jueves, 28 de junio de 2018

Pastoral americana (1997), de Philip Roth.




La crítica literaria es un mal necesario, corral que sirve de apoyo y salvaguarda a los lectores que buscan refugio como ovejitas ante un temporal. Si la crítica literaria ha dicho que estamos ante una obra maestra y nosotros no estamos de acuerdo, no nos queda sino encontrar nuestros errores, reubicarnos, y averiguar por qué no hemos sido capaces de percibir que en verdad estamos ante una obra maestra. Si a todo ello añadimos un premio importante, en este caso el Pulitzer, poco queda por decir, el titular se ha convertido en cliché y ya no hay hijo madre que lo cambie.

«Maravillosa, rabiosa y elegíaca»
The Guardian

Esto es un blog y ninguna editorial me paga por opinar en aquella o aquesta dirección. Y qué demonios, la novela es buena. Ahora bien, con lo de obra maestra hay que mostrarse cauto. Para mí lo fue El lamento de Portnoy, y en cambio la presente novela me ha parecido más forzada. Desde luego que su estilo desenfadado y coloquial es inconfundible.

―Oye, yo te enseñé a cascártela, ¿sabías eso?
―Es verdad, Mendel. Entre noventa y cien días antes de que yo hubiera descubierto la cosa por mí mismo. Sí, tú me pusiste en marcha.
―Soy el tipo que le enseñó a cascársela a Skip Zuckermann ―dijo riéndose sonoramente―. Ese es mi derecho a la fama.

No se puede prescindir del análisis del “narrador”, que es uno de los asuntos más debatidos. Hay que reconocer que Roth se trabaja la presentación del tema y el personaje nuclear,·el Sueco, pero también hay que decir que hay un momento, más o menos pasado el primer cuarto de la novela, en que el narrador, Zuckerman, desaparece por completo, y uno incluso puede llegar a plantearse el porqué de su existencia. Cierto que le sirve a Roth para despegarse del personaje y ponerlo en escena de una manera neutral, desde fuera, desde la perspectiva de lo que el Sueco significa para los demás. Le sirve además para presentarnos a los personajes con libertad, aunque también, por otro lado, nos puede quedar la sensación de “cabo suelto”.

…algo incluso más grandioso que su talento para los deportes, el talento para ser “él mismo”, la capacidad de ser aquella extraña fuerza absorbente y, no obstante, tener voz y una sonrisa a la que no estropeaba el menor atisbo de superioridad, la modestia natural de una persona para quien no existían los obstáculos, que daba la impresión de que nunca tenía que luchar para hacerse con un lugar propio.

Respetar cuanto uno ha de respetar; no protestar por nada; no sufrir jamás la molestia de no tener confianza en sí mismo; no enredarse jamás en la obsesión ni ser torturado por la incapacidad, envenenado por el resentimiento, impulsado por la cólera… para el Sueco la vida se desenrollaba como una madeja de lana esponjosa.

Era uno de los atletas triunfadores, altos y rubios, y su condición de judío prácticamente pasaba desapercibida. Eso también debía de afectarnos. Supongo que, al idealizar al Sueco y su equiparación inconsciente con Estados Unidos, había en nuestro impulso cierta vergüenza y rechazo de nosotros mismos.

Bien, ya hemos hablado del Sueco, un hombre afortunado y envidiable como pocos, pero, ¿es posible tal perfección? ¿es posible una felicidad así? Todo parecía indicar que sí, pero su hija, Merry, traerá con ella el desastre y convertirá la novela en:

«Una tragedia de proporciones clásicas…»
The Times

Y la crítica (que no Roth) llega todavía más lejos, porque transforma la desgracia individual del Sueco en la de toda la sociedad americana en su conjunto. Como ejemplo dejo un fragmento de la contraportada de mi edición de bolsillo:

«…esta novela es la crónica lúcida y despiadada del derrumbamiento de la fe de toda una generación, que se despliega sin esconder nada, sin ataduras morales, a través de la fuerza viva de la política, la religión y el sexo».

