sábado, 26 de diciembre de 2020

El año de la peste (1722), Daniel Defoe

 


Iniciada la lectura acudo a otras fuentes para despejar dudas acerca de la realidad de la pandemia que asoló Londres en 1664-65. Se trata de la misma peste negra que viene controlando con mano de hierro la natalidad europea desde el siglo XIV.

 

El espíritu crítico nos queda claro desde el segundo párrafo:

 

En aquellos días no teníamos nada que se pareciese a los periódicos impresos para diseminar rumores e informes sobre las cosas y para mejorarlos con la inventiva de los hombres, cosa que he visto hacer desde entonces.

 

            Daniel Defoe escribe como si se tratara de una crónica de los sucesos que él mismo experimenta; en realidad Defoe apenas tenía 4 años cuando sucedió. Sí que la vivieron sus familiares, y el recuerdo escalofriante de lo vivido será el motor de la escritura. No en vano se trata de un buen motivo para reflejar las miserias del hombre.

          Se pueden encontrar paralelismos con la actual pandemia del coronavirus. Afortunadamente la actual no es tan mortífera como lo fue la narrada, ni tan siquiera parecida a la gripe del 18. Cierto que la ciencia ha progresado, de tal manera que ahora sabemos cómo se produce la infección, y cómo se puede controlar de manera fehaciente. Por otro lado, los hombres no hemos cambiado.

Resulta curioso cómo olvidamos con tanta facilidad lo ocurrido durante las pandemias. Puntualicemos, lo que resulta curioso es cómo lo olvidan los libros de historia. Quiero suponer que se trata del sentido de la historia, diríamos que es un asunto historiográfico. No puedo creer que las gentes olviden con facilidad las pandemias. Quizás se trata simplemente de que la manera de historiar prioriza los asuntos políticos. Sucede como en el 18, que la Primera Guerra Mundial lo cambió todo mientras que la gripe únicamente significó unas cuantas docenas de millones de muertos. Desde luego que la actual pandemia sí que lo está cambiando todo, y los libros de historia la dotarán del protagonismo que le corresponde.


 

Muchas cosas nos resultarán familiares durante la lectura: cifras de muertos, efectos económicos de la pandemia sobre la economía, el incivismo de los que huyen de la peste y su función de transmisores de la enfermedad, las diferencias entre ricos y pobres… Se podrían poner mil ejemplos.

Como hoy en día, en el Londres de 1664 lo primero fue activar leyes a través del Parlamento para combatir la crisis. La regulación del confinamiento fue igualmente impopular, especialmente aquellas medidas destinadas a encerrar en las casas a todos sus habitantes cuando uno de ellos contraía la enfermedad. En muchas ocasiones era uno de los criados el que traía la enfermedad, lógicamente porque eran los encargados de las compras y los recados, y en tales casos la familia entera quedaba confinada, condenada al contagio y a una muerte casi segura. Se instalaban vigilantes en la puerta para garantizar el encierro, uno para el día y otro para la noche. Las anécdotas, aunque truculentas, son vivaces y entretenidas. Nos queda claro que las medidas draconianas no resultaban eficaces; lo que no nos queda tan claro es si dichas medidas fueron tomadas para garantizar el orden público o para luchar contra la enfermedad.

 

Es verdad que parecía muy duro y cruel el cerrar con llave las puertas de las casas de la gente, dejando día y noche un vigilante para evitar que se escurrieran fuera o que alguien entrase hasta ellos, cuando tal vez las personas sanas de la familia hubieran podido salvarse si se hubieran apartado de los enfermos; y en estos confinamientos miserables pereció mucha gente que, como es lógico creer, no hubiera enfermado de haber tenido libertad, aunque la peste estuviese presente en la casa; ante esto, la gente clamaba y se disgustaba mucho al principio, y se produjeron varios casos de violencias y lesiones a los hombres destacados para vigilar las casas así cerradas.

