viernes, 23 de marzo de 2018

Historia de una barrica (1704), de Jonathan Swift





Una pequeña bagatela, una de esas obritas en la cual es mejor no subrayar demasiado porque hay mucha materia susceptible de la máxima intrusión. Aquí y allá múltiples fragmentos que aluden a las materias más diversas, pues la historia en sí es muy corta, y pudiera decirse que valen más las digresiones, que adoptan títulos como los siguientes: Una digresión en elogio de las digresiones, Una digresión concerniente al origen, uso y perfeccionamiento de la locura de una nación o Una digresión referente a los críticos. Capítulo aparte merece La batalla librada entre los libros antiguos y modernos.



Críticos literarios hay que dicen que la presente supera con mucho Los viajes de Gulliver pero que su dificultad la ha postergado. Desde mi humilde púlpito debo decir que he encontrado más dificultades en la larga introducción de la presente edición que en la propia historia. Podría haberme saltado, para ir al grano, las más de 60 páginas relativas a prólogos, apologías y prefacios.

¿Complicada? Si te saltas las introducciones no lo es tanto. Los dobles, triples o quíntuples sentidos de muchos términos ingleses se resuelven en unas notas al pie justas y medidas, referencias a la actualidad política o religiosa (tan unidas por aquel entonces), referencias veladas a personajes reales, referencias literarias…, pero se puede ir pasando de todo ello y dedicarse a disfrutar, ¡al gusto!

El mismo Swift trata de justificar tanto cinismo:



Si la naturaleza bondadosa y la perversa actuasen igualmente sobre la humanidad, hubiera yo podido ahorrarme la desazón de esta apología;…



¿Qué si soporta el paso del tiempo? Cada cual dirá. A mi modo de ver los siglos que median entre Swift y nosotros se difuminan como un puñado de sal en un pantano. Fijaos aquí, que se compara a los escritores modernos con los antiguos… y se termina en una digresión sobre la sabiduría:



Pero el mayor golpe asestado a esa recepción general que los escritos de nuestra sociedad recibieron anteriormente (junto con el carácter transitorio de todas las cosas sublunares) ha sido una vena de superficialidad por parte de muchos lectores de la época actual, que no desean de ningún modo ser persuadidos a echar una mirada más allá de la superficie y la piel de las cosas; siendo así que la sabiduría es un zorro al que, después de larga cacería, os costará esfuerzos hacer salir por fin; es un queso que, cuanto más sabroso, tiene la corteza más gruesa, más fea y más basta, y por tanto, para un paladar sensato, los gusanos son lo mejor; es leche cuajada con especies y vino, a la que encontramos más gustosa cuando vamos llegando al fondo. La sabiduría es una gallina cuyo cacaero debemos valorar y tener en cuenta, pues viene acompañado por un huevo; pero, por último es una nuez que, a menos que la elijáis con sensatez, puede costaros un diente y no pagaros más que con un gusano.



El fanatismo religioso o la estupidez más visceral se asemejan a la de hoy: nos rasgamos las vestiduras por el maltrato al toro de lidia mientras nos la refanfinfla que mueran millones en Siria o Irak:



Un hombre puede reírse de la locura papista de enviar a los hombres al infierno, e imaginarlos renegando, sin incurrir en ningún crimen; pero las palabras impúdicas o las opiniones peligrosas, aunque están impresas a medias, llenan la mente del lector de malas ideas, y de eso se puede acusar al autor.



Swift escribe, si no me equivoco, después de la Revolución Gloriosa. Ha comenzado la Restauración y la peculiar democracia inglesa. Estamos a las puertas de la Revolución Industrial. Probablemente la mayoría de nosotros, ahora, nos situaríamos al lado de los liberales. Sin embargo Swift se alinea al lado de los conservadores (asunto que me chiva la Wikipedia y que no se trasluce para nada del texto). No nos dejemos llevar por simplismos y leamos. En realidad no seremos capaces de ver más allá de lo que nos dicta la crítica. Swift ataca, ante todo, el fanatismo. Cierto que Swift critica pero no ofrece, como los moralistas, el camino a seguir. Swift es un escéptico absoluto. No pretende persuadirnos para seguir un camino sino apartarnos de otros, o cuando menos dejar testimonio.



