lunes, 28 de noviembre de 2016

Las tribulaciones del estudiante Torless, de Robert Musil (1906).







Hace años esquivé la lectura de El hombre sin atributos y si no me equivoco di a parar con Tres mujeres, que me agradó. Ahora me ha vuelto a pasar, y la verdad que sigo sin energías para afrontar aquello que vine a hacer. No sé por qué pero temo, intuyo, que esa novela tan renombrada no va a tratarse precisamente de una lectura cómoda.
 
No encuentro en Musil tantos puntos de contacto como pude encontrar, por poner un ejemplo, en Herman Hesse. No alcanza, a mi modo de ver, Musil, la categoría de Hesse, no solo por su profundidad sino también por la sutileza de su prosa. Desde luego que está ahí, en ese estilo que, desde mi limitadísimo punto de vista, es característico de la primera mitad del siglo XX centroeuropeo. Hay mucha introspección, una afanada búsqueda de respuestas filosóficas que expliquen ese caos moderno que se da en llamar sociedad de masas. Me ha hecho gracia el primer contacto con Kant de nuestro protagonista. Aquí sí me he sentido identificado con él por completo:



Pero ya el día siguiente le trajo una gran decepción. Aquella mañana, Törless había comprado un ejemplar de la obra que había visto en casa del profesor y aprovechó el primer recreo largo para comenzar a leer. Pronto comprobó que no entendía palabra de lo que estaba encerrado entre paréntesis y de lo que decían las notas de pie de página, y por más que seguía concienzudamente con los ojos las oraciones, tenía la sensación de que una mano vieja huesuda le revolviera el cerebro y le introdujera en él un tornillo.

Cuando al cabo de una media hora, ya agotado, levantó la vista, no había pasado de la segunda página y el sudor perlaba su frente.



La trama es sencilla, el joven Törless entra en un prestigioso Instituto del Imperio Austrohúngaro y naturalmente que sufre una conmoción interior. No hay un desarrollo lineal de acontecimientos, nada que ver con el típico bildungsroman porque la novela se centra en narrar un período concreto, difuso, de la estancia de nuestro protagonista en el Instituto. El joven Törless sufre unas vivencias especialmente convulsas como consecuencia de las compañías que frecuenta. Dos muchachos, Beineberg y Reiting, eclipsan con su fuerte carácter al resto. Los tres forman un triángulo cerrado, tres caminos destinados a bifurcarse. El conflicto surge cuando otro muchacho es sorprendido en un robo. Beineberg y Reiting aprovecharán las debilidades del ladrón, Basini, para desatar en él toda la crueldad que llevan dentro. Los motivos que llevan al sadismo darían mucho de qué hablar, la homosexualidad late en cada uno de los muchachos. Nuestro protagonista se bate entre el deseo y la moralidad de sus actos. El poder que otorga el dominio sobre el otro es el móvil, el refugio las matemáticas:



¿No es acaso como un puente que sólo tiene pilares a una y a otra orilla, y que, a pesar de ello puede uno atravesar como si tuviera pilares en todo el recorrido? Operaciones de esa naturaleza me dan vértigo. Son como un trozo de camino que va sabe Dios adónde. Pero lo que me parece realmente inquietante es la fuerza que hay en esas operaciones y el hecho de que uno pueda llegar con seguridad al otro lado.



No hay mucho más que contar, los muchachos atraviesan llenos de dudas ese páramo rodeado de paisajes espléndidos en que consiste la adolescencia. Quizás no sea otro el núcleo de esta historia. Probablemente vosotros sacáis conclusiones diferentes a las mías.



Los muchachos muy jóvenes, una vez pasado el período en que quieren ser cocheros, jardineros o confiteros, suelen abrazar con la fantasía aquellas profesiones que parecen ofrecer a su ambición la mejor posibilidad de sobresalir y distinguirse. Cuando dicen que quieren ser médicos, ello significa que alguna vez vieron un bonito consultorio atestado de pacientes o una vitrina con curiosos instrumentos quirúrgicos, o cosa semejante. Si hablan de la carrera diplomática, piensan en el brillo y en la distinción de los salones internacionales. En suma, que eligen su profesión según el medio en que les gustaría verse y según la pose que más les agradaría adoptar.


miércoles, 23 de noviembre de 2016

Denis Diderot, Jacques el fatalista (1796)




