jueves, 20 de febrero de 2020

Suave es la noche, (1934), Fitzgerald



 ¡Oh, lector, hipócrita lector! ¡mi semejante! ¡mi hermano!



Cuán a menudo recuerdo estas palabras de Baudelaire. Estos días se ha desatado una agria polémica en la que autores de moda, que complementan sus ingresos con columnas periodísticas, debaten acerca de Galdós y la calidad literaria. Brindemos por la polémica, pues ya en sí tiene su mérito en un tiempo en el que la crítica literaria brilla por su estulticia.

Si queréis mi opinión, os diré que me gusta Galdós, y que no me parece que esté sobrevalorado, pero una cosa es alabar Misericordia o Doña Perfecta, y otra bien distinta aseverar que todas y cada una de sus novelitas conformen una obra maestra. Ningún escritor ha escrito cien obras maestras. Lo mismo se puede decir de Baroja o Balzac.

Los motivos que bautizan como clásica una novela (valga para cualquier otra obra de arte), nos son inalcanzables. Unas veces se debe, sencillamente, a su extraordinaria calidad literaria. Otras, en cambio, no, obviamente. No creo que podamos asegurar que Julio Verne escribiera como los ángeles, y sin embargo sus novelas emocionaron, emocionan y emocionarán, a millones de lectores, ¡afortunadamente!

Los motivos por los que Fitzgerald se ha convertido en un clásico no nos pasan desapercibidos. Su temática, la forma de narrar, su estilo hollywoodiense. Reconozco que El gran Gatsby es una novela eléctrica y divertida, realmente amena e interesante, la mejor muestra que pueda darse de ese estilo hollywoodiense de mediados del siglo XX. Recuerdo que me dejó un tanto desconcertado, y que mis críticas no gustaron a los lectores. Yo no encuentro muy razonable defender una novela basándose en las críticas que otros han escrito y que figuran ya como citas en el mármol, aunque cierto que nos pueden servir como escalones para ascender (o descender). Yo prefiero, por regla general, analizar por mi cuenta y riesgo, todavía más aquí, en este blog, en el cual estoy de paso.

Suave es la noche llegó a mis oídos como una novela diferente de Fitzgerald, más emotiva y personal, con introspección y detalles autobiográficos. Ojeando otras reseñas, prácticamente todas coinciden en ensalzar una novela ejemplar en cuanto a su estilo y maneras, pero además también suelen hablar de amenidad, de lectura entretenida, aunque hay quien también señala saltos en el tiempo que pueden llevar al despiste. Yo no encuentro que la estructura sea compleja sino más bien sencilla, y además me ha costado horrores terminarla. Yo creo que si no es por este blog la hubiera abandonado. No he encontrado ese desgarro emocional anunciado aquí y acullá, el tratamiento de la esquizofrenia se me ha presentado burdo y superficial, ni tan siquiera me he visto atrapado por una trama desprovista de cambios de ritmo o golpes de efecto. Lo peor de todo que no intuyo detalles autobiográficos, aunque, y aquí llega el momento de la disculpa, no estoy preparado en absoluto para calibrar semejantes aseveraciones; tan solo es una intuición.

Cierto que también intuyo mimbres en Fitzgerald, suelta perlas abundantes, su prosa está llena de altibajos. Hay ocasiones en las que logra fabulosas comparaciones, hay momentos en los que describe de forma genial los caracteres, pero todo ello se pierde y difumina en vagas generalidades, en una historia que sí, que pinta muy bien para un film pero que a mí no me convence; obviamente que sí a millones de lectores. Dicho de otra manera, palidece, por poner un ejemplo, al lado de Turguéniev.



Pero eso fue durante el día. Al llegar la tarde, como era inevitable, ya no se sentía con tantas energías, su estado de ánimo sufrió un bajón y las flechas que había lanzado se perdieron en el crepúsculo.



¿Dick Diver es Fitzgerald? ¿Nicole es Zelda? Yo no me creo ni al uno ni al otro, sí me los creo como personajes de una película, pero no entiendo que sean personajes ni mucho menos redondos. Dick, un hombre con un talento extraordinario que llega a lo más alto de una disciplina tan exigente como la psiquiatría, es al mismo tiempo un auténtico galán, extrovertido, simpático, durante años el alma de cualquier fiesta. Allá cada cual con sus creencias. Me consta que hay quien se cree a la co-protagonista del Código Da Vinci de Dan Brown, ¿y por qué no? No hay verdades absolutas en literatura.

Sí, quizás me equivoque, pero tengo la convicción de que ya le he rendido honores a Fitzgerald. A mi modo de ver, no se le puede rendir mayor honor a un escritor que leerlo con detenimiento. Luego ya, hablar bien de él, con todos mis respetos, una vez muerto, ¡ni siquiera se trata de adularle!

En mi humilde opinión pienso que Fitzgerald hubiera podido escribir grandes novelas si se hubiera involucrado personalmente, pero entiendo que es una difícil opción y, de hecho, diga lo que yo diga, Fitzgerald ya figura en el Olimpo de los Dioses.



He observado que algunos lectores se han apoyado en otras opiniones, como por ejemplo la crítica entusiasta de Vila-Matas

Qué duda cabe que se trata de una opinión más elaborada que la mía, de un profesional de las letras.


jueves, 6 de febrero de 2020

La quimera del oro, (1900-1908 aprox.), Jack London.