Tres hermanos reciben en herencia una capa (la práctica de la cristiandad), y conservan el testamento de su padre para guiarse (La Biblia). A pesar de que dicho testamento recalca que no deben hacer ningún cambio en las capas, lo harán a la mayor brevedad. Pedro, el Hermano mayor, quiso ser el único heredero, y de manera elegante Swift ridiculiza de su mano la invención de las penitencias, las indulgencias, las reliquias o la conversión en sangre y cuerpo de Cristo del pan y el vino. No serán menores las sátiras dirigidas a Martín (Lutero) o Juan (Calvino).



Y como en las disputas escolásticas nada sirve para despertar la animosidad del oponente, tanto como una especie de pedante y afectada calma, siendo los que discuten en su mayoría como platillos distintos de una balanza, en los que la gravedad de un lado aventaja a la ligereza del otro y le obliga a subir violentamente y golpear en el astil, así sucedió aquí, que el peso de los argumentos de Martín exaltó la liviandad de Juan y le hizo montar en cólera y rechazar violentamente la moderación de su hermano.



La historia se deja leer, mejor todavía si dejas a un lado las notas al pie, pero las digresiones que separan la historia en varias partes son oro puro. Las digresiones son, quizás, el plato principal.

Aquí se habla de los críticos:



La razón por la cual aquellos antiguos escritores trataban este tema sólo mediante símbolos y alegorías era porque no se atrevían a atacar directamente a un partido tan potente y tan temible como el constituido por los críticos; cuya misma voz era tan espantosa que una legión de autores temblaría y dejaría caer sus plumas ante ese sonido; pues ya Herodoto nos dice expresamente en otro lugar cómo una gran armada de escitas fue puesta en fuga, aterrorizada por el rebuzno de un ASNO.



La forma más perfecta de utilizar los libros en el presente es doble. La primera consiste en servirse de ellos como algunos hombres hacen con los grandes señores: aprender sus títulos de memoria y jactarse entonces de conocerlos. O, en segundo lugar, el método que en realidad es más excelente, profundo y refinado, echar una mirada al índice, que es quien gobierna y dirige el libro entero, como la cola a los peces. Pues, para entrar por la puerta grande en el palacio de la sabiduría, se requiere un gasto de tiempo y trabajos; por tanto, los hombres que tienen mucha prisa y pocas ceremonias se contentan con entrar por la puerta de atrás. Pues las artes llevan todas una marcha muy ligera y por tanto se las conquista más fácilmente atacándolas por detrás.



Menciono esto porque estoy maravillosamente bien informado del gusto actual de nuestros corteses lectores; y a menudo he observado con singular placer que una mosca a la que se extrae de un tarro de miel, inmediatamente se lanza y termina su comida con muy buen apetito sobre un excremento.



Acullá se mete a todos los hombres en el mismo saco con excepcional maestría:



…el mismo principio que impulsa a un rufián a romper las ventanas de una ramera que le ha dado calabazas, empuja naturalmente a un gran príncipe a levantar poderosos ejércitos y no soñar sino en asedios, batallas y victorias.



A un ojo atento, no me cabe duda que la lectura servirá de aprovechamiento.



Pues, para decir toda la verdad, es un error fatal ordenar tan mal los asuntos propios que se pase por loco en una compañía cuando en otra se puede pasar por filósofo.



Éste es el punto sublime y refinado de la felicidad, llamada capacidad de ser bien engañado. La serena y tranquila situación de un loco rodeado de bribones.


martes, 13 de marzo de 2018

Del asesinato considerado como una de las bellas artes (1827-1854), de Thomas de Quincey.




