domingo, 20 de abril de 2014

Confesiones de un inglés comedor de opio. Thomas de Quincey.



La novela que presento es una de las más peculiares que he leído últimamente. Andaba tras ella desde hace tiempo, llamado por su extravagante título pero desconocedor de aquello que escondía entre sus páginas.
Lo primero es destacar su carácter novelesco, no vaya a ser que alguien piense que se trata de un ensayo. Sorprende en su inicio una prosa extraordinariamente rica a través de la cual Thomas de Quincey se confiesa para nosotros. Justifica desde el inicio De Quincey el consumo del opio a partir de las penalidades que experimenta durante una reducida etapa de su vida. Dice ser De Quincey hijo de un rico comerciante, el cual muere cuando contaba con tan solo 7 años de edad, marcando definitivamente su vida y obra. A partir de entonces recibe una esmerada educación en internados, de la que se encargan los rígidos administradores de la fortuna paterna. A los 17 años De Quincey se escapa del colegio con lo puesto y comienza, primero en Gales y luego en Londres, una temporada de penalidades en la que sufrirá el hambre y el frío. A menudo dirá De Quincey que debido a estas penalidades sufrirá de problemas estomacales durante toda su vida, y que por tal razón recurrió al opio, aunque luego también nos dice que fue un dolor de muelas la causa directa de que acudiera por primera vez a su consumo. Lo más probable es que sus dolores estomacales provinieran del abuso del opio, pero quién seré yo para juzgarle. Eso sí, desde este preciso momento comienzo yo a dudar de De Quincey, pero no es más que una apreciación personal. No está de más decir aquí que será muy admirado por los ambientes culturales de su tiempo, y muchos otros escritores tratarán de seguir la corriente por él iniciada explicando sus experiencias con otras drogas como el hachís. No es impedimento que Quincey se permita ciertas licencias en sus confesiones, pero también me está permitido a mi como lector creerle o no en todo aquello que nos cuenta. En su defensa digo que las circunstancias en que escribió la obra no debieron de ser las mejores, primero las prisas para editar y luego el abuso en el consumo de opio.

De Quincey comienza consumiendo opio de manera muy moderada, aproximadamente 20 gotas de láudano una vez cada tres semanas, pero después su consumo irá en crescendo hasta convertirse probablemente en el consumidor de opio más famoso de la historia (unas 8.000 gotas de láudano diarias, suficientes para matar a un caballo), hasta decir:

Un comedor de opio confirmado y habitual, a quien preguntarle si tal día en particular había o no había tomado opio equivaldría a preguntarle si sus pulmones habían respirado, o si su corazón había cumplido sus funciones.

Empieza aquí la parte más esperada de la novela, el consumo real del opio, y sin embargo es la parte que menos me ha entretenido. Me ha gustado mucho más el relato de su vida y penalidades. De pronto De Quincey se reconcilia con su familia y comienza el relato de su flirteo con el opio. Sí que es cierto que varias cosas me han llamado la atención en esta parte, y De Quincey ha logrado abrir una veta de curiosidad en mí, y es probable que pronto aborde lecturas para profundizar en asuntos como las guerras del opio en las que participa Gran Bretaña a lo largo de la segunda mitad del XIX
(Es Gran Bretaña la  que explota en su interés el consumo de opio en China, y son los intentos del Gobierno chino por impedir este comercio el origen de las guerras), así como asuntos más cotidianos como el consumo particular del opio que se hacía en Gran Bretaña, mezcla de láudano (alcohol) con granos de opio, o la demonización que se llevó a cabo por la opinión pública para erradicar su consumo, y esto lo digo porque al parecer se popularizó su consumo entre las capas más bajas de la sociedad:

En tal grado, que los sábados por la tarde los mostradores de las boticas se llenaban de píldoras de uno, dos o tres granos, en previsión de la demanda esperada por la noche. La causa inmediata de esta costumbre era la estrechez de los salarios, que en aquel momento no les permitía concederse cerveza o licores.


¿Acaso no os sorprenden las costumbres de la Inglaterra victoriana? A mi desde luego, que no soy un experto, sí me ha sorprendido.
De Quincey asegura que no sólo es que sus efectos fueran superiores en placer y profundidad a los que produce el alcohol, sino que al comienzo del siglo XIX el acceso al opio en Inglaterra era tan amplio como fomentado por las Instituciones.
La visión de De Quincey al respecto es muy interesante, libre de posicionamientos éticos o médicos, mucho menos legales con respecto al consumo del opio. De Quincey apuntará luego los efectos positivos y negativos con respecto al consumo del opio, aunque casi siempre desde la perspectiva de la creación literaria, con los efectos que produce en la mente humana. A mi desde luego que me han quedado las ganas de probarlo, pero también le sucedió lo mismo a otros como Flaubert, que confesó que no lo probó por puro miedo o cobardía.
Es sorprendente que nos habla bien de él, tanto que cuando nos habla de sus efectos negativos pasa desapercibido, o por lo menos así me ha parecido. Trata de explicar que se puede controlar, y que en tal caso su uso es maravilloso. No es raro que en su tiempo resultara extraordinariamente controvertido. Mejor dejo que hable De Quincey:

Sólo tú le otorgas tales dones al hombre; tú posees las llaves del Paraíso. ¡Ah, justo, sutil y poderoso opio!

