lunes, 28 de enero de 2019

El capote (1842), de Nikolái Gógol



        Dice la Wikipedia que un crítico francés especialista en literatura rusa acuñó la frase: “Todos hemos salido de El capote de Gógol”, y que la frase se popularizó hasta tal punto (mundo kafkiano) que ha terminado por atribuírsele, equivocadamente, a Dostoievski. No sé, en un rudimentario manual de literatura que poseo sí se atribuye a Dostoievski. Salir de dudas tampoco me parece trascendente; quedémonos con la vacuidad de las grandes conclusiones. En todo caso, saquemos “la navaja de Ockham” y quedémonos con la conclusión más sencilla. Después de una primera lectura me atrevo a decir que sería más acertado, aunque menos atractivo, decir, que todos venimos de las novelas peterburguesas de Gógol. Otros relatos como La avenida del Nevá o La nariz, están a la misma altura en cuanto a calidad pero al mismo tiempo comparten el mismo marco urbano y similares líneas estilísticas y temáticas. Está la ciudad de San Petersburgo, la sátira, la función de escaparate social que ejercen las principales vías públicas, la mezquina e ineficaz burocracia, las ambiciones estúpidas, la miseria económica y moral del pueblo, un fresco de la ciudad de San Petersburgo del período. Está también el narrador directo que se dirige a nosotros con libertad y con permanente ironía. Los personajes nos confiesan sus pesadillas, sus fantasías más innombrables. Su prosa es moderna, fácilmente entendible, ora realista, ora romántica. No en vano se ha dado en calificar como “Gogolesca” a la mirada del maestro. A mi modo de ver su mirada debería haber disfrutado de una mayor trascendencia, o quizás sucede que me ha costado descubrir a Gógol.



Un pobre funcionario despreciado por todos y que ha perdido prácticamente hasta la capacidad para pensar por sí mismo, despierta nuestra piedad.



Únicamente cuando una broma excesiva, cuando le pegaban en el codo impidiéndole proseguir su faena, decía: «Déjenme. ¿Por qué me tratan así?» Y había algo singular en estas palabras y en la entonación, algo que movía a piedad, porque un joven, recién ingresado en el cuerpo y que, siguiendo el ejemplo de los demás, se permitió también burlarse de Akaki Akákievich, se detuvo de pronto como herido por el rayo al oírlo y, a partir de entonces, todo pareció cambiar a sus ojos y se le reveló bajo otro aspecto. Cierta fuerza sobrenatural lo apartó de los colegas con quienes se había relacionado tomándolos por hombres correctos y de mundo. Y durante mucho tiempo le sucedió luego, aun en los momentos de mayor solar, representarse de pronto al funcionario bajito con su calva y sus desgarrador «Déjenme. ¿Por qué me tratan así?», palabras detrás de las cuales escuchaba: «soy hermano tuyo».



La trama despega cuando nuestro pobre funcionario se ve en la necesidad de comprarse un capote nuevo. Es magistral cómo Gógol alude a nuestra piedad a través de un personaje que pisa la calle de puntillas para no gastar la suela, que vive a oscuras para ahorrar vela, o que se quita la ropa nada más llegar a casa para no mancharla innecesariamente. En este mundo tan triste la necesidad de adquirir un nuevo capote adquiere las más elevadas dimensiones. Por un instante su vida cobra sentido.



