viernes, 27 de julio de 2018

Bajo las ruedas (1906), de Hermann Hesse



¿Hay alguna novela que te haya marcado para siempre?

Esta es una de las preguntas que se les suele hacer a los escritores de éxito, y la mayoría responden sin titubeo, esta o aquella, grandes obras maestras por todos conocidos, incluso aquellos escritores que no escriben otra cosa que best-seller de escasa enjundia.

En mi caso, si es que se puede hablar de una novela especial, os hablaría de esta.

No pretendo decir que sea la mejor novela, ni siquiera la mejor de Hesse, sino que simplemente fue una novela que en su momento me tocó la fibra sensible, me incitó terriblemente a escribir. Me sentí, por momentos, identificado con el protagonista, así como que intuí que era posible escribir; que crear arte, una novela, era algo real y factible. Esto en cuanto a la faceta de creador, porque en cuanto a la historia de Hesse lo que generó en mí fue un algo indefinido. Toda la tristeza y la melancolía que recorre sus páginas se me contagió, así como también la sensación de que mi yo no era único, que no estaba solo en el mundo. Sí, Hesse me dio calor con cada una de sus palabras, y desde entonces hasta ahora he perdido la cuenta de las veces que he releído esta novela que por casualidad cayó en mis manos. Merecía ocupar su rincón en este modesto blog.



El comienzo de la novela es clásico, grandioso, aparentemente sencillo. En unos pocos trazos se nos define al padre, a la madre fallecida, a los vecinos, en definitiva al entorno social que corresponde al protagonista absoluto, Hans Giebenrath.



Hans Giebenrath era, sin duda, un niño dotado. Bastaba verle cómo se movía, delicado y solitario, entre los demás. El pequeño pueblo de la Selva Negra no solía producir estos seres; de allí no había salido nunca un hombre con unas miras y una capacidad de influencia que sobresalieran de la más estricta mediocridad. Dios sabe de dónde había sacado el niño los ojos serios, la frente inteligente y la distinción de su andar. ¿Quizás de la madre? Esta había muerto hacía años; mientras vivió nadie notó nada especial en ella, excepto que siempre había sido enfermiza y melancólica.



Enseguida Hans se enfrenta el famoso Landexamen, un examen que le dará derecho a una enseñanza gratuita y privilegiada a la que solamente unos pocos tienen acceso. Y desde aquí hasta el mismo final la educación es sometida a una crítica despiadada y libre de todo prejuicio. De hecho el propio título hace referencia a lo negativo de una educación desmesurada, que es la que termina destrozando la vida del muchacho. Pero hay crítica para todos, para el padre, paras los curas, para los profesores, para el Estado, para el sistema en general.


Su deber y la misión encomendada a él por el Estado son domar y exterminar en el joven los toscos apetitos y las fuerzas de la naturaleza y plantar en su lugar ideales comedidos, tranquilos y reconocidos por el Estado. ¡Más de uno, que ahora es un satisfecho ciudadano y eficiente empleado, se hubiera convertido, sin los desvelos del colegio, en un innovador impetuoso y desenfrenado o en un soñador meditabundo y estéril! Había algo en él, algo salvaje, sin reglas, inculto, que había que romper antes, una llama peligrosa que había que apagar y extinguir. El hombre, tal como le crea la naturaleza, es algo desconcertante, opaco y peligroso. Es un torrente que se despeña desde un monte desconocido, y una selva sin camino ni ley. Y así como una selva tiene que ser aclarada, limpiada y reducida por la fuerza, el colegio tiene que romper, vencer y reducir por la fuerza al hombre natural; su misión es convertirle, según los principios que acepta la autoridad, en un miembro útil de la sociedad, y despertar en él las cualidades cuyo desarrollo total vendrá a coronar y terminar la cuidadosa disciplina del cuartel.



