En
mi primera infancia mi padre me dio un consejo que, desde entonces, no ha
cesado de darme vuelta por la cabeza.
«Cada
vez que te sientas inclinado a criticar a alguien ―me dijo― ten presente que no
todo el mundo ha tenido tus ventajas…»
Magnífico
comienzo, qué duda cabe, para una novela que termina diluyéndose en una
historia que mezcla el amor con tintes de novela negra, personajes curiosos e
impertinentes, millonarios, fiestas, alcohol…
Estructura
impecable, prosa barroca que usa admirablemente de la comparación:
―sorbió
la bebida como si fuera una gota en el fondo de un vaso―.
…durante
una hora lo estuve mirando, como Kant el campanario de su iglesia.
No
tengo nada que reprochar a la novela, pero cierto que mis expectativas se
hincharon en exceso después de una introducción que abusa de extraordinarios
fuegos de artificio:
Y
ahora llevaría de nuevo a mi vida todas aquellas cosas, convirtiéndome, otra
vez, en el más limitado de todos los especialistas: «el
hombre muy cultivado». Esto no pretende ser un epigrama; al fin y al cabo,
desde una sola ventana se contempla mejor la vida.
No
es de extrañar que Fitzgerald barajara la posibilidad, entre otras, de titular
a la novela Trimalción, pues las
veladas pantagruélicas nos traen inmediatamente al recuerdo la prodigalidad de El Satiricón de Petronio, salvando la
diferencia de que los romanos nos superaron ampliamente con respecto al
tratamiento liberal de la naturaleza del sexo. Desenfreno y caos, en definitiva,
en la próspera América de los felices años 20.
La
estructura no es fácil, pero tampoco obliga al lector a prestar una atención
excesiva para seguir un hilo argumental diáfano. No obtuvo el éxito comercial
esperado, pero es que las predilecciones del público lector son imprevisibles.
Quizás la novela, pese a su corta extensión, resulta densa, requiere una pausa
a la hora de leer para captar aquello que no se dice.
La
presencia del narrador, que se supone el propio Fitzgerald, es magnífica, hilo conductor
del relato tanto en lo que respecta a la estructura como al hilo argumental.
Hay que entender al narrador a partir de la subjetividad que transmite a toda
la novela. Un buen ejemplo está en sus opiniones acerca del propio Gatsby, que
varían a lo largo de la narración:
Sonrió
comprensivamente, mucho más que comprensivamente. Era una de esas raras
sonrisas, con una calidad de eterna confianza, de esas que en toda la vida no
se encuentran más que cuatro o cinco veces. Contemplaba, parecía contemplar por
un instante el Universo entero, y luego se concentraba en uno con irresistible
parcialidad; comprendía a uno hasta el límite en que uno deseaba ser
comprendido, creía en uno como uno quisiera creer en sí mismo, y aseguraba que
se llevaba la mejor impresión que uno quisiera producir.
Durante
el último mes quizá había hablado con él media docena de veces y, con gran
desilusión, advertí que tenía poco que decir. Así es que mi primera impresión
de que se trataba de una persona de indefinida importancia de desvaneció
gradualmente para convertirse, simplemente, en el propietario del suntuoso
palacio vecino de mi casa.
El
cinismo de los personajes y el tratamiento de la hipocresía me han recordado a
Henry James en algunos pasajes aunque, a mi modo de ver, Fitzgerald no está, ni
mucho menos, a la altura de James. Cierto que el estilo de Fitzgerald se
distingue por sí solo, por su contundencia:
Una
especie de disculpa volvió a ascender a mis labios, porque cualquier
demostración de absoluta confianza en sí mismo logra, por mi parte, un
asombrado tributo de admiración.
Pero
soy lento en el pensar, estoy lleno de normas interiores que actúan como frenos
sobre mis deseos.
Todos
creemos que, como mínimo, poseemos una virtud capital; la mía es ésta: soy una
de las pocas personas honradas que he conocido.
No
encuentro un tema. Tampoco me creo a algunos de sus personajes. Me chirrían
especialmente dos, que son los protagonistas, el narrador, Carraway, y el
propio Gatsby.
No
resulta fácil escribir una reseña de una novela tan desconcertante y
polifacética. No sé, quizás me ha faltado algo. Es probable que en un futuro
aborde alguna otra aventura de Fitzgerald para tratar de ver si hay algo más
tras los fuegos de artificio de la industria hollywoodiense. Seguro que si
vuelvo a leer esta misma novela saldrá una reseña completamente diferente, pero
ahora me he quedado un tanto perplejo, reflexionando acerca de cómo los
clásicos llegan a alcanzar su condición, ya sea porque nos hablan del alma
humana o porque nos describen una sociedad que siempre se nos muestra cínica aunque
cambien las formas.
A mí me parece una historia fascinante. Creo que trata de como los ricos, con apellidos conocidos, ricos de cuna, siempre salen victoriosos por muchas que sean sus faltas. Utilizan a todos los que tienen a su alrededor para conseguir sus fines y luego los abandonan a su suerte para ellos seguir disfrutando de sus privilegios. Así la tonta Daisy Buchanan se aprovecha de Nick y de Gatsby para satisfacer su vanidad de niña tonta, pero al final vuelve con su marido que es el que le proporciona la situación.
ResponderEliminarY no basta ser rico para librarse del maleficio. Gatsby lo es y ya vemos como acaba. Hay que tener alcurnia, apellido y pertenecer a la "nobleza" neoyorkina.
He leído también "Suave es la noche" y "El último magnate". Me gusta mucho Fitgerald. Creo que se ha ganado de sobra la calificación de clásico.
Un abrazo.
Pues volveré con Fitzgerald más o menos pronto. Tengo que reconocer que me dan desconfianza los fuegos de artificio, los juegos de palabras. Procuro hacer una crítica lo más alejada posible del prejuicio, sin apoyarme en la crítica literaria establecida siempre que me sea posible. Es algo personal ;) que para nada llevo al límite. Acostumbro a equivocarme a cada rato; eso no es problema porque crezco.
EliminarQue Fitzgerald y su novela son "clásicos" está fuera de toda duda. Probablemente es "insano" replanteárselo, pero disfruto en la tarea.
Abrazo de vuelta y agradecido por la visita.