 

            Examinadores, vigilantes, investigadores, embaucadores, enterradores, cirujanos, enfermeras… aparecen por doquier a lo largo del estremecedor relato, sus funciones, los conflictos, los engaños para burlar el confinamiento…

Muchos son los aspectos de la enfermedad tratados por Defoe, cuáles eran las acciones del Gobierno, cómo y quién recogía los cadáveres, cómo les daban sepultura, qué hacían con casas y enseres infectados, cómo se abastecía de alimentos la ciudad, o cuáles eran los trucos a los que la gente recurría para evitar el contagio.

 

Este hombre no usaba más preservativo contra el contagio que llevar ajo y ruda en la boca y fumar tabaco, cosa que también sé por él mismo. Y el remedio de su mujer era lavarse la cabeza con vinagre y rociar su cofia con vinagre de manera que siempre estuviera húmeda; y si el hedor de cualquiera de los enfermos que estaban a su cuidado llegaba a ser demasiado ofensivo, inspiraba vinagre por la nariz, rociaba su cofia con vinagre y mantenía sobre la boca un pañuelo embebido en vinagre.

 

La extensión del relato es de tamaño medio, así que os podéis imaginar que está plagado de anécdotas y otras historietas. Teniendo en cuenta que lo más práctico era quedarse encerrado en casa, nuestro protagonista y narrador usa de su habilidad para contarnos lo que sucedió a lo largo del río Támesis con los barcos que permanecieron allí varados, así como para desarrollar la historia de tres hombres que se deciden a abandonar Londres y se enfrentan a la hostilidad de los pueblos que lo rodean de tal manera que pasados unos meses se ven obligados a regresar.

 

En conclusión, no es de extrañar que se trate de uno de esos libros buscados especialmente en los primeros momentos de la pandemia, al igual que La peste, de Camus, o Los ojos de la oscuridad, de Koontz. Se lee fácil y es además una lectura entretenida y con fundamento.

 

Aficionado a los documentales, you tube me ofrece la cómoda posibilidad de buscar aquellos que me llaman la atención, obvio que sin ánimo de profundizar. Es por esto que yo suelo llamar a la televisión “la oportunidad perdida”.

 


 

jueves, 17 de diciembre de 2020

El rojo y el negro (1831), Stendhal

 


Recuerdo perfectamente mi primera lectura de El rojo y el negro. Tendría alrededor de 20 años. Había recortado de la revista el Semanal una relación de los cien libros preferidos de Pérez Reverte. Entre ellos, no por casualidad sino por la grandilocuencia de título y seudónimo, escogí este. Explotó mi pasión por los clásicos. Ahora, con más pausa, la leo por tercera vez. Supongo volveré a leerla dentro de unos años.

Qué decir de esta novela que no se haya dicho. He aquí mis sensaciones.

A medida que me adentraba en su universo, mudo de asombro, ciertos aspectos ocupaban mi atención. Parece ser que Stendhal conformó el tema a partir de la unión de varias crónicas de sucesos de su tiempo. Igualmente me supongo que hizo para trazar su personaje principal, que sin duda posee rasgos de su propia personalidad al tiempo que de otras personas que conoce. Yo utilizo una técnica similar para montar mis personajes.

Muy pronto choqué con ciertos aspectos de la novela que me sorprendían. No entendía ciertas acciones o actitudes del propio Julien Sorel. Dado su extraordinario cinismo, me resultaba chocante que pudiera caer en las redes de semejante amor pasional. Los humanos somos sorprendentes, pero hay actitudes que tienen más credibilidad que otras.

Asuntos similares a este me venían descolocando. Especialmente chirriante encontré la segunda parte de la novela. Obviamente se escribió después, pero también hay que tener en cuenta que se publicaron de manera separada la primera y la segunda parte, o así se cree. No os puedo ofrecer mucha fidelidad en aspectos tan técnicos. El caso que el propio Julien Sorel es otro, más cínico si cabe. Y todavía resulta más sorprendente que, con toda la hipocresía que lo soporta, caiga en las redes del amor por una mujer tan fatua como Mathilde. Y qué decir del desenlace tan pasional de la novela, digamos que increíble se queda corto en una persona como Julien Sorel.

