lunes, 29 de octubre de 2018

Los crímenes de la rue Morgue y El misterio de Marie Rogêt (1841-42), de Edgar Allan Poe




Sensaciones contradictorias me han embargado mientras leía estos dos trascendentales relatos. Ni mucho menos figuran estos entre mis preferidos de Poe, pero probablemente lo serán de la mayoría de los lectores porque son los precursores de la novela policíaca, tan en boga. El personaje protagonista, Auguste Dupin, es el modelo de todos los investigadores, detectives y policías malotes que hoy pueblan los escaparates de las librerías. El método de Dupin es probablemente el motivo de Poe, y es el método que luego adoptarán otros como Sherlock Holmes.
Ni qué decir que se trata del primer relato de detectives propiamente dicho, y por ende el que ha dado lugar a los actuales excesos del género negro. De ahí que la lectura se haya visto influenciada por mis propios prejuicios y que no la haya disfrutado en demasía.
Mientras lo leía cayó en mis manos un ejemplar de Vicens Vives, de Los crímenes de la Rue Morgue, que se esfuerza por acercar los clásicos a los jóvenes de una manera especialmente didáctica. No pude resistirme y me detuve en el análisis crítico, no solo por ver el propio análisis sino también por saciar la curiosidad de entrever qué se les ofrece a los muchachos imberbes. Se limitaba a explicar la estructura de la novela policial con sus fases de presentación del caso, búsqueda de pruebas y posterior descubrimiento del enigma. En definitiva, que no se podían entresacar temas humanos de mayor enjundia, que son los que a mí me llaman a la lectura de los clásicos.
A mi modo de ver, de los dos relatos lo que trasciende es el método. Como en otros relatos Poe se extiende sin pudor en largas digresiones y, ya sean estas científicas o pseudocientíficas, son estas las que a mí más me llaman la atención. Ahondando en ello me he encontrado con esta frase de Neruda al hilo de un comentario de su composición poética más conocida, El cuervo:

«Poe, en su matemática tiniebla, parece transmitirnos el horror mental, de teorema, de vacío místico, que baña todas las obras del escritor».
No es fácil desentrañar un significado, lo cual me ha servido para releer el poema. Para Poe, la imaginación debe ser domada con un rigor semejante a un mecanismo de relojería. Estos comentarios críticos me han hecho reflexionar mientras leía, y probablemente contribuirán a enriquecer posteriores lecturas del maestro. Desde luego que Poe abrió el camino de la novela policíaca sin pretenderlo, porque Poe ante todo se regodea en el “método analítico” propiamente dicho.

Concluyo con dos fragmentos escogidos de manera más o menos desafortunada, pero que creo sirven para maximizar mis comentarios. Así comienza Los crímenes de la calle Morgue:

Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física, y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar.

Y así termina El misterio de Marie Rogêt:

Nada más difícil, por ejemplo, que convencer al lector corriente de que el hecho de que el seis haya sido echado dos veces por un jugador de dados, basta para apostar que no volverá a salir en la tercera tentativa. El intelecto rechaza casi siempre toda sugestión en este sentido. No se acepta que dos tiros ya efectuados, y que pertenecen por completo al pasado, puedan influir sobre un tiro que sólo existe en el futuro. Las probabilidades de echar dos seises parecen exactamente las mismas que en cualquier otro momento, vale decir que sólo están sometidas a la influencia de todos los otros tiros que pueden producirse en el juego de dados. Esta reflexión parece tan obvia que las tentativas de contradecirla son casi siempre recibidas con una sonrisa despectiva antes que con atención respetuosa. No pretendo exponer aquí, dentro de los límites de este trabajo, el craso error involucrado en esa actitud; para los que entienden de filosofía, no necesita explicación. Baste decir que forma parte de una infinita serie de engaños que surgen en la senda de la razón, por culpa de su tendencia a buscar la verdad en el detalle.

martes, 16 de octubre de 2018

El coloso de Marusi (1941), de Henry Miller



Sin ser un autor que me encandile, no puedo evitar echarle un ojo a todo aquello de Miller que llega a mis manos. En este caso mi pasión por lo griego me obligó a detenerme un poco más.

