martes, 30 de abril de 2019

Verano (2009), de J. M. Coetzee




Gran sorpresa, enorme escritor por explorar.
Fue necesario superar el escollo de una introducción que juega al despiste para entrar de lleno en una auténtica proeza de narrador. Da lo mismo que abuse de registros agudos y novedosos porque de igual manera nos atrapa en su red.
¿Todo está dicho en literatura? Las maneras de ahondar en todo aquello que nos atribula son infinitas. Coetzee ejemplifica el futuro de la novela.
Un periodista pretende escribir la biografía de un escritor ya fallecido que ganó el premio nobel, un tal Coetzee. Para acercarse a la persona entrevista a cuatro mujeres que tuvieron con él algún tipo de relación, más o menos sentimental, y un hombre. ¿Cinco diálogos?

Se trata de la tercera de una serie de memorias noveladas, continuación de Infancia y Juventud. Como veis me he enganchado por la última, de manera improvisada.
A lo largo del texto no he dejado de reflexionar. He llenado varios folios con mis notas. Muy recomendable para todos aquellos que pretendemos contar historias.
Un biógrafo reúne y reinterpreta de una u otra forma la opinión de cinco personas que tuvieron importancia en la vida de John Coetzee. Cada uno de los personajes enarbola una opinión particular, de la misma manera que cada uno de nosotros nos labramos nuestra propia opinión de los demás. Aunque reconocemos a Coetzee en todas las opiniones, desde luego que el Coetzee resultante es diferente en cada una de ellas. Además, y me parece que es un punto muy importante a tener en cuenta, no se trata del mismo Coetzee a lo largo del tiempo.

Parecía fuera de lugar, deseoso de marcharse cuanto antes. No había aprendido a ocultar sus sentimientos, que es el primer paso hacia los modales civilizados.

Sé que más tarde se labró una notable reputación, pero ¿era realmente un gran escritor? Porque, a mi modo de ver, tener talento narrativo no basta si uno quiere ser un gran escritor. También tienes que ser un gran hombre, y él no lo era. Era un hombre pequeño, un hombrecillo sin importancia.

Pero fijaos qué curioso, las entrevistas, que tienen la finalidad de darnos a conocer al escritor, al mismo tiempo definen perfectamente a cada uno de los entrevistados, construyendo un microcosmos cuyo epicentro es Coetzee.

En aquella época yo siempre notaba cuándo un hombre me miraba. Sentía una presión en los miembros, en los pechos, la presión de la mirada masculina, unas veces sutil y otras no tanto. Usted no comprenderá de qué le hablo, pero las mujeres sí. Con aquel hombre no había ninguna presión detectable. En absoluto.

Un apéndice inicial y otro final, a la manera de notas encontradas entre los papeles del escritor, completan el panorama.

¿Qué indica esto sobre el funcionamiento del mundo? Lo más evidente que parece indicar es que el camino que conduce a través del latín y el álgebra no es el camino hacia el éxito material. Pero puede indicar mucho más: que comprender las cosas es una pérdida de tiempo, que si quieres tener éxito en el mundo, una familia feliz, una bonita casa y un BMW no deberías tratar de comprender las cosas, sino tan solo sumar las cifras o pulsar los botones o hacer cualquier otra cosa que haga la gente de marketing y por la que son tan espléndidamente recompensados.

Dicho lo cual no me hagáis mucho caso porque lo mío no es más que una lectura superficial. Queden los análisis sesudos para los bien pagados profesores de Universidad.
Se trata Coetzee de un escritor visceral, que escribe por necesidad, para conocerse a sí mismo. Frío lo denominan las mujeres de su vida, pese al magma que sobresale de su interior.
¡Oh, sí! ¡Cómo se expresa Coetzee! Prioriza el contenido sobre el continente, independientemente de que sea capaz de hacerlo con planteamiento tan fabuloso. La imagen que los demás guardan de él es vulgar, patética, verosímil. Retraído, esquivo en sociedad, rodeado de libros, absorto en sus pensamientos. Julia, Margot, Adriana, Martin y Sophie nos los cuentan con una frescura envidiable.

Otro punto fuerte de esta novela, bajo mi particular punto de vista, es Sudáfrica. No hace mucho tiempo que la curiosidad me llevó a leer cosillas acerca de la historia de los Boers, afrikaners. La complicada situación de la Sudáfrica del apartheid aparece tan solo como telón de fondo grandioso de las peculiaridades de nuestro buen Coetzee. Luego está el fabuloso medio físico, Ciudad del Cabo, el parque natural de Karoo para los aficionados a la geología.