Todas estas cuestiones me llevan a caer en cierto academicismo, pues no en vano se dice que Stendhal es “realista” pero que todavía se encuentra influenciado por el “romanticismo”. Si lo comparamos con Flaubert, ¿alcanza tan elevadas cotas de realismo?, ¿acaso nos importa? ¿qué más da si el tema es o no una invención? Sobre estas y otras cuestiones me interrogaba sanamente mientras leía la novela. Probablemente a ti, lector, estas cuestiones te importen un comino; te importarán otras. El caso que a Stendhal le interesaba reflejar fielmente la realidad, y demonios si la reflejó. No solo refleja a la sociedad del momento sino que describe perfectamente al hombre tal y como fue, es y será. Por poner un simple ejemplo, hace una crítica de la educación que valdría perfectamente para el día de hoy.

 

Con un alma de fuego, Julien tenía una de esas memorias asombrosas, tan a menudo emparejadas a la tontería. Para atraerse al viejo párroco de Chélan, del cual veía que dependía su suerte en el porvenir, había aprendido de memoria todo el Nuevo Testamento en latín;

 

No es más que un ejemplo que me ha llamado la atención a mí. La ignorancia general acoge con estruendosos aplausos la memoria prodigiosa del protagonista, una memoria que por otro lado no tiene ninguna utilidad. A esto se alude en numerosos fragmentos geniales de la novela. Hoy no nos hemos curado de la ignorancia y nos dejamos asombrar de igual manera por los superdotados de diferentes ámbitos.

Pero la novela está llena de párrafos grandiosos en los que se describe a la sociedad de manera magistral, por medio de diálogos, pensamientos o digresiones propias del narrador. Aquí, el cura que promociona a Julien, le advierte de cómo es la vida. Párrafos como este deberían motivar a cualquier escritor actual a meditar sobre la posibilidad de cambiar de oficio.

 

―Hijo mío, cuidado con lo que pasa en tu corazón… Te cuento este detalle para que no te hagas ilusiones acerca de lo que te espera en el estado sacerdotal. Si piensas halagar a los hombres que ocupan el poder, tu perdición eterna es segura. Podrás hacer fortuna, pero tendrás que perjudicar a los débiles, adular al subprefecto, al alcalde, al hombre importante, y servir sus pasiones. Este proceder, que en el mundo se llama saber vivir, para un laico puede no ser absolutamente incompatible con la salvación; pero, en nuestro estado, hay que elegir; se trata de hacer fortuna en este mundo o en el otro, no hay término medio. Mi querido amigo, reflexiona y vuelve dentro de tres días a darme una respuesta definitiva. Entreveo con dolor en el fondo de tu carácter un ardor sombrío que no me anuncia la moderación y la perfecta renuncia de las ventajas terrenales necesarias a un sacerdote. Tengo confianza en tu talento; pero permíteme que te diga ―añadió el buen cura con lágrimas en los ojos― que si eliges el estado de sacerdote temblaré por tu salvación.

 

Por otro lado, Stendhal no se obsesiona por copiar la realidad sino por ofrecernos un todo más o menos coherente, en construir una novela. Julien Sorel es hijo de la sociedad de su tiempo. Apenas ha pasado una década de la muerte de Napoléon, ¡Napoleón!, la elevación por el mérito y la capacidad, una carrera fulgurante por igual en ambición, auge y caída. Obviamente se hace apología de Napoleón, o cuando menos es Julien Sorel el héroe que echa abajo los gruesos muros de la clase, imponiéndose a todos los enemigos que le salen al paso, espoleado por una ilimitada ambición.

Julien Sorel, absoluto protagonista de la novela, cínico, malvado, negras ropas, como una sotana, aspiración a la nobleza aristocrática. Por otro lado Julien Sorel es rojo, un pobre desgraciado rechazado por todos, herido por un destino cruel que afronta con pasión, un valiente, un revolucionario que escoge el camino de la lucha y la sangre.