Hay que tener cuidado y no perder nunca la perspectiva histórica, no dejarse llevar por los prejuicios y tratar de ponerse en la piel del escritor. Se trata de una época de experimentación y novedad, de primer flirteo con las drogas que nos llegan a través de la total dominación europea del mundo conocido, y más aún de una Imperial Gran Bretaña que impone su voluntad en el mundo.
De Quincey tendrá una gran repercusión en toda Europa gracias a Charles Baudelaire. Vuelvo a decir que no soy ni mucho menos un experto en estos temas, así que corregidme si me equivoco, pero creo que el autor tiene un relación estrecha con poetas de la talla de Wordsworth  y sobre todo Coleridge, este último otro famoso opiómano.

En definitiva, a la pregunta de si recomiendo o no la novela, la respuesta es un rotundo SI. Los sueños de De Quincey y sus experiencias con el consumo del opio aspiran a ser literatura, se trata de ejercicios de estilo y prosa apasionada, esfuerzos por describir experiencias verbales extremadas, y eso le abre un hueco entre los grandes pioneros del lenguaje.
Para los amantes de los clásicos, ya pueden ir haciendo un hueco en sus librerías. No sólo no les defraudará, sino que les abrirá caminos.


martes, 8 de abril de 2014

El diario de Edith, de Patricia Highsmith.

La dificultad de considerar clásicos a los modernos no es asunto baladí. Me encontré con dudas a la hora de calificar como tal El talento de Mr. Ripley, y no menos dudas me encuentro ahora cuando quiero calificar de la misma manera otras novelas de P. Highsmith. Y sin embargo me he animado, y trataré de actuar de la misma manera que con otros clásicos de renombre y poca duda, como son, por poner ejemplos, los casos de Conrad o Sender. Aceptamos como clásica toda su obra, y sin embargo ambos tienen tan vasta trayectoria que presentan claroscuros, diferencias entre las novelas más tiernas y las más maduras, entre las más trabajadas y esas por las que el escritor pasa de puntillas.
       Por esta razón, y otras que no elaboro por piedad hacia ti, lector, añado El diario de Edith entre mis clásicos. Es esta la segunda novela que leo de P. Highsmith, un producto de madurez. Aún siendo completamente diferente a El talento de Mr. Ripley, sus rasgos más característicos siguen presentes, el análisis minucioso, psicológicamente hablando, de los personajes, un análisis sutil y profundo de la moralidad, de las intenciones que mueven al individuo, motor de cada una de sus acciones.
       Al igual que en El talento de Mr. Ripley vence el mal; algo semejante sucede en esta otra novela. Se trata de una historia pesimista y despiadada. De alguna manera el lector se ve inmerso sin pretenderlo en un lugar en el que no quiere estar. Después de leer unos cuantos capítulos el lector se siente partícipe, espectador de unos sucesos tan cotidianos como la vida de cada cual. Por un lado quieres continuar pero por otro lado quieres abandonar aquella historia que te transmite angustia de alguna manera. Sin alharacas, sin grandes sucesos ni asuntos escabrosos, la novela te atrapa. En verdad que no se explicarlo muy bien. Me sucedió también con El talento de Mr. Ripley, pero aquí es diferente, una sensación de angustia, de inquietud, una sensación extraña de atracción y repulsión al mismo tiempo. Y claro, a mi lo que más me repugna de una obra de arte o de un libro es que me deje indiferente, y Patricia Highsmith me agita, me conmueve maravillosamente.
     Cambiando de tercio, y para los enamorados de la novela histórica, también la novela hace una incursión, de manera muy peculiar pero efectiva, en una época fascinante de la historia de los EE.UU. La novela contiene una crítica feroz del “american way of life” o lo que damos en llamar el “sueño americano”. El escándalo del Watergate, Vietnam, la dicotomía capitalismo – comunismo y el abandono del Tercer Mundo están siempre presentes.

      Probablemente la novela comienza despacio, lenta si cabe hablar de este término tratándose de Patricia Highsmith, pero sin llegar a resultar pesada. Hay muchos detalles, entran en liza buen número de personajes, aunque nunca demasiados como para perder el control. La maestría de la escritora para manejar todo tipo de situaciones está fuera de toda duda. El horror se palpa, se prevé en todo momento que algo va a pasar, y sin embargo las cosas suceden de forma natural, hasta un final sórdido y, esto es lo más sorprendente de todo, necesario.