          A menudo oigo comentarios del tipo «esta novela no ha soportado bien el paso del tiempo». Nada he oído acerca de esta en concreto pero será porque no la conoce ni Dios. Los oí, no hace mucho tiempo, de la novela de Stevenson, Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, y en cambio a mí me parece que se trata de la novela perfecta para un club de lectura por lo mucho que puede dar de qué hablar. El tema de la perdurabilidad es una cuestión de perspectiva. Desde luego que hoy en día se escriben novelas como churros y pasado un año ya han perdido todo el interés, y no hablo de auto publicaciones sino de flamantes tapa dura que ocupan el espacio de los escaparates.
No hay un tema central en esta novela, aunque ronda aquí y allá el tema del destino en contraposición con el libre albedrío, apostando contra este último. Si yo llegué a ella fue a partir de la sátira de Laurence Sterne, y qué duda cabe que, en su tiempo, ambos fueron los que llevaron a la propia novela de las riendas, pues Jacques el fatalista o La vida y opiniones del caballero Tristam Shandy tuvieron parte fundamental en la génesis del género literario por excelencia. Desde luego que Diderot no encuentra límites técnicos a su narración, lo mismo dialoga con el lector que pone a dialogar a sus personajes entre sí con el formato propio de la dramaturgia. Lo que pasa que Diderot ha permanecido mucho tiempo en el olvido. Lo estuvo en el de sus contemporáneos debido a la censura y después ha trascendido sobre todo en su faceta como enciclopedista. Solamente por compensar la censura ya merece la pena darle una oportunidad.
Me veo, pues, en la obligación de insistir, Jacques el fatalista es una novela genial, y a mí no se me ha hecho en absoluto aburrida sino todo lo contrario. Continuadora directa de El Quijote y la novela picaresca, narra el viaje de amo y criado desvergonzado, Jacques, y al tiempo que nos define a ambos personajes traza una tremenda sátira contra la sociedad de su tiempo sin dejar títere con cabeza. Rápidamente se hace uno cargo del estilo de Diderot, maestro de la ambigüedad, que nos hace cómplices y nos previene de tomar aquello que nos cuenta al pie de la letra. He aquí una buena muestra de lo que ofrece.

¿Debo recordaros la anécdota de Esopo? Su amo, Jantipo, le dijo una tarde de verano o de invierno, ya que los griegos se bañaban en todas las estaciones: «Esopo, ve a los baños; si no hay mucha gente, báñate… » Parte Esopo hacia los baños. En el camino se encuentra con una patrulla de centinelas atenienses. «¿Adónde vas?» «¿Adónde voy? ―responde Esopo―. No lo sé». «¿No lo sabes? Pues a la cárcel.» «¡Lo veis! ―contestó Esopo―. ¿No os dije que ignoraba dónde iba? Tenía la intención de ir a los baños, y hete aquí que voy a la cárcel…»

Jacques preguntó a su amo si no había advertido que, por grande que fuera la miseria de la gente pobre, sin tener pan para ellos, todos tenían perro… De donde concluyó que todo hombre quería mandar a otro; y que al hallarse el animal en la sociedad inmediatamente debajo de la clase de los últimos ciudadanos mandado por todas las demás clases, aquéllos tomaban a un animal para poder mandar también a alguien… Cada cual tiene su perro. El ministro es el perro del rey, el primer funcionario es el perro del ministro…

El tratamiento de la mujer y el sexo es muy moderno, pero es que Diderot es moderno en todas sus manifestaciones:

…aun cuando  te hubieses acostado con ella, no por ello tendrías que estar enamorado. Todos los días nos acostamos con mujeres a quienes no amamos, y dejamos de acostarnos con aquellas a quienes amamos.

Un día la Vaina y el Cuchillo se pelearon; el Cuchillo le dijo a la Vaina: «Querida Vaina, sois una zorra, todos los días os penetran nuevos Cuchillos…». La vaina le responde al Cuchillo: «Querido cuchillo, sois un crápula, cambiáis cada día de Vaina…». «No es eso lo que me prometisteis, Vaina…» «Vos me engañasteis primero, Cuchillo…». La pelea tenía lugar mientras comían; el que estaba sentado entre Vaina y Cuchillo, tomó la palabra y les dijo: «Bien hicisteis en cambiar, vos Vaina y vos Cuchillo, puesto que eso os procuraba placer; pero mal hicisteis en prometer que no cambiaríais. ¿No viste tú, Cuchillo, que Dios te hizo para ir con varias vainas? ¿Y tú, Vaina, para recibir más de un cuchillo? Locos os parecían aquellos cuchillos que prometían prescindir de todas las otras vainas, y locas aquellas vainas que hacían voto de cerrarse a cualquier otro Cuchillo; pero no pensasteis que estabais igualmente locos cuando jurabais, tú, Vaina, contentarte con un Cuchillo; tú, Cuchillo, contentarte con una Vaina».

Estaba casi desnuda, y yo también. Mi mano seguía allí donde no había nada, y la suya allí donde yo no era exactamente igual a ella. La cuestión es que me encontré debajo de ella y, por consiguiente, ella encima de mí. La cuestión es que, habiéndome fatigado por su causa, ahora tomaba ella la total responsabilidad de la actual fatiga. La cuestión es que se entregó a mi instrucción de tan buena gana que llegó un momento en que creí que se moría.

            En fin, que es probable que solamente algún que otro friki como yo caiga en esta novela. Me limitaré a dejar unos fragmentos (por calidad podría destacar docenas de ellos), muestra de la agudeza, de la inteligencia de Diderot; que el avezado lector los compare con los suyos. En mi humilde opinión, nada tiene que envidiarle Diderot al mejor Voltaire; de hecho encuentro paralelismos en su espíritu.

―Uno de los inconvenientes de la desgracia es la desconfianza que inspira: los indigentes siempre temen ser importunos.