Los maestros reciben una crítica despiadada, fragmento tras fragmento. La situación es perfectamente comparable con nuestra actualidad, en la que cada 4 años cambia todo para seguir igual. Es asombroso el ver cómo los maestros solamente se interesan por el muchacho mientras le aportan algo a su orgullo y crecimiento personal, y cómo lo abandonan cuando les decepciona en lo que es para ellos lo único trascendente, lo puramente académico, o lo que es peor, cuando no saben qué es lo que sucede, cuando no disponen de manual.



Nada asusta tanto a los profesores como los fenómenos que surgen en el carácter de chicos desarrollados precozmente durante los años, de por sí peligroso, de la adolescencia. Desde un principio les había resultado inquietante un cierto rasgo genial en el carácter de Heilner. Desde tiempos remotos se ha venido consolidando un profundo abismo entre el gremio de profesores y el genio. Cualquier atisbo de éste que aparezca en un colegio les resulta a los profesores de antemano odioso… Un maestro de escuela prefiere unos cuantos burros en su clase a un solo chico genial. Y en el fondo tiene razón, porque su deber no es formar espíritus extravagantes, sino buenos latinistas, matemáticos y hombres de provecho.



Pero fijaos en este otro fragmento. Los maestros que despreciaron a los genios son los mismos que luego los utilizan y elogian. Es la vida. Nada cambia.



Pero este no es nuestro asunto, y tenemos el consuelo de que las heridas cicatrizan en los verdaderamente geniales que se convierten en hombres y crean sus grandes obras a pesar del colegio. Más tarde, cuando ya están muertos y rodeados del agradable nimbo de la lejanía, son presentados por los maestros a las nuevas generaciones como seres magníficos y ejemplares. Así se repite, de colegio en colegio, el espectáculo de la lucha entre sistema y espíritu…

… Y siempre suelen ser estos muchachos odiados por los profesores, castigados, escapados y expulsados los que enriquecen el tesoro de nuestro pueblo. Sin embargo, algunos ―¿y quién sabe cuántos?― se consumen en una rebeldía silenciosa y acaban sucumbiendo.



Hans. Hans ocupa toda la novela, Hans, un adolescente cándido y obediente que no encuentra su lugar en la sociedad, un alma meditabunda y errante que no deja de caer.



Como una muchacha tímida, esperaba sentado a que viniera a cogerle alguien, uno más fuerte y más valiente que le arrastrara y le obligara a ser feliz.



Solamente un profesor se da cuenta de lo que le sucede, pero pasa desapercibido.



Ninguno, excepto el ayudante compasivo, veía en la sonrisa desvalida de aquel delgado rostro adolescente el sufrimiento de un alma que se hunde y, ahogándose, lanza miradas angustiosas y desesperadas. A ninguno se le ocurría pensar que el colegio y la bárbara ambición de un padre y unos profesores habían llevado a tal situación a un ser tan frágil.



Después, una vez que Hans había fracasado, aquellos que lo utilizaron para rellenar sus ambiciones, le dan la espalda.



Dos veces el viejo director del colegio le dirigió unas palabras amables; también el profesor de latín y el párroco le saludaron amistosamente por la calle, pero Hans ya no les interesaba. Ya no era un recipiente en el que se podían meter toda clase de cosas; ya no era un campo abierto a todas las simientes. No merecía la penas dedicarle tiempo y cuidados.



Por lo general la crítica literaria pasa de puntillas por esta novela dentro de la narrativa de Hesse, y sin embargo cuando me hablan de Hesse yo pienso en esta novela, y no en el Hesse de El lobo estepario o Sidharta sino que me quedo con el romanticismo más puro y limpio que jamás haya conocido.


jueves, 12 de julio de 2018

Una chica cualquiera (1992), de Arthur Miller.



 … y era maravilloso tener una habitación en la que no hubiese nada que le perteneciera. ¡Qué magnífico no tener futuro! Libre de nuevo.

Otra de las novelillas de pequeño formato de la Biblioteca El mundo que llega a mis manos por la comodidad de llevarla encima en cualquier momento y lugar. Perfecta para leerla en el bus, a ratos sueltos, de una enorme calidad y plena en sugerencias.
Viene calificada como erótica, y la verdad que la sexualidad recorre cada una de sus páginas, aun siendo manifiesta en contadas ocasiones. Cierto que el sexo es parte importante de nuestras vidas ¿no?