Sudáfrica: cultivábamos cierta provisionalidad en nuestros sentimientos hacia ella, él tal vez más que yo. Éramos reacios a integrarnos demasiado en el país, puesto que más tarde o más temprano sería preciso cortar nuestros vínculos con él, esa integración quedaría anulada.

No voy a entretenerme explicando cosas concretas de cada uno de los narradores, que podría. Solo espero que mi positividad no sirva para que el lector afronte esta novela imaginando que será la panacea. No os forméis grandes expectativas no vaya a ser que salgáis trasquilados. Se trata de una historia honda y singular, diferente a todo aquello que hayáis leído con anterioridad, que no es poco.

―¿De veras crees eso? ―me preguntó―. ¿Qué los libros dan significado a nuestra vida?
―Sí ―respondí―. Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior. ¿Qué otra cosa debería ser?
―Un gesto de rechazo ante la cara del tiempo. Un intento de alcanzar la inmortalidad.
―Nadie es inmortal. Los libros no son inmortales. El planeta sobre el que estamos será absorbido por el sol y quedará reducido a cenizas. Tras lo cual el mismo universo sufrirá una implosión y desaparecerá por un agujero negro. Nada sobrevivirá, ni yo ni tú ni, desde luego, los libros que interesan a una minoría sobre hombres imaginarios de la frontera en la Sudáfrica del siglo dieciocho.
―No me refería a inmortal en el sentido de existir fuera del tiempo. Me refería a sobrevivir más allá de tu desaparición física.
―Quieres que la gente te lea después de muerto?
―Aferrarme a esa perspectiva me procura cierto consuelo.

Leo fragmentos y enlazo con lecturas frescas, la obsesión por la inmortalidad de Unamuno, el mejor London de Martin Eden.
Coetzee reflexiona sobre la visión que los demás tienen de él, sobre la muerte y la posteridad. No importa lo que nos dice, a veces en boca de los demás, otros en la suya propia, lo importante es que nos provoca a la reflexión.

¿Y no debería eso darle que pensar? ¿No va a escribir un texto que inevitablemente se decantará hacia lo personal y lo íntimo a expensa de los logros reales del hombre como escritor? ¿Será algo más, y perdóneme por decir tal cosa, algo más que chismorreos femeninos?

Le repito que me parece extraño que escriba la biografía de un escritor dejando de lado su obra. Pero tal vez me equivoque.

Mi opinión sobre el particular no tiene ninguna importancia. Lo importante es lo que él mismo creía. Y a ese respecto la respuesta es clara. Creía que la historia de nuestra vida es nuestra para edificarla como deseemos, dentro de las restricciones impuestas por el mundo real e incluso contra ellas, como usted mismo ha reconocido hace un momento.

¿Una conclusión? A veces siento que el artificio y la innovación caen en una especie de esnobismo onanista, y perdonen la expresión artificial. Virginia Woolf o Joyce, a mi manera de ver, fracasan en muchas de sus obras, que sobreviven ajenas, hostiles incluso, al lector. Coetzee usa de un planteamiento complejo pero su expresión es elaborada pero sencilla. Otra cuestión es que su reflexión sea honda. Siento que con solo una novela de tamaño medio conozco al hombre. Gracias, Coetzee.

martes, 23 de abril de 2019

San Manuel Bueno mártir (1931), Miguel de Unamuno





Habla Ángela Carballino, una mujer de fe y recias costumbres que habita un pueblecito de la provincia de Zamora a orillas del lago Sanabria. Ella dispuso de oportunidades porque un hermano emigrado a América mandaba dinero a su familia, y sin embargo la magnética figura del cura Don Manuel la arraiga a su pequeño pueblo. Tanto así que cuando regresa su hermano de América, Lázaro, lleno de ideas modernas, progresistas y antirreligiosas, también termina convirtiéndose, como su hermana, en seguidor de Don Manuel. De descreído a devoto y gran amigo del cura Don Manuel. ¿Qué le convierte? ¿Qué hace que Ángela y su hermano, así como todos los vecinos, hagan un santo de Don Manuel?
El carácter del cura nos es definido a partir de una corta serie de anécdotas. El libro en sí se lee en un santiamén, 24 capítulos cortitos, medio centenar de páginas. Imaginé, mientras lo leía, que el propio Unamuno habitaba bajo la sotana de Don Manuel. No es nada más que un hombre bueno y recto que se deja guiar por el sentido común.