Miller escribe sobre sí. Apenas he pasado de puntillas por los “Trópicos” pero en la presente obra es su lente la que nos describe Grecia, o mejor deberíamos decir la lente que nos describe a las personas que se encuentra en Grecia, la mayoría griegos, naturalmente, y a través de sus continuas descripciones de caracteres lo conoceremos a él, y su carácter nos puede gustar o no, pero desde luego que yo agradezco su honestidad.

Hay referencias literarias, hay personajes conocidos como su amigo Lawrence Durrel, motivo de la visita, hay poetas griegos como Katsimbalis, (el gran protagonista griego de la novela, al que Miller admira por su enorme carácter y vitalidad), hay una situación histórica que es el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, hay una idiosincrasia griega (visión parcial, al igual que la visión de la idiosincrasia americana, francesa o inglesa, que construye a partir de unos pocos personajes que él conoce) y luego están también las islas griegas, Corfú o Creta, y los parajes legendarios como Micenas, Epidauro, Tebas, Delfos, Esparta, el caos de la ciudad de Atenas.

Un fragmento para definir a Katsimbalis y, como sucede durante toda la novela, al propio Miller:



Daba la impresión de estar hablando siempre de sí mismo, pero sin alabarse nunca. Hablaba de él porque era la persona más interesante que conocía. Me gusta mucho esa cualidad, de la que yo mismo tengo un poco.



Quizás el móvil que atraviesa todas las páginas de esta novela es el contraste entre América y Grecia. Todos los griegos admiran América y quieren emigrar allí mientras que Miller parece odiar todo lo que su país representa:



―¿Y qué tiene Grecia para gustarle tanto ―preguntó uno.

Sonreí. «Luz y pobreza».

―Usted es un romántico ―contestó el que había hecho la pregunta.

―Sí. Soy lo bastante loco para creer que el hombre más feliz de la Tierra es el que tiene menos necesidades. Y creo también que una luz como la que ustedes disfrutan borra toda fealdad. Desde que estoy en su país sé que la luz es sagrada, Grecia es para mí una tierra sagrada.

―¿Pero ha visto usted qué pobre es la gente y la miseria en que vive?

―He visto peor miseria en América ―contesté―. La pobreza sola no hace a la gente miserable.

―Usted dice eso porque tiene suficiente…

―Puedo decirlo porque toda mi vida he sido pobre ―respondí, y agregué―: Y soy pobre ahora. Tengo el dinero justo para volver a Atenas. Cuando esté allí tendré que pensar en obtener más. No es el dinero lo que me mantiene. Es la fe que tengo en mí y en mis propias fuerzas. En espíritu soy millonario; tal vez la fe en el resurgimiento personal es lo mejor que tenga América.



En Atenas disfruté el placer de la soledad; en Nueva York me he sentido siempre solo, con esa soledad del animal enjaulado, que lleva al crimen, al sexo, al alcohol y otras locuras.




En fin, que la soberbia de Miller te puede gustar más o menos, pero qué duda cabe que da de sí buenos fragmentos:



Mantener la mente vacía es una proeza, una proeza muy saludable. Estar en silencio todo el día, no ver ningún periódico, no oír ninguna radio, no escuchar ningún chisme, abandonarse absoluta y completamente a la pereza, estar absoluta y completamente indiferente al destino del muno, es la más hermosa medicina que uno pueda tomar. Poco a poco se suelta la cultura libresca; los problemas se funden y se disuelven; los ligámenes se rompen; el pensamiento, cuando uno se digna a entregarse a él, se hace muy primitivo; se mira a las plantas, a las piedras y a los peces con ojos diferentes; se pregunta uno a qué conducen las luchas frenéticas en que están envueltos los hombres;



Las mejores historias que he escuchado no tenían pies ni cabeza, los mejores libros que conozco son los que no puedo recordar su argumento, los mejores individuos son los que no llevan a uno a ninguna parte.


miércoles, 10 de octubre de 2018

El viaje de los argonautas (S. III a.C), de Apolonio de Rodas




Estamos, tanto por su cronología como por su valor literario, ante el tercer poema épico heroico del ámbito griego. Son 5 siglos de diferencia con respecto a las epopeyas de Homero y el público al que va dirigido no es el mismo. Homero se dirige al pueblo en su conjunto, un auditorio que ya conoce y admira a los héroes retratados. En cambio Apolonio, como erudito, se recrea en recuperar una saga antigua para unos pocos lectores, que no oyentes. De la poesía oral se pasa a la que se suele denominar “épica culta”, entre la cual destaca la Eneida de Virgilio.