 London se lanza a la aventura en agosto de 1897, a los pocos meses del descubrimiento de la existencia de yacimientos de oro en Alaska. No hay final feliz. Pasa el invierno cerca de Dawson y, sin haber transcurrido ni siquiera un año completo, durante el deshielo primaveral, regresa en balsa, enfermo de escorbuto, recorriendo el curso del Yukón.
London tenía 22 añitos. No encuentra oro, pero es después de este viaje vital cuando se impone su vocación como escritor. Obviamente que su estancia en Alaska no fue tan larga como para convertirlo en un experimentado aventurero, pero cierto que London conoció la mordedura del frío.

Los relatos de London no destacan ni por su calidad técnica ni por la profundidad de sus personajes ni por nada similar. En cambio, nadie consigue como él atrapar al lector. Logra, en todos y cada uno de los relatos, que caminemos al lado de sus protagonistas, que pasemos frío, dolor, hambre o angustia. Por algún motivo llegó a ser el escritor más leído de su tiempo y su magia se conserva fresca hoy.
Por otro lado, yo no encuentro que London sea lectura en exclusiva para jóvenes, pero cierto que es perfecto para crear afición. Al tiempo que entretiene abre caminos para la reflexión, por lo cual sirve como ningún otro para la docencia.

No hay que tomarse los relatos como si fueran sucesos reales. Si así fuera tendríamos que llegar a la conclusión que la fiebre del oro en Alaska fue una sucesión de asesinatos y tragedias personales. Yo imagino que las condiciones de Alaska fueron durísimas, pero hay que tener en cuenta que London pone a sus personajes en situaciones límite para provocar excitación y escalofrío.
Si hay un elemento implacable que todos los relatos tienen en común, este es el frío.

«Donde las luces del Norte bajan por la noche para bailar sobre la nieve deshabitada.»

Luego está, naturalmente, el oro. London fabula y le añade su propia visión épica:

Como Argos en los tiempos antiguos,
Dejamos esta moderna Grecia,
Pomporrompompón, pomporrompompón.
Para esquilar el vellocino de oro.

Hay ironía. El hombre todopoderoso se ve atropellado constantemente por la naturaleza salvaje:

somos de esos que cuando llueve sopa nos pilla con el tenedor.

En uno de los mejores relatos, El hombre de la cicatriz, el miedo a que le roben el oro conduce a un hombre a la locura. Se deja llevar de premoniciones y extravía su oro, y solamente se acordará de dónde lo había escondido previamente en la más inesperada de las circunstancias. Para el recuerdo la moraleja sobre la avaricia.

Diablo es un relato que protagonizan, a partes iguales, un hombre y un perro, ambos violentos hasta la extenuación.

Ley de vida es el reflejo de la ley natural, el individuo se sacrifica por la supervivencia de la especie. Los viejos, los enfermos, los débiles, quedan atrás. Es un tema recurrente.

Amor a la vida es otro de esos relatos que permanecerán en nuestro recuerdo. Otro tema recurrente, la lucha del hombre por la supervivencia, el empuje del instinto en las circunstancias más adversas.

El filón de oro es quizás el relato que más me ha gustado por varias razones, fundamentalmente por ese contraste entre la belleza de la naturaleza salvaje y virgen y la intervención del hombre. Dice mi edición que no está ambientado en Alaska, así que supongo se trata de cualquier lugar de las Montañas Rocosas.
Un hombre afortunado encuentra un enorme filón en un río recóndito y solitario. Él solo explota la veta con meticulosidad, mostrando en la práctica cómo se llevaba a cabo la extracción de oro en un río.
El hombre es feliz en su ensimismamiento, tanto que se olvida de comer y de dormir:

¡Ojalá tuviera una luz eléctrica para seguir trabajando!

La hoguera es un relato escalofriante sobre el frío, sobre la muerte por congelación. Durante el invierno de Alaska, que duraba 8 meses, un hombre no podía viajar solo porque el riesgo era demasiado elevado ante cualquier contingencia. Me ha recordado a otro relato, Amo y criado, de Tolstói, escrito quizás media docena de años antes. Los dos relatos son inolvidables. El de London nos mantiene en vilo desde el primer instante. Sabemos que algo va a suceder y nos tememos lo peor.

Al volverse para seguir adelante, escupió meditabundo. Un chasquido agudo y explosivo le sorprendió. Escupió de nuevo. Y de nuevo, en el aire, antes de caer en la nieve, crujió la saliva. Sabía que a cincuenta bajo cero la saliva cruje en la nieve, pero esta saliva había crujido en el aire.

Sin embargo, a mi modo de ver, Tolstói es insuperable. Debería releerlo para hablar con mayor autoridad. Diríase que London nos presenta a un hombre muy poco humano, un hombre universal. Se centra en el enfrentamiento del hombre contra el frío. En cambio Tolstói genera todo un debate moral. El frío no es más que un imprevisto, lo verdaderamente importante es el enfrentamiento con la muerte. Quizás desvarío pero abro debate; requiere relectura.

Me ha parecido adecuado concluir con este documental, que nos ofrece una explicación geológica de la formación de las vetas de oro. La caja solo es tonta cuando se usa mal.