Dos artículos periodísticos, escritos en 1827 y 1829, y un post scriptum de 1854 componen este magnífico clásico. Hay quien habla de ensayo pero yo no veo más que una sátira, y la forma se me hace novelesca, sin explorar más allá.
El primer artículo se presenta como una conferencia sobre el tema leído ante la Sociedad de Conocedores del Asesinato; el segundo, como las actas de una cena conmemorativa del club; el Post scriptum es el relato de tres crímenes. Los dos artículos iniciales son magníficos, una pieza ya clásica del humor inglés, de la sátira más universal. El último capítulo, en comparación, rudimentario.
Más de una vez me rondó la imaginación (y me consta que no he sido el único) la semejanza entre la obsesión por las novelas de Caballerías que lleva a la locura a Don Quijote y la extremada prodigalidad con la que hoy se escribe novela negra. Pues bien, ya en la primera mitad del siglo XIX el maestro De Quincey abordó la materia, supongo que atraído por el morbo y la riada de artículos que provocaba en el ámbito periodístico. Por ende, si algún valiente pretende alguna vez escribir a la manera de Cervantes, dispone ya de un buen punto de partida con esta pequeña joya de la sátira, que como toda buena obra de arte admite diversas y flexibles interpretaciones.

Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse.

Insisto. Hay dos partes bien diferenciadas. A mí me ha entusiasmado la primera, quizás por su acercamiento al ensayo, que viene a ser el propio ensalzamiento del asesinato como obra de arte. En cambio la segunda parte, escrita como veinticinco años después, es interesante por la flexibilidad y multiplicidad de significados pero no es otra cosa que una crónica o descripción de los famosos asesinatos de Williams y M’Kean. No alcanzo a saber si están o no basados en hechos reales, pero para el caso como si lo fueran.

He encontrado multitud de párrafos memorables. No, no es una obra cualquiera. Se puede leer como pasatiempo y al mismo tiempo nos daremos cuenta de que admite otras lecturas. Os aseguro que en mi caso se convierte en uno de esos clásicos inolvidables que hay que volver a leer.
Cualquier párrafo sirve para mostrar la magnífica prosa de De Quincey y su hábil manejo del sarcasmo, porque desde luego que si hablo de ironía me quedo corto.

Antes de comenzar, permítanme dirigir una o dos palabras a ciertos hipócritas que pretenden hablar de nuestra sociedad como si su orientación tuviese algo de inmoral. ¡Inmoral! ¡Júpiter nos asista, caballeros! ¿Qué pretende esta gente? Estoy y estaré siempre en favor de la moralidad, la virtud y todas esas cosas; afirmo y afirmaré siempre (cualesquiera sean las consecuencias) que el asesinato es una manera incorrecta de comportarse, y hasta muy incorrecta; más aún, no tengo empacho en afirmar que toda persona que se dedique al asesinato razona equivocadamente y debe seguir los principios muy inexactos de modo que, lejos de protegerlo y ayudarlo señalándole el lugar en que se esconde su víctima, lo cual es el deber de toda persona bien intencionada…

De Quincey sortea ágilmente el prejuicio, a través de una velada crítica a la sociedad de su tiempo, que vale igualmente para la de hoy:

En este mundo todo tiene dos lados. El asesinato, por ejemplo, puede tomarse por su lado moral (como suele hacerse en el púlpito y en el Old Bailey) y, lo confieso, ése es su lado malo, o bien cabe tratarlo estéticamente ―como dicen los alemanes―, o sea en relación con el buen gusto.

Para “demostrar” sus palabras, su teoría del asesinato como un arte, parte de las reflexiones de eminentes personajes, Aristóteles o Coleridge, pero también hace un repaso de la historia desde Caín hasta los tiempos modernos. ¿Acaso no se puede comparar la reacción humana ante un asesinato con la que nos arrebata ante la magnificencia de un incendio?, ¡o una ulcera!