―No tengo licencia del señor obispo para hacer milagros.
Le preocupaba, sobre todo, que anduviesen todos limpios. Si alguno llevaba un roto en su vestidura, le decía: «Anda a ver al sacristán y que te remiende eso.» El sacristán era sastre. Y cuando el día primero de año iban a felicitarle por ser el de su santo ―su santo patrono era el mismo Jesús Nuestro Señor―, quería don Manuel que todos se le presentasen con camisa nueva, y al que no la tenía se la regalaba él mismo.
Por todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos distinguía más con él era a los más desgraciados y a los que aparecían como más díscolos.

Al final del relato asoma cierta tensión dramática, que no es gran cosa porque lo que Unamuno pretende es incitar a la reflexión. Todo ello deviene de unas sorprendentes confesiones del cura Don Manuel que, como buen humanista, DUDA. Aparece la vía del suicidio como respuesta al tedio de vivir, la falta de fe en Dios, en la eternidad, en la inmortalidad del alma.
De alguna manera Don Manuel les trasmite un mensaje tanto a Ángela como a Lázaro, para que prosigan con su obra y “finjan” creer ante los fieles, para que no les resten del único consuelo del que disponen, consuelo del que el mismo Don Manuel, el Santo Mártir, careció.
Se plantea una alternativa entre la verdad, trágica, y una felicidad ilusoria, ante la cual Unamuno opta por la segunda. Su ideario, ¿político?, ¿un humanismo cristiano? se trasluce por doquier, una iglesia sin estructuras ni dogmas, una recuperación del Nuevo Testamento. Propugna Unamuno el trabajo contra el ocio, la importancia de lograr alcanzar para todos lo más básico, el alimento, un techo, el vestido, así como el desprecio de la riqueza excesiva.
Resulta esclarecedora una duda que Ángela le trasmite a Don Manuel (fragmento que nos sirve para enviarnos de cabeza a próximas lecturas, la de Calderón, amén del Nuevo Testamento):

―Llegué a casa y me puse a rezar, y al llegar a aquello de «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», una voz íntima me dijo: «¿Pecadores?, ¿pecadores nosotros?, ¿y cuál es nuestro pecado?» ¿Cuál es nuestro pecado, padre?
―¿Cuál? ―me respondió―. Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que «el delito mayor del hombre es haber nacido». Ese es, hija, nuestro pecado: el de haber nacido.
―¿Y se cura, padre?
―¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte… Sí, al fin se cura el sueño…, y al fin se cura la vida…, al fin se acaba la cruz del nacimiento… Y como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde…

En boca de Lázaro se ahonda en conclusiones similares, entroncando con la situación política de España en 1930, época de desequilibrios que desembocará en la República y la Guerra Civil.

―Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado ―me decía―. Él me dio fe.
―¿Fe? ―le interrumpía yo.
―Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe en el contento de la vida. Él me curó de mi progresismo. Porque hay, Ángela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos: los que convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la carne, atormentan, como inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta vida como transitoria, se ganan la otra; y los que no creyendo más que en éste…
―Como acaso tú… ―le decía yo.
―Y sí, y como don Manuel. Pero no creyendo más que en este mundo esperan no sé qué sociedad futura y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro…
―De modo que…
―De modo que hay que hacer que vivan de la ilusión.

Esta novela esconde segundas lecturas y hondas profundidades.
       Mi reseña imperfecta puede ser completada, mucho mejor, en El vuelo de la lechuza.

miércoles, 17 de abril de 2019

No soy Sidney Poitier (2009), de Percival Everett



 
Quizás en esta ocasión me dejo llevar por el prejuicio para traer al blog al primer escritor de color, y lo digo tal cual porque la novela me ha dejado un tanto descolocado. Tiene un principio arrollador, de esos que detesto cuando se trata de ofrecer un golpe de efecto que luego se difumina.

Soy el fruto malhadado de un embarazo histérico, y sorprendentemente, por raro que pueda parecer, no soy ningún histérico. De hecho, soy una persona bastante tranquila, algunos dirían que imperturbable. Soy alto y negro, y el mundo me ve parecido al señor Sidney Poitier, algo que mi pobre madre, trastornada y ya fallecida, no podía saber cuando nací y me puso por nombre No Soy Sidney Potier. Nací al cabo de dos años de una gestación histérica, y quién sabe lo que pasa por la mente de una mujer embarazada que lleva tanto tiempo esperando el momento. Dos años. Al menos eso fue lo que me contaron.