¿Héroe o antihéroe? Yo lo tenía por lo segundo cuando comencé la novela, pero a medida que avanzaba me replanteé la cuestión para concluir que es héroe, un héroe atípico, cierto, un héroe que nos es antipático, pero un héroe sin culpa, fruto de la sociedad hipócrita y corrupta que lo ve nacer.

 

He tomado muchas notas y seleccionado muchos fragmentos. Obviamente aquí no se trata más que de dejar una emoción. El mismo Stendhal utiliza citas para enarbolar cada uno de los cortos capítulos a lo largo de toda la novela (hasta en esto se preocupa Stendhal por el lector). Qué mejor que uno de ellos para terminar este desordenado comentario de una de las mejores novelas de la literatura universal que se escribirán jamás.

 

Si ahora soy sensato es porque entonces fui un loco. Filósofo, tú que no ves más que lo momentáneo, ¡qué corta es tu vista! Tus ojos no están hechos para ir siguiendo la acción subterránea de las pasiones.

W. GOETHE.

 

martes, 1 de diciembre de 2020

La hermana (1946), Sándor Márai

 

Otra espléndida novela de Sándor Márai, entre las más logradas de todas ellas. Sus personajes reflexionan constantemente, nos ofrecen perlas de sabiduría aquí o acullá, un sinfín de placeres.

 

Viajar es renacer, olvidarse de las responsabilidades, evadirse, encontrarse con las imágenes perdidas de la juventud.

 

La calumnia tiene la peculiaridad de hacerse realidad aunque carezca de fundamento.

 

Puede que a veces no nos interesen sus obsesiones, pero son tan abundantes que siempre encontraremos una de nuestro gusto. A mí, personalmente, me obsesiona el destino:

 

Yo estaba con los brazos cruzados junto a la ventana, y en la atmósfera cargada del salón en penumbra percibí el sombrío silencio de mis compañeros, la furia que emana de las personas golpeadas por el destino, aunque los enmudeciera la impotencia. El destino, aquel vulgar destino navideño, ahora resultaba casi ridículo, pero no por ello dejaba de ser húmedo, embarrado y aburrido. En ocasiones el destino se presenta de manera ridícula; eso lo intuíamos todos, casi rebozados en el mal humor de aquella circunstancia fangosa y caprichosa.

 

Pero vayamos a la novela propiamente dicha. Esta novela exige paciencia al principio, y lo apunto porque el planteamiento de la novela es extraño, quizás excesivamente enrevesado. Imagino a Márai tratando de poner orden en semejante confusión. La novela nos despista al comienzo. Nada que ver, un pequeño hotel de la montaña suiza, es Navidad, una tormenta aísla al grupo del resto del mundo, la guerra de fondo, 1943, una guerra que se difumina totalmente, eclipsada por el individuo, aunque la editorial la use como efecto llamada.

 

…¿qué sería del mundo?, era una pregunta poco pertinente cuando el género humano se comportaba como un psicópata peligroso que se empeña en destruirse a sí mismo y a su entorno.

 

Se nos describe ampliamente una situación, unos personajes que luego desaparecen en la nada. Incluso me quedo con la sensación de que tal vez algo se me haya escapado. Luego está Z., el personaje que se convierte en protagonista absoluto, un famoso pianista.

Se trata de una cuarta parte o de un tercio de la novela que podríamos decir que sobra, una mala excusa para presentarnos un manuscrito que le llega al narrador de la mano de Z., en el cual explica su experiencia con una larga y terrible enfermedad sin nombre, que ataca al sistema nervioso y produce un gran dolor. No era necesario que el dolor sacudiera a un artista, pero ese detalle sirve de apoyo para aumentar el paroxismo de las sensaciones descritas.

Para más inri, el confinamiento en una cama de hospital sucede en una ciudad que flirtea con la belleza, Florencia. Tampoco es mera casualidad.