La saga de los intrépidos héroes que navegaron a bordo de la Argo para conquistar el vellocino de oro es muy antigua. Homero menciona en la Odisea a «la nave Argo que cruzó el alta mar, celebrada por todos». Sin embargo los antiguos cantares sobre esta leyenda se perdieron y es gracias a Apolonio que nos han llegado. También nos ha llegado una versión parcial, el poema de Píndaro, la Pítica, y otra alusiva a un contexto más amplio, la tragedia Medea, de Eurípides.

De nuevo nos enfrentamos a las olas batiendo las naves de los héroes, las costas misteriosas, los monstruos gigantescos, las magas sabias, enamoradizas y peligrosas, y también la conquista de un botín, el ansiado regreso al hogar.
Todo el mundo griego participa. Apolonio incluye a 56 héroes que representan a una gran cantidad de ciudades y familias. Seguramente que otras versiones incluían a héroes de otras tierras o pueblos, de manera que todos los griegos se veían honrosamente representados. Heracles, Peleo, padre de Aquiles, Telamón, padre de Ayax, Orfeo, sin rival con la lira, un velocísimo corredor, incluso sobre la superficie del mar, el boxeador Polidectes, Linceo el de la vista extraordinaria… Nos puede causar risa tal desfile de héroes, como si hoy estuviéramos por encima de sueños de gigantes, como si no existieran los héroes de Marvel.

Ninguno de estos héroes míticos resta protagonismo a un indeciso Jasón, ni siquiera el mismo Heracles, al que abandonan muy pronto y de manera circunstancial en una isla y del que solo se acuerdan cuando acecha el infortunio. Y una vez que desembarcan en la Cólquide (Mar Negro) Jasón se las tendrá que ver a solas con su destino. Será Jasón quien realice las terribles pruebas impuestas por Eetes hasta conquistar el vellocino de oro, eso sí, contando con la ayuda mágica de Medea, más valiosa y poderosa que cualquiera de los héroes.

Para leer con calma si gustas del placer de perderte entre los mitos griegos.
 Dejo un fragmento curioso, al principio del canto primero, de cómo introducen la nave, la Argo, en el mar.

Trazaron un surco bajo la proa hacia el mar, de la anchura y largo en el que la nave iba a avanzar empujada por sus manos, y a medida que avanzaba, lo excavaban más profundo bajo la carena. En el surco colocaron los pulidos rodillos; empujaban la nava inclinando la proa hacia abajo sobre los rodillos delanteros, de modo que avanzara deslizándose sobre ellos. Luego, por arriba, colocaron los remos a ambos lados de modo que sobresaliera un codo el mango, y los ataron a los escálamos. Junto a aquéllos se distribuyeron en ambos costados y se aplicaron a empujar con el pecho y las manos. Luego subió Tifis, para enseñar a los jóvenes a empujar al compás. Daba las órdenes con grandes voces; y ellos, inclinándose, con toda la fuerza impulsaron la nave a un grito de marcha, con impetuosidad, desde sus puestos, mientras se esforzaban con los pies, hincándolos para el arrastre.

Y otros del ardor amoroso, que no le va a la zaga al guerrero:

Mientras tanto Eros llegó a través de una clara bruma invisible, tumultuoso, como se lanza sobre las jóvenes reses el tábano, al que los pastores de bueyes llaman el moscón. Rápidamente junto a la parte inferior de las jambas el vestíbulo tensó su arco y escogió e su carcaj un resonante dardo aún no usado. Desde allí cruzó con sus ágiles pies el umbral, sin que nadie le viera, mirando a uno y otro lado agudamente. Diminuto y oculto a los pies del propio Jasón, ajustó las muescas de la flecha al centro de la cuerda y, tensándola, directo don ambas manos disparó sobre Medea. El corazón de la joven se quedó atónito.