…el señor Howship, en su libro sobre la Indigestión, no tiene escrúpulos en hablar con admiración de cierta úlcera que había visto y que califica de “una hermosa úlcera”.

…son, en verdad, imperfecciones, pero como su esencia es ser imperfectos, la grandeza misma de su imperfección se vuelve una perfección.

A través del estudio del crimen en su recorrido histórico, De Quincey consigue un mayor alcance e imprevisibles ramificaciones:

Que la Sociedad de Caballeros Aficionados lo tengan presente; me permito señalar a su atención, de manera especial, la última frase, de tanto peso, que intentaré traducir así: «Ahora bien, si sólo por hallarse presente en un asesinato se adquiere la calidad de cómplice, si basta ser espectador para compartir la culpa de quien perpetra el crimen, resulta innegable que, en los crímenes del anfiteatro, la mano que descarga el golpe mortal no está más empapada de sangre que la de quien contempla el espectáculo, ni tampoco está exento de la sangre quien permite que se derrame, y quien aplaude al asesino y para él solicita premios, participa en el asesinato».

Casi 200 años después no estaría de más que leyeran este pequeño compendio satírico acerca del asesinato los miles (o cientos de miles) de escritores (que no me detengo a enumerar los lectores por dudas acerca de los ceros a utilizar) que buscan el éxito a través de la novela más negra y cerril. Tanto abecedario de la muerte, tanta trilogía y tanta novela prescindible, no valen ni todas juntas lo que esta joya inmortal de De Quincey que parece que se anticipa dos siglos a tanta decadencia.
Valgan, a modo de ejemplo y colofón, unas pocas reglas para el asesinato de buen gusto:

En cuanto a la persona, supongo que debe ser un buen hombre, pues de otro modo él mismo podría estar pensando en la posibilidad de cometer un asesinato;…
También es claro que la elección no debe caer en un personaje público…
Tercero. El sujeto elegido debe gozar de buena salud; es absolutamente bárbaro asesinar a una persona enferma, que por lo general no está en condiciones de soportarlo.
Un amigo de aficiones filosóficas, muy conocido por su bondad y filantropía, sugiere que el sujeto elegido debe también tener hijos pequeños que dependan enteramente de su trabajo, para ahondar así el patetismo. Sin duda tal precaución sería juiciosa, pero no es una condición en la que yo insistiría demasiado. No niego que el gusto más estricto la requiera, más a pesar de ello, si el hombre es inobjetable en cuanto a moral y buena salud, no impondría con tan exquisito rigor una limitación que puede tener por consecuencia reducir el campo de acción del artista.
Esto por lo que se refiere a la persona. En cuanto al momento, al lugar y los instrumentos, tendría mucho que añadir pero no dispongo de tiempo suficiente. El sentido común del ejecutante suele orientarlo hacia la noche y la discreción. Sin embargo, no faltan ejemplos en que se ha violado esta norma con resultados muy felices.

Una de sus máximas parece haber sido que la mejor persona que puede asesinarse es un amigo y a falta de un amigo ―artículo del que no siempre se dispone― un conocido: de esta manera el sujeto no sentirá ninguna sospecha al llegar el momento, mientras que un desconocido puede alarmarse y leer en la cara de su asesino electo un aviso que lo ponga en guardia. En esta oportunidad su futura víctima unía las dos condiciones: había sido su amigo y luego, no sin buenas razones, se volvió enemigo suyo. O lo que es aún más probable, como dijeron otros, todo sentimiento había languidecido de modo que la relación ya no era de amistad ni de enemistad.

viernes, 9 de marzo de 2018

El Castillo (1926), de Frank Kafka



 

Del protagonista conocemos su nombre, K., que es agrimensor, y que ha sido contratado como tal por las misteriosas autoridades de un castillo que gobierna el pueblo que se extiende por la misma falda de una colina.