Cierto que son tiempos revueltos para la sociedad americana, con la Guerra de Vietnam y la penetración del comunismo como telón de fondo. Cierto que la novela presenta tintes trágicos tremendos, pero a mi modo de ver la tragedia se ubica en lo personal, en lo familiar, en la herencia de padres a hijos, en el transcurso de las generaciones. No hay que pasar por alto que esta novela es una saga familiar, la de los Levov, y que a la crítica le encantan los titulares.

La familia todavía volaba en el cohete del inmigrante, trazando la trayectoria hacia arriba ininterrumpida desde el bisabuelo que trabajaba como un esclavo, pasando por el abuelo que tenía dentro de sí la fuente de su energía y el padre lleno de confianza en sí mismo, instruido e independiente, hasta el miembro de la familia que volaba más alto, la hija de la cuarta generación para quien Estados Unidos iba a ser el paraíso.

El título sigue siendo una incógnita para mí. Apenas he llevado a cabo una lectura superficial; me he limitado a disfrutar.

La hija que le llevaba fuera de la ansiada pastoral americana para conducirle a cuanto era su antítesis y su enemigo, a la furia, la violencia y la desesperación de lo contrario a la pastoral, a la fiera americana indígena.

Acción de Gracias, cuando todo el mundo come lo mismo y nadie se escabulle para comer cosas curiosas, ni torta de patata ni pescado relleno ni hierbas amargas, sino sólo un pavo colosal para doscientos cincuenta millones de personas, un pavo colosal que los alimenta a todos. Una moratoria sobre los alimentos curiosos, las maneras no menos curiosas y la exclusividad religiosa,… Una moratoria sobre todos los motivos de queja y los resentimientos, y no sólo para los Dwyer y los Levov sino para todos los demás norteamericanos que sospechan de todos los demás. Es la pastoral americana por excelencia y dura veinticuatro horas.

Como conclusión, dejémonos de críticas literarias y demás engendros y adentrémonos con libertad en esta gran novela, una novela del año 2000 que sin duda alguna se seguirá leyendo dentro de cien años.

lunes, 18 de junio de 2018

Ciberíada (1967), de Stanislaw Lem



Trurl y Clapaucio son dos robots capacitados para construir casi cualquier artilugio que quepa en vuestra imaginación. Ciertamente que su condición robótica es tan humana que se podrían leer los cuentos confundiendo perfectamente a los protagonistas con personas de carne y hueso.
Digamos que nuestros dos protagonistas son famosos por todo el espacio, o que progresivamente alcanzan dicha fama gracias a sus construcciones. Lo mismo manipulan las estrellas que diseñan pequeños artilugios, pero su poder es evidentemente inmenso. Viajan por planetas fantásticos prestando ayuda a quien la necesita o simplemente cobrando elevadas sumas por sus servicios.
Lem nos pinta un futuro extravagante, con reinos que regresan a la edad media aunque posean una tecnología muy superior. El hombre en sí no ha cambiado un ápice en cuanto a sus aspiraciones o decepciones, en cuanto a sus defectos y virtudes.
La obra se divide en expediciones. La expedición primera o Receta de Garganciano sirve para que dos planetas belicosos terminen unidos en la mayor fraternidad.
La expedición segunda o El electrobardo de Trurl relata la construcción de un enorme electrobardo poeta. El proyecto es tan absurdo como alegórico, y le sirve a Lem para sacar a relucir su aguzada sátira.
La expedición tercera o Los dragones de la probabilidad.
La expedición cuarta o Cómo Trurl se sirvió de un mujerotrón para liberar al príncipe Pantárctico de las torturas del amor, y cómo luego tuvo que usarse un lanzaniños.
La expedición quinta o Las travesuras del Rey Balerión.
Y sigue así la procesión de extravagantes expediciones, parodias de los cuentos de hadas, de la futilidad de la ambición, de las dificultades que encuentran las comunidades humanas para fijar un objetivo cuerdo en su dinámica evolutiva.
No hay sociedad ideal. La filosofía y la ciencia se entremezclan con el humor más desconcertante.