Por otro lado está la formidable figura del autor, Arthur Miller, más conocido como dramaturgo y por su activismo político entre las filas marxistas; fue perseguido durante la Caza de brujas encabezada por Mc Carthy, y criticará con fervor la participación americana en Corea o Vietnam pero también será crítico para con la deriva comunista posterior. También, y quizás más que nada, es conocido porque estuvo casado media docena de años con Marilyn Monroe, que a mi modo de ver no tiene nada que ver con la protagonista de esta novelita (no me hagáis mucho caso porque no soy investigador ni crítico literario) y sin embargo supongo que el 99 por ciento de los lectores la tendremos en mente mientras la leamos.

Janice reflexiona:

Tomar lo que se nos ofrece, pedirlo si no se nos ofrece y nunca lamentar nada.

Janice perdiendo las cenizas de su difunto padre, Janice casada con un intelectual de izquierdas, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, Janice sola en New York, Janice de la mano de un ciego. Mucho, mucho en tan pocas páginas. La descripción de Janice es fascinante, y también lo es la de cualquiera de los personajes extrovertidos que desfilan ante nosotros y que se ejecutan con pocas palabras, sobre la marcha:

Con su abundante pelo negro rizado, sus poderosas manos y un picante sentido de lo extravagante, parecía estar alentando siempre la curiosidad que ella sentía por él; Janice había observado que él casi perdía el hilo de la conversación al mirar a las mujeres, y le resultaba fácil provocarle para que actuase para ella contándole sus atrevidas historias.

Pasajes como este del engaño me han llamado poderosamente la atención:

Mientras volvían andando a la parada de autobús después de salir del restaurante, vieron el letrero del hotel Rice sobre sus cabezas, se miraron y sonrieron, y las entrañas de Janice cedieron como arena. Si alguien la reconocía mientras subía la ancha escalera de caoba con él, le daba igual; resolvió de forma confusa no detener la fuerza que la llevaba hacia delante y la sacaba de una vida muera. Lionel descendió sobre ella como una ola, derribándola, invadiéndola, haciendo añicos su pasado. Ella había olvidado qué punzadas de placer permanecían dormidas en sus ingles, qué mareas de sentimientos podían inundar su cerebro. Más tarde, en su casita, dejándose resbalar al fondo de su pozo, examinó su cara saciada en el espejo del cuarto de baño y vio lo solapadamente femenina que era en realidad, lo sombría y falsa y, se guiñó un ojo, feliz.

Muy recomendable. Bajo la aparente sencillez, complejidad. Y ya sabéis, lo bueno, si breve, dos veces bueno.

jueves, 5 de julio de 2018

Tess d’Ubervilles (1891), de Thomas Hardy




Desde la universidad tenía pendiente la lectura de este escritor. Me atraían sobremanera las críticas, el aire triste y deprimente que rodea a sus novelas, pero al mismo tiempo tanto la película como el romanticismo me tiraban para atrás. Nada más lejos de la realidad.
Es una novela triste, muy triste, más dura de lo que hubiera alcanzado a imaginar, una novela altamente recomendable y que he leído de un tirón.

¡No hay un Dios en el cielo; todo es maldad en el mundo!

Hardy lleva a cabo un interesante ejercicio de descripción costumbrista, de su Dorset natal. Se nos describen los paisajes al tiempo que las personas que los habitan, y todo ello con un estilo tan personal como natural.

El viajero procedente de la costa que, luego de caminar hacia el norte una veintena de millas, por hondonadas cretáceas y tierras de cereales, alcanza de pronto el filo de uno de aquellos escarpados, sorpréndese y deléitase al contemplar, tendida a sus pies cual un mapa, una comarca absolutamente distinta de las que acaba de cruzar.

El pueblo estaba ya cerrando los ojos. Desparecían de todas las partes las luces. Tess imaginábase en el interior de las casas a los que apagaban aquellas luces con la mano extendida.