K. trata, infructuosamente, de acceder al castillo. No encuentra el acceso físico pero tampoco es capaz de abrirse camino a través de la burocracia que lo protege y gobierna. K. pretende oponerse al sistema vigente e intenta acceder al castillo por la vía directa para poder ejercer el mandato por el cual acude al pueblo, para llevar a cabo su trabajo como agrimensor.

El tema es muy parecido al de El proceso, pero si allí intentaba huir de los funcionarios, aquí intenta acercarse a ellos para resolver su asunto. La atmósfera lograda es muy similar. La crítica habla de alienación, frustración, burocracia, absurdo… Es el inútil intento de un hombre por asimilarse con un sistema carente de sentido.

El escenario es irreal. El castillo está siempre ahí, y no es propiamente un castillo sino una serie de estructuras adosadas. Después están las posadas, la escuela, la casa del alcalde… K. se mueve en espacios cerrados y extraños. Las habitaciones con camas aparecen aquí y allá, y los personajes hablan tumbados en ellas, y las relaciones son tan extravagantes que de repente todos aluden a un agujero desde el cual se puede observar el comportamiento de los demás. K. encuentra dificultades para encontrar un lugar donde dormir, una habitación, una posada. Las habitaciones por las que se mueven los personajes son igual de asfixiantes que los móviles que las gobiernan.

El punto de vista es también extraño, un narrador omnisciente que no lo ve todo y que permanece como observador de los diálogos absurdos de K. con la fauna que habita el pueblo de la colina.



No es una lectura ni mucho menos fácil. Yo me he rendido antes de llegar a la mitad. Tanto absurdo me ha superado. Quizás que ha habido sobredosis kafkiana después de leer América, o quizás que no hay trama que ofrezca una luz a través de la cual movernos entre tanta oscuridad. Quizás requiere su momento, exige la búsqueda de una sensación casi psicótica. Cualquiera diría que el absurdo llega a imponerse de tal manera que no tiene sentido continuar. Pero hay más, bañeras infinitas, caminos sin fin, rutas engañosas que semejan al caminar en círculo por un bosque, un cansancio creciente que bien podría compararse con la depresión.

Cualquier párrafo es definitorio de la generalidad:



El trato directo con las autoridades no era por cierto excesivamente difícil, pues las autoridades, por buenas que fuesen sus organizaciones, no tenían que defender nunca sino causas invisibles y remotas en el nombre de señores invisibles y remotos, mientras que K. bregaba por algo vivísimamente cercano: por sí mismo; y por otra parte, él lo hacía por su propia voluntad ―cuando menos muy al comienzo así fue― pues era el atacante; y no bregaba solo, sino que, manifiestamente, también otros poderes que ignoraba lo hacían por él: poderes en que, por cierto, podía él creer, si se atenía a las medidas adoptadas por las autoridades. Pero al complacer a K., ampliamente y por anticipado, en cosas nada esenciales ―hasta ahora no se trataba de otras―, quitábanle las autoridades la posibilidad de triunfos pequeños y fáciles, y al quitarle dicha posibilidad lo privaban también de la consiguiente satisfacción y asimismo de una buena fundamentada firmeza para afrontar otras luchas mayores, firmeza que de tal satisfacción resultaría. Por el contrario, dejaban a K. deslizarse donde quisiera, cierto que sólo dentro de la aldea; y así lo mimaban y lo debilitaban, y eliminaban, en general, toda lucha en este sentido, trasladándola, en cambio, a la vida extraoficial, absolutamente inabarcable, turbia y extraña…



Terreno abonado para la crítica. Abandono esta pesadilla, este territorio kafkiano, este aplastante mundo dominado por la ley y el orden más abyectos que podamos imaginar, donde el hombre navega sin rumbo y sin razón, donde el hombre se muestra incapaz de encontrar consuelo a su mísera existencia.