¿Cuál es, a vuestro entender, el motivo de que el populacho se amontone para asistir a las ejecuciones públicas? ¿La crueldad? Os equivocáis: el pueblo no es cruel; si pudieran, arrancarían de las manos del verdugo a ese desgraciado al pie de cuyo patíbulo se apretujan. Van a buscar a Grève un espectáculo que luego podrán contar al volver a su barrio; una ejecución o cualquier otra cosa, eso les da igual, con tal de poder reunir a los vecinos y tenerlos pendientes de su relato por haber sido testigos privilegiados del acontecimiento. Dad una alegre fiesta en los bulevares y veréis cómo se vacía la plaza de las ejecuciones.

Dejadme en paz, hipócritas malignos. Podéis joder como mandriles en celo; pero permitid al menos que yo utilice la palabra «joder», os regalo el acto, concededme la palabra. Decís con toda tranquilidad: matar, robar, traicionar, ¡y, en cambio, sólo os atrevéis a decir «joder» en voz baja! ¿Quizá lo que sucede es que cuantas menos palabras impuras pronunciéis, más os quedan en el pensamiento?

domingo, 13 de noviembre de 2016

Todos los hermosos caballos, de Cormac McCarthy (1992).






No es fácil definir una novela de McCarthy. Se trata de la primera parte de la denominada Trilogía de la frontera. El argumento es bien sencillo. 1949, Texas. John Grady convence a su amigo Rawlins para buscarse la vida en México trabajando como vaqueros. ¿Western o recorrido iniciático? Qué más dará; dejémonos de teorías interpretativas. Desde luego que nada parece haber cambiado con respecto al siglo XIX, largas cabalgadas a caballo y peligrosas peripecias que nos son narradas a través de un desprendido despilfarro de recursos narrativos. A mí no dejan de sorprenderme, por poner un nimio ejemplo, sus estupendas comparaciones:

En cuanto lo hubo dicho les llegó el primer estallido del trueno, no más alto que un palo seco al ser pisado.



Blevins también concilió el sueño pero antes se quedó sentado contemplando cómo se desenrollaba el firmamento al este desde detrás de las empalizadas oscurecidas de las montañas.



Cogió la camisa mojada y con mucho cuidado lavó la sangre hasta que las heridas estuvieron claras y visibles como dos agujeros en una máscara.


Habrá pocas novelas geniales sin un personaje inolvidable. Esta brillante novela bien podría haberse titulado igual que su protagonista, John Grady. Así comienza la historia y así nos presenta McCarthy a su protagonista:

La llama de la vela y la imagen de la llama de la vela reflejada en el espejo de cuerpo entero se retorció y enderezó cuando el hombre entró en el vestíbulo y cerró la puerta.


No, no me pidáis que defina a un personaje de McCarthy; sería gravoso y perjudicial para su pluma. Si acaso tengo que apuntar que John Grady es un personaje noble, un hombre de principios que nos gustará. Nada que ver con Lester Ballard, el protagonista de Hijo de Dios; ambos serán probablemente la cara y la cruz de la moneda de McCarthy y ambos son, sin duda, hijos del mismo Dios. Así engloba en su prosa McCarthy el bien y el mal, a través del destino, a través de la comprensión de los móviles que conducen a los personajes a hacer todo lo que hacen. No, no encontraremos explicaciones al respecto; esa es tarea del lector.
Permítanme un poco de misterio porque McCarthy es misterioso:

Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.

Al mismo tiempo que los personajes de McCarthy se debaten (¿sin elección?) entre los distintos caminos que conducen a la vida y la muerte, el propio camino se define en toda su crudeza.

¿Quién puede decir que alguien estuvo aquí? No tenemos su cuerpo. Sólo un loco puede decir que Dios está aquí, pues todo el mundo sabe que dios no está aquí.

No conozco otra manera de tentar al lector a leer las historias que yo leo que a través del propio texto:

Hijo, ¿te representa algún letrado?, preguntó.

No, señor, respondió John Grady. No necesito un abogado. Sólo necesito hablarle de mi caballo.

El juez asintió. Está bien, dijo. Adelante.

Sí, señor, Si no le importa, me gustaría contárselo desde el principio. Desde la primera vez que vi el caballo.

Bueno, si te gusta contarlo, a nosotros nos gustaría oírlo, así que adelante.

Necesito casi media hora. Cuando terminó, pidió un vaso de agua. Nadie habló. El juez se dirigió al secretario.

Emil, da al muchacho un vaso de agua.

Miró su cuaderno de notas y se volvió hacia John Grady.

Hijo, voy a hacerte tres preguntas y si puedes contestarlas, el caballo es tuyo.

Sí, señor. Lo intentaré.

Bueno, o lo sabes o no lo sabes. Lo malo de un embustero es que no puede recordar lo que dijo.

Yo no soy un embustero.

Ya sé que no lo eres. Esto es sólo para el expediente. No creo que nadie pueda inventar la historia que acabas de contarnos.

Con respecto a la versión cinematográfica la crítica anduvo dividida, aunque al parecer desmerece, lógicamente, respecto a novela tan magnífica.