Akaki Akákievich tenía la costumbre de guardar, por cada rublo que gastaba, medio kope, en un cofrecillo cerrado con llave y provisto de una ranura en la tapa para echar el dinero. Al final de cada semestre, recontaba la suma reunida en calderilla y la sustituía por moneditas de plata. Así lo había hecho durante largo tiempo y, al cabo de varios años, la cantidad reunida rebasaba los cuarenta rublos. Así pues, la mitad estaba en sus manos; pero ¿dónde obtener la otra mitad? ¿De dónde sacar cuarenta rublos más? A fuerza de cavilar, Akaki Akákievich llegó a la conclusión de que habría de reducir los gastos corrientes durante un año por lo menos: renunciar a la cena y a la luz de las noches y, en caso de que tuviera algún trabajo, ir al cuarto de la patrona y hacerlo a la luz de su vela: al andar por la calle, pisar con la suavidad y la precaución máximas, casi de puntillas, en las piedras y las losas, para no desgastar prematuramente las suelas, dar la ropa a lavar con la menor frecuencia posible y, para que durase más, quitársela en cuanto llegara a casa, cubriéndose sólo con un añoso batín de semialgodón al que ni siquiera el tiempo había maltratado en exceso. A decir verdad, al principio le costó un poco acostumbrarse a estas privaciones, pero luego se hizo a ellas y todo marchó normalmente. Incluso se habituó a pasar hambre por las noches, pues, en cambio, se alimentaba espiritualmente acariciando en sus pensamientos la idea perenne del futuro capote.



Adquirido el nuevo y flamante capote, su vida parece recobrar el sentido, y sin embargo sucede todo lo contrario porque unos ladrones le roban el capote. Surge entonces en nuestro querido protagonista un sentimiento de protesta, de injusticia, que le lleva a levantar la voz por primera vez en su vida. No digo más, para que os dignéis leer al maestro. Tampoco os detengáis en el argumento. Se trata de uno de los relatos más afamados de la historia de la literatura universal. Según reza la Wikipedia Nabokov consideró El capote, junto con La metamorfosis de Kafka, la única novela sin fisuras de la literatura universal. Para gustos los colores.


miércoles, 23 de enero de 2019

Gato bajo la lluvia y Colinas como elefantes blancos, de Ernest Hemingway




 Comparten ambos relatos una estética común, y probablemente estén entre los más utilizados en talleres literarios, inmejorables modelos de la técnica a utilizar en el relato corto.

Son relatos que se resisten a una primera lectura; cuando menos a mí se me han resistido, y me consta que a otros lectores también. La primera vez que me enfrenté a Colinas como elefantes blancos estuve atento al paisaje, que no es otro que mi paisaje vital.

Las colinas al otro lado del valle del Ebro eran alargadas y blancas. A este lado no había sombra ni árboles, y la estación quedaba entre dos líneas férreas, al sol.

La estructura y los diálogos me parecieron muy buenos pero no me provocaron mayores sensaciones. Lo que más me llamó la atención fue el título, la metafórica maestría con la que había sabido identificar los rasgos fundamentales de los conglomerados que acompañan al Ebro en su curso medio. Después de la lectura un profesional de los talleres de escritura vino a destripar el relato y me mostró un drama interno que, no os voy a engañar, me pasó completamente desapercibido.
Son cinco páginas casi cubiertas de diálogo entre una joven y su amante que esperan la llegada del tren. Hablan del aborto. No están de acuerdo. La mujer nos cae bien mientras él nos parece egoísta. «Yo por ti haría cualquier cosa», dice ella, mientras él le responde «¿Quieres callarte por favor, por favor, por favor, por favor, por favor, por favor, por favor».
Los elefantes blancos, regalo proverbial que hacía el rey de Siam a los cortesanos que habían perdido su favor, pues el gasto de mantenerlos acabaría arruinándoles, se vuelven aquí metáfora de los hijos no queridos, y más aún de la relación sexual espiritualmente onerosa cuando el hombre no está a la altura.

Me hubiera pasado exactamente lo mismo con Gato bajo la lluvia de no estar sobre aviso. Este relato, mejor que ningún otro, ilustra a la perfección la técnica del iceberg, además de pasar la pelota al lector para que complete el relato con su propio punto de vista. Lo dicho, un filón inagotable para un taller de lectura o escritura.