Hay que ser valiente para introducirse en el desconcertante mundo Kafkiano. Está, por un lado, el poder, inaccesible, infinito, y por otro los administrados, las personas comunes y corrientes que se dejan gobernar por dicho poder. Kafka añade a K., un simple ciudadano que desconoce las reglas de ese mundo peculiar que el escritor ha creado. K. es un hombre que viene de fuera, es un inadaptado. Que desconozca la ley no quiere decir que dicha ley no le afecte. La Ley es aplicada de forma inmisericorde por unos funcionarios que ni siquiera conocen su propio significado. La Ley es lo que importa, y el poder de los que la aplican, mientras que no hay lugar alguno para la justicia o eso que damos en llamar sentido común. De alguna manera intuimos el sarcasmo, o cuando menos las diversas gradaciones de la pesadilla kafkiana, pero no es fácil, nada fácil seguir a Kafka en su extraño camino. Figuraos que ni siquiera Kafka tuvo un interés real en finiquitar sus novelas (inconclusas), simplemente se dedicó a navegar por el ancho mar. Dejemos paso a una crítica despistada y a menudo en exceso misericordiosa con el maestro.

jueves, 1 de marzo de 2018

América (1927), de Franz Kafka




De la mano de la crítica más superficial comienza uno la lectura de América con la idea de que se trata del libro menos kafkiano del autor. Y sí, parece que el escritor se mueve como pez en el agua en un registro más clásico, más optimista, pero no es más que una ilusión, un espejismo, quizás una trampa, simplemente la antesala escogida por el autor para que nos sintamos cómodos.
Un muchacho alemán de 15 años, Karl Rossmann, acaba de llegar a América en un barco. Al parecer fue seducido por una criada, con la que tuvo un hijo, y sus padres lo mandaron a América para que se buscase la vida y se apartara de lo que consideraban una fechoría. Ya empieza el pobrecillo a sufrir los avatares del destino. En el barco conoce al fogonero (El primer capítulo es publicado, en 1913, como relato independiente, con el título de El fogonero), y comienzan una serie de afortunadas casualidades que desembocan en el conocimiento de un tío suyo que ha triunfado en América. Su tío se lo lleva con él a su casa y lo trata como a un hijo, pero esto sucede durante dos meses, porque de buenas a primeras, sin que uno lo espere, comienza la trama kafkiana y Karl Rossmann se ve arrastrado de aquí para allá por una serie de situaciones absurdas e inexplicables.
Primero de todo está la actitud sorprendente de su tío, que tras un incidente nimio decide desvincularse de él sin una explicación congruente. Aquí comienza, realmente, el relato kafkiano.

«Querido sobrino: como ya lo habrás advertido durante nuestra convivencia, por desgracia en exceso breve, soy íntegramente un hombre de principios. Esto no es sólo muy desagradable y triste para quienes me rodean, sino también para mí; pero a mis principios debo todo lo que soy y nadie tiene el derecho de exigir que yo niegue mi existencia sobre la tierra tal como soy…»

Un día conoce a un amigo de su tío. Éste tiene una hija de su misma edad que le invita a pasar una noche en su casa. Allí se encuentra en una mansión gigantesca poblada por personas que se conducen de una manera extraña, desde la niña hasta el amigo de su padre. Sí, es Kafka en estado puro. Otra novela comienza aquí. La América de las oportunidades se convierte en el infierno de las desavenencias. El sueño americano es agrio, ¿una pesadilla?
La novela se abre a un terreno abonado para la crítica: alienación, surrealismo, absurdo. Se intentan buscar paralelismos con lo que le sucedió a un familiar de Kafka que emigró a América, pero lo que a nosotros, lectores, nos importa, es lo que Kafka pretende comunicarnos, la atmósfera de opresión, de absurda fatalidad. El protagonista comienza a ser llevado de aquí para allá, como una bolsa de plástico a merced del viento. Karl pierde toda iniciativa y se ve arrastrado por una serie de personas y acontecimientos que degeneran en situaciones patéticas. Quizás el protagonista peque de ingenuidad; no esté del todo preparado para el gran mundo. Es una persona honrada que a duras penas consigue mantener el equilibrio sobre la cuerda floja de la vida. Aquí y allá se topa con personajes que lo mangonean. Todos son, pese a lo extraño de su conducta, piezas que encajan a la perfección en el engranaje del gran mundo. En cambio Karl, pese a su honradez, pese al sentido común con el que se conduce, pese a toda su cordura, o precisamente debido a ella, no encaja en ese mundo. Cierto que se trata de un mundo mecanizado y obtuso que deja un espacio reducido al individuo.
 