Como aquí estoy para opinar, tengo que decir que podéis prescindir perfectamente de estos relatos. Lem se divierte, juega con sus robots y fabula a su antojo, pero en ningún momento ha captado mi atención. Nada que ver, ni por asomo, con las dos grandes obras que he leído, hasta el momento, de Lem, las geniales Solaris o El hospital de la transfiguración.

lunes, 4 de junio de 2018

La rebelión de los tártaros (1837), de Thomas de Quincey




Entre las magníficas colecciones que ha editado El Mundo en los últimos años (diríase décadas mejor), hay una de pequeños relatos en rústica que a menudo depara gratas sorpresas. Se trata de historias que de otra manera hubieran pasado desapercibidas, como es este juguete de mi muy admirado Quincey.
No es más que una bagatela, una pequeña reseña histórica novelada por un narrador atraído por la escalofriante migración de los calmucos, herederos de los mongoles, antaño victoriosos y ahora errabundos entre las vastas extensiones de la Gran Rusia y China. La atracción radica en el extremo del sufrimiento al que esta raza se vio sometida, y De Quincey gusta de la comparación:

Tal vez únicamente la retirada francesa de Moscú pueda compararse, por su duración, con la fuga de los tártaros. No obstante, sería una comparación débil, ya que los sufrimientos de los franceses sólo se iniciaron un mes después de abandonar Moscú y, si bien es cierto que luego los vasos de la cólera se derramaron durante seis o siete semanas sobre el leal ejército, ¿qué es eso, ante la tragedia de los calmucos, que duró tantos y tantos meses?

En iguales circunstancias, en lo relativo a la presencia de sus familias, estuvieron los Hijos de Israel, pero ya desde las primeras etapas de su éxodo se vieron libres de la persecución del enemigo; además, la residencia en el desierto no fue una marcha, sino un alto muy prolongado, en el cual se interpuso constantemente el cielo para prestarles ayuda. También los terremotos, por enormes que sean sus daños, no duran sino un momento. Por el número de víctimas y por lo persistente de sus males, a la huida de los calmucos se aproxima mucho más la peste que asoló Atenas durante la guerra del Peloponeso…

Vistos así, en el mismo orden en que acaecieron, es curioso advertir que los sufrimientos de los tártaros, aunque modelados por manos del azar, se organizan con una disposición casi escénica. Podría decirse que fueron combinados por el talento de un artista. La intensidad de la congoja creció a medida que avanzaba la marcha, y las fases del desastre correspondieron a las etapas del camino. Parecía como si al levantarse el telón que tapa la gran catástrofe, distinguiéramos un enorme clímax de angustia, un tormento que se elevaba en gradaciones regulares, como si estuviera construido por artificio, para lograr un efecto pintoresco.
 
Parece ser que el escritor usó, como únicas fuentes, una nota al pie que hacía referencia a las memorias de unos misioneros jesuitas en China y el libro de un viajero alemán que relató la misma historia. Éstos vienen a informar de un éxodo, en 1771, de más de 300.000 tártaros calmucos desde las riberas del Volga, al norte del mar Caspio, hasta el noroeste de China, en tiempos del emperador Quian Long y de la zarina Catalina la Grande.
En las antípodas de los excesos científicos de la historiografía moderna, tal narración no deja de ser una fabulación de unos hechos más o menos intuidos y que guardan similitud con otros éxodos, como por ejemplo la espectacular La Anábasis de Jenofonte.
Como digo, la clave está en la prosa de Quincey, más que en lo narrado. Recomendable para sus seguidores más fieles, y para aquellos que se topen con la citada colección de El Mundo y gusten de aprovechar el tiempo escaso.

La experiencia demuestra claramente que, por razones misteriosas e inexplicables, siempre que se prepara una gran empresa, aunque los participantes sean pocos y fieles, surge un presentimiento, una especie de oscura desconfianza, en aquellos a quienes es preciso engañar.