La esposa americana estaba sentada junto a la ventana, mirando a la calle. Fuera, justo debajo de la ventana, una gata se acurrucaba bajo una de las empapadas mesas verdes. La gata intentaba reducir al máximo su tamaño para no mojarse.

Estos relatos me han llevado a una reflexión (ciertamente desordenada). Para empezar no creo necesario entrar en valoraciones acerca de si es mejor un estilo que otro. Hay críticos que han calificado a Hemingway de poeta menor, quizás por priorizar la técnica sobre el tema, aunque no me cabe duda que algunos de sus relatos han alcanzado ya la inmortalidad. Cierto que a mí me gustan más otros relatos, los que me conducen directamente a la reflexión. Hace muchos meses que leí Amo y criado, de Tolstoi. La calidad del relato de Tolstoi ni la comento. Cierto que carece de la técnica de la síntesis de Hemingway, también que es explícito y muchísimo más extenso que cualquiera de sus relatos, y sin embargo os aseguro que sigue dando vueltas en mi cabeza. Hemingway enarbola el tema de la paternidad desde variados puntos de vista. Apenas dice nada pero se bifurca en senderos para más o menos abundamiento. En cambio Tolstoi expone a un hombre a la muerte al mismo tiempo que cuestiona su vida entera. No os vayáis a creer, no solamente Hemingway usa de la técnica del iceberg. Tolstoi no se queda atrás, ni mucho menos, en la sugerencia.
Si tengo que elegir me quedo con Tolstoi. La temática que Hemingway expone no atrapó mi atención, aunque obviamente interesará a muchos otros. Qué duda cabe que significó una obsesión para Hemingway en el entorno de sus relaciones amorosas y matrimoniales; no puede ser de otra forma. De todas maneras Hemingway no ofrece, ni mucho menos, soluciones; solamente plantea el problema, si acaso lo expone. En cierta manera se trata de un acertijo que hay que descifrar, o así lo he visto yo. Quizás en una próxima lectura opine de manera diferente.

Dicho lo cual, queden avisados los lectores de la profundidad de estos relatos. Para nada se trata de spoiler sino de disfrutar en mayor medida de la prosa de Hemingway, de avanzar, en la medida de lo posible, de sacarle más provecho a una disciplina, la lectura, en la que invertimos, a veces, demasiado tiempo y energías.

miércoles, 16 de enero de 2019

Historia Universal de la infamia (1935), Jorge Luis Borges




Sin ser fan de Borges, ni mucho menos, he disfrutado de esta colección de pequeños relatos. Podríamos decir que Borges prioriza el continente sobre el contenido.
Nos avisa el propio autor, en el prólogo a la primera edición, que «No son, no tratan de ser, psicológicos». Sumamos esta confesión: «Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas».
En el prólogo a la edición revisada de 1954 abunda en la materia y define su propia obra como “barroca”: «Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura»; «el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la arquitectura y de la pintura del XVII; yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios».
Valga como perfecto ejemplo este fragmento que hay que leer con detenimiento:

Perfilados bien por un fondo de paredes celestes o de cielo alto, dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre zapatos de mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos parejos, hasta que de una oreja salta un clavel porque el cuchillo ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal el baile sin música. Resignado, el otro se acomoda el chambergo y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio.

Borges es plenamente consciente de que su pequeño compendio de relatos no tiene otro valor que el de un entretenido juego literario, e insiste en ello.

«Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias».