Luego ofrece algunas buenas escenas, otras no tan buenas, quizás fruto del uso (abuso) del absurdo, que en algunas ocasiones me ha recordado a Chesterton (apenas dispongo de herramientas para la comparación). A mí personalmente la segunda parte de la novela me ha agotado. La mayoría de las notas que he tomado provienen de las primeras páginas.

El médico, en su neblina de vino barato, pensó que estaban todas locas, mientras que las vecinas apiñadas creían que solo mi madre estaba loca. A continuación el médico sacó su estetoscopio y auscultó la tripa un buen rato. Volvió a ponerse en pie y dijo:
―Esta mujer va a dar a luz.
Otro aullido de mi madre.
―Y yo diría que de manera inminente.
―¿Quiere que hierva un poco de agua? ―dijo una de las mujeres.
―Si no le importa ―dijo el médico―. Me tomaría un té.

Se trata de un muchacho negro con un nombre estrambótico, una negación, “No Soy Sidney”, que nace después de una gestación de 20 meses que da pábulo a la superstición. Su madre es una mujer extraña y de carácter que por circunstancias del destino se hace con una fortuna que deja en herencia al muchacho. La parodia está planteada. El muchacho negro crece acogido por un hombre rico que lo educa en libertad. El muchacho es extremadamente inteligente e incluso cultiva unos extraños poderes (fesmerismo) que no tienen otra utilidad que darle ritmo a la historia cuando el autor precisa de ello. Grandes virtudes pero aparente inadaptación social.
Después viene el viaje y las peripecias, al sur profundo de los Estados Unidos. Con gran naturalidad se construye una burla de la todavía caliente tensión racial que habita en los Estados Unidos. No hay credibilidad en los sucesos. Desconozco si el autor lo pretende o simplemente si se regodea en la parodia. La exageración es constante, actúa como una lente que ridiculiza las convenciones sociales. A mi manera de ver la novela se abre tanto que se difumina.
Primero hay una aventura carcelaria. La situación es sencilla. El protagonista decide dejar los estudios; es rico y no le hacen falta. Se decide por la aventura y de buenas a primera la policía lo detiene, simplemente por ser negro. Aquí comienza una aventura penitenciaria y un escape de película que resulta revelador y que nos recuerda al mejor Hollywood.

―¿Habéi oío eso? ―preguntó a sus adláteres―. ¿Lo habéi oío? ―A continuación se acercó aún más a mí y me echó el aliento, que olía a algo muerto―. Bueno, pa empezá, por hablarle con descaro a un agente de la ley, que por aquí é lo mimmo que resistirse a un arresto. Luego tenemos exceso de velocidad y no haberte parao enseguía cuando he encendío la lú. Y luego está lo de ser un puto negro.
―Eso no es ningún delito ―dije, y entonces me di cuenta de lo que estaba diciendo―. Yo no soy ningún puto negro.
Todos se rieron.
―Esto é Peckerwood County, muchacho ―dijo George―. Y aquí ere un puto negro. Y é un delito si yo digo que lo é.

No satisfecho con el escarmiento, No Soy Sidney se decide por acudir a la Universidad, a la cual accede por medio de sobornos (la sátira es obvia y constante).
En tercer lugar conoce el amor. Una desafortunada visita a la familia de su novia el Día de Acción de Gracias viene a precipitar una ruptura con exagerados tintes melodramáticos. Tengo que reconocer que esta parte no tiene desperdicio y me ha resultado muy vívida y divertida. Conclusión previsible pero cargada de efecto.
Por último una vuelta al sur profundo y una estrambótica aventura en la que nuestro protagonista se ve mezclado en un asesinato al tratar de ayudar a unas extravagantes monjitas.

No puedo sino concluir con dudas. Percival Everett me ha dejado del todo descolocado. Qué duda cabe que se trata de un escritor ingenioso que se maneja bien en el entorno de la parodia. Observo que es, además, prolífico, así que esperaré a leer alguno de sus trabajos de mayor prestigio para ahondar en mi opinión. Tampoco se trata de elogiar porque sí a un escritor del cual se presume que no es comercial pero que ya se ha traducido a un buen puñado de idiomas.