La muchacha apresurose a descargar el cesto, comprobando que el frasco de la melaza se le había roto. Hubo entonces una carcajada general, provocada por el curioso aspecto que ofrecía la espalda de la moza. Ésta, irritada, resolvió quitarse la ridícula mancha por el medio más rápido, y tirándose furiosa en el suelo de la finca que iban a cruzar y restregando desesperadamente la espalda contra la hierba, comenzó a secarse la tela como Dios le dio a entender, arrastrándose por el césped y apoyando en él los codos.

La trama está llena de acción, ni mucho menos vertiginosa pero sí capaz de contentar al más exigente de los lectores. Pero lo trascendental en la novela es el rechazo social, la figura de Tess como proscrita y la injusticia de dicha proscripción.

Hasta que al cabo de los años no se hubiera borrado, por lo menos de su espíritu, aquella sensación de fracaso no podía estar allí tranquila. Sin embargo, Tess sentía latir en su interior las pulsaciones de una vida ardorosa todavía y henchida de esperanzas; aún podía ser feliz en algún rincón del mundo, donde no hubiese vestigio alguno de su triste pasado. Eludir el pasado y todo lo referente a él equivaldría a aniquilarlo, y para lograr tal cosa no había más que huir.

Ya de por sí el cambio de un aire pesado a otro más ligero, o la sensación de hallarse en un ambiente nuevo, donde no había miradas envidiosas que en ella se posasen, levantáronle extraordinariamente a Tess el ánimo. Sus esperanzas mezcláronse con el resplandor solar en una fotoesfera que la circundaba de un nimbo, en tanto caminaba de cara a la tibia brisa del sur. Oía una grata voz en cada ráfaga y en cada nota del trinar de las aves acechaba el goce.

Aquí he encontrado una relación circunstancial con La letra escarlata o incluso con La casa de los siete tejados, ambas de Nathaniel Hawthorne, y dicho hallazgo, así como el tratamiento diferenciado pero al mismo tiempo paralelo, de dicha temática, ha enriquecido sobremanera mi lectura.

Fue tal el retraimiento que todos concluyeron por creer que se había ido del pueblo.
Sólo después de anochecido hacía Tess algún ejercicio, sintiéndose entonces menos sola en la soledad de las arboledas solitarias. Conocía perfectamente ese momento de la tarde en que la luz y la sombra se contraponían de tal suerte en tan absoluto equilibro que, neutralizándose mutuamente la extinción del día y el paréntesis vital de la noche, queda la mente en la más libre holgura. Es entonces cuando el dolor que supone la vida se adelgaza hasta el más mínimo de sus dimensiones. No les temía Tess a las sombras; su único anhelo consistía en verse lejos de la humanidad, o, por mejor decir, de ese frío conglomerado que se llama mundo, y que, tan terrible en conjunto, resulta tan insignificante y mezquino si se le descompone en sus unidades.

Ojo con Hardy. Todas sus novelas provocaron polémica en su tiempo, fundamentalmente por un tratamiento sexual que al lector presente le parecerá del todo ausente. Por mi parte, trataré de leer alguna más de sus novelas, que no son fáciles de encontrar, a excepción de la presente. Hardy tiene mucho, mucho fondo.

La experiencia ―diche Roger Ascham― nos sirve para encontrar un atajo después de un largo rodeo. No es raro que esta caminata nos deje ya rendidos para seguir andando, y entonces, ¿qué utilidad tiene la experiencia? De esta índole extenuadora era la de Tess Durbeyfield. Por fin se había enterado de lo que debía hacer, pero ahora, ¿de qué le servía saberlo?
Si al ponerse en relación con los d’Uberville se hubiera atenido inflexiblemente a las máximas y consejos que de sobra conocía como todo el mundo, no se hubieran burlado de ella de aquel modo. Más no estuvo en su mano ―como no lo está en la de nadie― ver con toda claridad la verdad que tales sentencias y máximas encerraban, hasta tanto que ya no era sazón el utilizarlas. Como tantos otros, también Tess hubiera podido argüirle a Dios como San Agustín: «Nos has enseñado un camino mejor del que nos has permitido seguir»