«Los doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad»

A mí me ha gustado especialmente la parte dedicada al libro de Herbert Asbury, Gangs of New York: An informal History of the Underworld (obviamente Borges no se vio contaminado por la fabulosa película de Scorsese). También me ha llamado la atención Hombre de la esquina rosada, que me ha llevado a la siguiente reflexión: ¿deberíamos traducir a Borges? Digamos que se trata de una pregunta retórica con obvia respuesta, pero como observo que hay un amplio segmento de la población española a favor de subtitular hasta la Roma de Cuarón…

jueves, 10 de enero de 2019

El gran río Two-Hearted (1925), Ernest hemingway




Me gusta Hemingway. Lo curioso que me ha gustado de siempre. También me gustaba con menos de veinte añitos, y eso sí que es mérito, sin ir más allá, sin necesidad de pavonearse con frases altisonantes al estilo de “el mejor escritor americano de todos los tiempos”, “un escritor fundamental para comprender el siglo XX”. También me asombra lo de la “teoría del iceberg”. Nada que objetar, nada que achacar a Hemingway, pues supongo que no es más que un juego de la prensa y de los académicos, ponerle nombre a la creación literaria, a la selección, a eso tan simple que consiste en separar el grano de la paja. Ni que hubiera sido Hemingway el inventor de la literatura, eso es lo que me asombra.
Leo sus cuentos y la mayoría pasan desapercibidos. Puede ser que no me llame la atención el eje conductor, o que no sea capaz de captar lo esencial a través de una lectura superficial, o sencillamente que no todos alcancen un alto nivel. De pronto he topado con un relato que me ha provocado a escribir estas líneas. Necesito dejar huella para volverlo a leer.
Se trata de un relato que aparentemente no tiene nada de excepcional. Ni tenemos muchos datos ni falta que nos hace, un hombre y su mochila, una excursión al monte, una acampada y a pescar truchas.
Comienza el relato en un paisaje calcinado, un pequeño pueblo y unas hectáreas de bosque arrasadas por un incendio. Una vez terminado el relato es cuando me acuerdo del paisaje y vuelvo a él; es entonces cuando me doy cuenta de que simboliza o representa la civilización, quizás la guerra, la destrucción, pero no hay que darle un enfoque intelectual y buscar símbolos donde quizás no los haya. Simplemente se trata del contraste entre el mundo y la soledad, entre la lucha cotidiana y la plena comunión con la naturaleza. Acompañamos al personaje hasta el interior del bosque. Camina sin perder de vista el río, que es la guía. Somos conscientes de que el ejercicio físico y la soledad conducen al abandono, a una reflexión sana y desinhibida, a un sumo placer. No hay más. El protagonista busca un lugar adecuado para acampar. Se regodea en dejar crecer el hambre para luego disfrutar con más intensidad de una cena sabrosa. Somos testigos de cómo acomoda el terreno del campamento, instala su tienda, prepara un fuego, coge agua del río, cena, toma café. Se levanta temprano, eufórico por la cercanía del río. Recolecta un buen puñado de saltamontes y a pescar. Nos muestra un provechoso y tranquilo día de pesca. Nada más. No sabemos los días que durará la pesca. Dejamos al personaje en el monte y lo único que sabemos es que es feliz.
Solamente encuentro una referencia a otros pescadores, una sátira feroz:

Se había mojado la mano antes de tocar la trucha para no alterar la delicada mucosidad que la recubría. Si tocabas una trucha con la mano seca un hongo blanco atacaba el lugar sin protección. Años antes, cuando pescaba en ríos abarrotados, con pescadores río arriba y pescadores río abajo, Nick se había tropezado una y otra vez con truchas muertas, cubiertas de ese hongo blanco, detenidas en una roca o flotando tripa arriba en algún remanso. A Nick no le gustaba pescar con más gente en el río. A no ser que formaran parte de tu grupo, estropeaban la pesca.

Supongo que el protagonista es Hemingway. Tiene una fabulosa manera de describir los actos más sencillos, y me parece perfecta su manera de describir la naturaleza, sin alambicamientos, llamando a las cosas por su nombre. Hay hayas, pinos, helechos, hay verdes y marrones, solamente recuerdo un color con tintes metafóricos, el color a tabaco que trata de describir las tripas del saltamontes al ser atravesadas por el anzuelo.
Sigo adelante, si Hemingway no se enrolla en sus relatos mucho menos lo haré yo con una burda reseña.