Había allí, por ejemplo, seis porteros frente a seis teléfonos. Podía advertirse al instante que allí todo estaba distribuido de manera que uno solamente recibiera las conversaciones mientras que su vecino daba curso, telefónicamente, a los pedidos anotados en los registros que había recogido el primero. Tratábase de esos teléfonos novísimos para los que no se necesitaba ninguna casilla telefónica, pues la llamada de la campanilla no era más fuerte que un zumbido: podía hablarse al micrófono del teléfono en tono susurrante y, sin embargo, surgían las palabras con voz de trueno en su lugar de destino, merced a los amplificadores eléctricos especiales.

Querrás decir que, tal vez, que yo no soy tu superior inmediato; bien, tanto mejor hecho de mi parte que tome yo a mi cargo este asunto que de otra manera quedaría abandonado. Por lo demás, en mi calidad de portero mayor soy en cierto sentido el superior de todos, puesto que a mi cuidado están todas las puertas del hotel: esa puerta principal, por lo tanto, las tres del medio y las diez puertas laterales, y ni qué hablar de las innumerables portezuelas ni de las salidas sin puertas.

A menudo uno siente la misma asfixia que rodea al protagonista, y supongo que este es el objetivo primordial de Kafka. La conducta de los hombres es absurda, y la atmósfera en que se mueven puede resultar sofocante, pero ¿acaso no es absurda por lo general la conducta humana? A veces, un simple saludo, puede provocar consecuencias devastadoras.

―¡Y aunque realmente no le haya saludado a usted, cómo es posible que un hombre adulto se vuelva tan vengativo por la omisión de un simple saludo!

Todos estos desatinos afectan al personaje. Su cordura se ve puesta en entredicho de manera tal que desemboca en una tremenda falta de autoestima.

No obstante, el cartel implicaba para Karl una gran tentación. «¡Todos serán bienvenidos!», decía. Todos, de manera que también Karl. Sería olvidado todo lo que hasta aquel momento había hecho, nadie pensaría en reprochárselo. ¡Allí podía él presentarse y solicitar un trabajo que no era ninguna vergüenza, sino al contrario, ya que era uno invitado públicamente a hacerse cargo de él.

No sé si estoy atinando con la trascendencia kafkiana. Quizás yo también me vea afectado por el absurdo de la situación de tratar de interpretar al maestro. ¡A veces he leído alguna crítica de Kafka que es tan absurda como sus propios relatos! Ay, la crítica literaria ¡Cuánto se reiría nuestro buen Franz si levantara la cabeza y escuchara!
He tratado de dejarme llevar durante la lectura sin reflexionar, pero no puedes dejar de pensar en el origen de la trama, que se vuelve más farragosa y pesada según avanza, como ocurre con El proceso. Hay que esforzarse para seguir la puntillosa trama. Quizás el mismo Kafka no estaba satisfecho de su obra, pues todo hay que decirlo, se trata de una novela inconclusa publicada contra su voluntad. Me queda, con las novelas largas de Kafka, esa sensación de que se extiende en demasía, y quizás el hecho de que sea una novela inconclusa me deja sensaciones todavía más agridulces.