco de amistad, entrega, confianza y felicidad humana…

Y si acaso nos quedaran dudas, Mann se las ingenia (como lo hiciera Cervantes en los mágicos, por increíbles, encuentros en las fondas) para que Tonio Kröger se reencuentre con sus fantasmas, con su tierra, con sus envidiados amigos de la infancia, para contrastar el sentido de su propia vida con la de ellos:

¡Quién fuera como tú! ¡Quién pudiera empezar de nuevo, crecer igual que tú, bien formado, alegre y sencillo, seguidor de la norma y del orden y en consonancia con Dios y con el mundo, ser amado por la gente inofensiva y feliz…, tomarte como esposa, Ingeborg Hom, para tener un hijo como tú, Han Hansen…, vivir libre de la maldición del conocimiento y del tormento de la creación, amar y alabar con dichosa normalidad! ¿Empezar de nuevo? Pero no serviría de nada… Volvería a ser todo igual. Todo volvería a suceder exactamente como la primera vez. Pues muchos se descarrían sin remisión, porque lo que sucede es que para ellos no hay un camino recto.

Tonio es un hombre derrotado, desde el primer párrafo hasta el último, un hombre desilusionado y hastiado. La causa obvia es la falta de integración en la sociedad. Sobre estas carencias se interroga Mann, obviamente porque trata de corregirlas. Escoge el camino para el cual ha sido destinado, el camino del arte, ¿un camino equivocado? El destino, una vez más el destino ocupa toda la escena, la herencia genética y la herencia social a partes iguales quedan expuestas, y sirva como ejemplo el párrafo anterior.

Seguramente, lector, que este tema te suena de muchas otras novelas, pero el enfoque de Mann es único en su penetración. La vida se debate contra el arte en un combate desequilibrado y absurdo. Es un canto a la búsqueda, a la necesidad de integración social. No busques respuestas, pues no las hay. Cada cual labra su camino y el de Mann termina humildemente en la resignación. Las respuestas se hallan en los tratados de autoayuda, aquí solamente encontrarás un campo arado para la reflexión.

lunes, 4 de marzo de 2019

Lolita (1955), de Vladimir Nabokov






Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.

Varias ideas clave me han rondado durante la emocionante lectura de esta obra maestra. La primera obvia, la identificación entre Nabokov y el personaje protagonista, Humbert, que no Lolita, porque Humbert escribe en modo autobiográfico y es su vida la que ocupa toda la novela. Lolita es tan solo su idealizada “nínfula”, Humbert su esclavo. Para los que lean esta novela y piensen que para escribirla se tiene que ser necesariamente pederasta, tendrán también que considerar que para escribir La defensa se tiene que ser necesariamente un genio del ajedrez, y Nabokov no pasa de ser un gran aficionado. Por si no lo saben, La defensa es la mejor novela que he leído (y dudo que leeré algo que se le arrime) sobre el fabuloso juego del ajedrez.
En mi cuidada edición de Círculo de Lectores, Biblioteca de Plata, hay unos apéndices que no tienen desperdicio para entender la construcción interna de la novela. Al parecer (20 años antes) Nabokov hizo un esbozo de la novela ambientado en Europa.

La segunda idea clave, agarrar una obsesión y llevarla hasta sus últimas consecuencias. El tratamiento de la pederastia no se queda ni mucho menos en la superficie; muy al contrario, a lo largo de sus páginas se ve analizado en toda su extensión y profundidad.

Las hembras humanas que me era permitido utilizar no servían sino como agentes paliativos. Estoy dispuesto a creer que las sensaciones provocadas en mí por la fornicación natural eran muy semejantes a las conocidas por los grandes machos normales ayuntados con sus grandes cónyuges normales en ese ritmo que sacude el mundo. Lo malo era que esos caballeros no habían tenido vislumbres de un deleite incomparablemente más punzante, y yo sí… La más turbia de mis poluciones era mil veces más deslumbrante que todo el adulterio imaginado por el escritor de genio más viril o por el impotente más talentoso. Mi mundo estaba escindido. Yo percibía dos sexos, y no uno; y ninguno de los dos era mío.
 
En nuestra era de las luces no estamos rodeados de pequeñas bellezas esclavas que pueden recogerse al azar, entre los negocios y el baño, como solía hacerse en días de los romanos. Y no usamos, como los orientales en tiempos más lujosos, a menudas anfitrionas antes, después y entre el cordero y el sorbete de rosas. Lo esencial es que el antiguo vínculo entre el mundo adulto y el mundo infantil ha sido escindido en nuestros días por nuevas costumbres y nuevas leyes.

El protagonista nos puede parecer un demonio. El mismo Humbert trata de justificarse; incluso hay un tratamiento de su mal considerado como manifiesta locura. No sé, pueden ustedes comparar con aquellos que hoy en día están siendo descubiertos bajo el traje del santo magisterio de la Iglesia. A mí personalmente Humbert no me ha causado repulsión.

¡No somos demonios sexuales! ¡No violamos como los buenos soldados! Somos caballeros tristes, suaves, con ojos de perro, lo suficientemente bien integrados como para controlar nuestra ansiedad en presencia de adultos, pero dispuestos a dar años y años de vida por una ola oportunidad de tocar una nínfula. Hay que remarcarlo: no somos asesinos. Los poetas nunca matan.

Y por último, como tercera idea clave, está la diferenciación entre continente y contenido. Yo siempre priorizo el contenido sobre el continente. Me interesa más lo que hay en el interior del frasco que el frasco propiamente dicho, pero en el caso de Nabokov destacan ambos por igual. Doy por descontado que os habéis dado cuenta de qué Nabokov tiene algo que decir. Al mismo tiempo su lenguaje es elegante, sutil hasta el extremo, barroco. Hay que tener en cuenta que Nabokov disfrutó en su infancia y juventud de las envidiables condiciones que significaban pertenecer a la aristocracia rusa, en su caso niñeras y maestros que le regalaron el dominio de varias lenguas, inglés incluido. En 1917 llega el exilio y las estancias en diversos países europeos hasta llegar a los Estados Unidos de América. El mismo Nabokov nos lo cuenta:

Mi tragedia privada, que no puede ni debe, en verdad, interesar a nadie, es que he debido abandonar mi idioma natural, mi libre, rica, infinitamente libre lengua rusa, por un inglés mediocre, desprovisto de todos esos aparatos ―el espejo falaz, el telón de terciopelo negro, las asociaciones y transiciones implícitas― que el ilusionista nativo, agitando las colas de su frac, puede emplear mágicamente para trascender a su manera la herencia común.

No me cabe duda de que próximas relecturas me ofrecerán caminos inexplorados. Críticos hay que han puesto el acento en la descripción de los Estados Unidos, y no les falta razón. La segunda parte de la novela comienza con una estremecedora descripción del viaje de Humbert con su nínfula a través del enrevesado complejo de moteles, gasolineras y atracciones locales de un país sin historia ni complejos. Ciertamente Lolita admite otras lecturas. Cada lector hará la suya si es que logra introducirse y disfrutar de tan exuberante propuesta. No puedo cerrar este breve comentario sin dar por sentado que Nabokov envejecerá bien.