Y aquí comienza una maravillosa novela corta, el hombre, la enfermedad, el dolor, y el alivio de la morfina. También están los médicos y las enfermeras, cuatro monjitas, “hermanas”.

 

La enfermedad da tanto como quita.

 

La prosa de Márai constituye la expresión de ese arte que emanaba de la exquisita burguesía que constituían los profesionales liberales, hoy apenas descollantes entre la masa que constituye la clase media.

 

El dolor.

 

Siempre era cruel, torpe, despiadado, y en ocasiones jugueteaba conmigo, como un animal salvaje con su presa o un verdugo con el condenado que le entregan para que haga con él lo que le venga en gana. Pero a veces incluso el animal salvaje o el verdugo se cansa, se aburre, bosteza, se harta. De igual manera, en ocasiones el dolor se agazapa, porque el enfermo se arma de valor y le grita, le exige que lo deje tranquilo. Entonces, astuto, se calla, se recoge, se esconde en su cobijo. Por otro lado, según he experimentado, es muy curioso y revisa con agilidad y habilidad de ladrón cauteloso la zona donde se introduce. Palpa por aquí, aprieta por allá. Se interesa por los ojos, los oídos, el estómago, el corazón. Hace incursiones inesperadas a los intestinos, luego se cobija en las extremidades. A continuación se harta y por un tiempo le pierdes el rastro. Como si se hubiera marchado. ¿Dónde se oculta en tales ocasiones? No da señales de vida durante horas. El cuerpo no baja la guardia, pero el alma se reanima, piensa que se ha producido un milagro, que se ha salvado. Ya elabora planes para la noche, para el día siguiente… Luego, en el sopor del primer sueño, de forma inesperada y desgarradora, con una crueldad infantil, el dolor golpea el pecho de la víctima, como un adolescente de fuerza colosal que jugara brutalmente con un compañero débil y desprevenido. Vuelve a pellizcar, quemar, desgarrar y mortificar con nuevas fuerzas, se ríe a mandíbula batiente…

 

Y así sigue, embelesando al lector, párrafo tras párrafo, sin escatimar talento, planteando preguntas a un lector activo.

 

La morfina.

 

La enfermera sostenía una bandeja con los brazos extendidos, en una postura similar a la de las sacerdotisas griegas que llevaban ceremoniosamente al altar los enseres necesarios para el sacrificio;

 

… la inyección surtía un efecto rápido: mis ojos aún no se habían habituado a la oscuridad cuando ya empezaba a vibrar aquella peculiar excitación, una beatífica ansiedad en cuyo aturdimiento el dolor arrojaba sus instrumentos de tortura y se alejaba de mi cama, como un guerrero abatido. ¿Qué sucedía entonces? Muy poco y todo. Primero, el cuerpo se desvanecía: ocurría gradualmente, las extremidades, el torso, la cabeza, luego los sentidos, la vista y el oído. La garganta se me secaba y tenía una sensación de ahogo y de no poder tragar. Después de esta ansiedad venía una especie de caída libre: como si me precipitara de espaldas por un abismo suave y oscuro, donde no me lastimaría ya que carecía de fondo. Era el infinito, la nada, un lugar entre el cielo y la tierra…

 

La resaca.

 

Por la mañana aparecían con diabólica fuerza todos los síntomas ―náuseas, abatimiento y odio a mí mismo― derivados de los alcaloides…

 

El médico.

 

Médicos de verdad hay y ha habido muy pocos, en todas las épocas. Hipócrates era uno de ellos, Paracelso también. Yo conocí a uno en Praga. No era famoso, era simplemente un médico que ejercía su profesión, pero sabía algo que a veces no saben ni los más famosos. El buen médico es un chamán.

 

In crescendo. Una vez terminada me doy cuenta de que el artificio del manuscrito sirve a la libertad de Márai para completar una absoluta obra maestra. No encontrarás una novela que profundice con semejante precisión en algunos de los temas que más nos importan, la enfermedad, el dolor, el alivio de la morfina, una precisión que solamente está al alcance de la literatura.