Ambos fijaban unas veces sus ojos sobre el suelo, vergonzosos, y otras veces se lanzaban entre sí sus miradas, mostrando una amable sonrisa bajo las cejas claras.

lunes, 1 de octubre de 2018

El perseguidor (1959), de Julio Cortázar



Sin tratar, ni mucho menos, de llevar a cabo un exhaustivo análisis de este fantástico relato de Cortázar, me atrevo a plantear dos puntos de vista, uno sencillo, el del argumento, y otro, más complejo, el de los símbolos.

Desde el primer punto de vista el argumento es sencillo y lo bastante interesante como para servir de acicate para la lectura. El protagonista, Johnny Carter, es un excepcional saxofonista de jazz al cual le pierde la marihuana y el alcohol. Es un genio que permite la comparación con Mendel el de los libros, de Stefan Zweig o con el fabuloso jugador de ajedrez de Nabokov, Luzhin. Como ellos es un genio, en este caso de la música, y como ellos se muestra incapaz de salir airoso de cualquier situación cotidiana.

Bruno, amigo suyo, periodista y crítico musical que acaba de escribir su biografía, “persigue” a Johnny constantemente y trata de ayudarle. En cambio Johnny, que no se deja ayudar, vive en su propio mundo, “persiguiendo” al tiempo, atacado por una eventual esquizofrenia que le hace plantearse continuamente una concepción extraña del espacio y del tiempo que le toca vivir y a partir de la cual desarrolla sus teorías musicales sobre la improvisación. 


El segundo punto de vista es inmarcesible. Cortázar se basa en la figura de Charlie Parker, como reza en el epígrafe de entrada:



In memoriam Ch. P.



Los otros dos epígrafes dan mucho de sí también. El primero admite muchas interpretaciones:



       “Sé fiel hasta la muerte”

        Apocalipsis, 2, 10.



El segundo pertenece a un poeta a menudo mencionado a través del relato.



        “O make me a mask”

         Dylan Thomas.



Este epígrafe, en relación con el anterior, se refiera a la propia biografía que escribe Bruno sobre el saxofonista, que es ajena al propio artista al ocultar todo lo escabroso de su personalidad, su esquizofrenia y su desenfrenada afición a las drogas. La biografía puede ser la máscara del personaje. Bruno es la antítesis de Johnny.



Además está el propio título del texto, al que ya aludimos más arriba. Bruno persigue a Johnny pero Johnny persigue atrapar al tiempo, una concepción del tiempo que ni él mismo alcanza a entender. El tiempo, la descripción de la improvisación musical, las drogas, la locura. Este pequeño relato da mucho de sí porque la música viene a suponer una especie de momento místico de comunión con Dios, sustitúyase Dios por Absoluto.



No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Te das cuenta?



Nadie puede ser más vulgar, más común, más atado a las circunstancias de una pobre vida; accesible por todos lados, aparentemente. No es ninguna excepción, aparentemente. Cualquiera puede ser como Johnny, siempre que acepte ser un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento. Aparentemente. Yo que me he pasado la vida admirando a los genios, a los Picasso, a los Einstein, a toda la santa lista que cualquiera a admitir que esos fenómenos andan por las nubes, y que con ellos no hay que extrañarse de nada. Son diferentes, no hay vuelta que darle. En cambio la diferencia de Johnny es secreta, irritante por lo misteriosa, porque no tiene ninguna explicación. Johnny no es un genio, no ha descubierto nada, hace jazz como varios miles de negros y de blancos, y aunque lo hace mejor que todos ellos, hay que reconocer que eso depende un poco de los gustos del público, de las modas, del tiempo, en suma.



Y ya para los más avezados lectores, la crítica literaria abunda en la comparación de este pequeño relato con el Dr. Faustus, de Thomas Mann, a decir de algunos la mejor obra escrita donde la música es la absoluta protagonista y que probablemente abordaré en una próxima ocasión.


En lo personal, esta lectura ha sido todo un acicate para descubrir algunas piezas de jazz de un instrumento, el saxofón alto, que me es muy familiar.