lunes, 30 de octubre de 2017

El adolescente (1875), de Fiódor Dostoievski.




Es esta, por el momento, la novela de Dostoievski, a la que más me ha costado tomarle la medida. Tuvieron que pasar alrededor de 130 páginas de las 650 de las que consta mi ejemplar para sentirme arrebatado por las tensiones que entrelazan a los protagonistas. Como ante una montaña de paredes desnudas, ha sido profundizar y hallarme ante una enorme veta de riquezas incomparables. Quizás es mi paralela labor en la escritura la que me ha proporcionado mayores frutos, no quiero llevar a engaño al lector que se acerque a esta tan extraña como estupenda novela.

El propio Dostoievski nos explica en las primeras líneas las dificultades que tuvo para construir la trama:

…¡tanto desmoraliza al hombre todo trabajo literario, hasta el emprendido únicamente para sí! Y estas reflexiones pueden aún ser muy vulgares, porque lo que uno estima puede muy bien no tener valor alguno para un extraño. Pero quede dicho todo esto entre paréntesis. He aquí mi prefacio: no habrá nada más por el estilo. ¡Manos a la obra! Aunque no haya nada más embarazosos que emprender una obra, y quizás el poner manos a la obra en general.

El escritor escoge la primera persona y se dirige constantemente a un posible lector. No deja de parecernos un narrador extraño, cuyas características puede justificar el hecho de que se trate de un adolescente.

Aquí un preámbulo: el lector se asustará tal vez de la franqueza de mi confesión y se preguntará ingenuamente: ¿cómo es posible que el autor no se haya avergonzado? Responderé diciendo que no escribo para ser publicado; tendré un lector tal vez dentro de diez años, cuando todo esté tan bien determinado, probado y cumplido, que no habrá ya necesidad de avergonzarse de nada. Por tanto, si en estas memorias me dirijo a veces al lector, no es más que un artificio. Mi lector es un personaje de fantasía.

Pero que el título no nos lleve a engaño. El protagonista tiene 19 años, sí. Es un adolescente, sí, pero también un protagonista más de entre la compleja narrativa del maestro, un personaje que bascula, que trata de hacer el bien para sí y para los suyos, un personaje embargado por dudas de gran calado ético y emocional, un personaje redondo, qué duda cabe.
Quizás hay ciertos fragmentos que son más propios del adolescente y que marcan el título, como la parte en que el protagonista piensa en imitar la frugalidad de ciertos mendigos que después de muertos dejaron la intrigante sorpresa de fortunas encubiertas:

Cuando concebí «mi idea» (precisamente no consiste más que en el caldeamiento al rojo), quise ponerme a prueba: ¿estaba yo hecho para el monasterio y para la santidad? A este efecto, durante todo el primer mes no comí más que pan y agua.

Poco después el protagonista nos sorprende con reflexiones especialmente maduras:

No tengo necesidad del dinero, o más bien no es del dinero de lo que tengo necesidad; no es ni siquiera del poder; tengo necesidad solamente de lo que se adquiere por el poder y no puede adquirirse sin él: ¡la conciencia, tranquila y solitaria, de su fuerza!

Dostoievski nos lleva como un torbellino por la descripción de los pensamientos de mentes agitadas por la duda, y sus descripciones son maravillosas, a veces irreales, febriles, la culminación de la expresión y la contundencia. En este aspecto, Dostoievski es francamente asombroso, ¡descomunal! Es difícil destacar fragmentos porque toda la novela es expresión de actitudes, sentimientos; la acción escasea.

Escuchaba sentado, como de costumbre, erizado como un gorrión en una jaula, silencioso y grave, inflado, con sus rubios cabellos hirsutos. Una sonrisa estereotipada y burlona no se apartaba de sus labios. Esa sonrisa era tanto más desagradable cuanto que de ninguna manera era algo premeditado, sino completamente involuntario; se veía que él se juzgaba en aquellos momentos real y verdaderamente muy superior a mí tanto en inteligencia como en carácter. Yo sospechaba también que me despreciaba por la escena de la víspera en casa de Dergatchev; así tenía que ser, porque Efim es la muchedumbre, Efim es la calle, y la calle no se inclina nunca más que ante el éxito.

Este deseo de saltar al cuello, para que se me encuentre bueno, para que se pongan a abrazarme o yo no sé qué de ese tipo (una porquería, en una palabra) estimo que es el más infame de todos mis motivos de vergüenza. Desde hace mucho tiempo, sospechaba la existencia de eso en mí, y precisamente en aquel rincón donde me he mantenido durante tantos, años, aunque no tenga por qué arrepentirme de ello. Yo sabía que debía mostrarme más sombrío en el mundo.

Cierto que hay maniqueísmo, personajes intrínsecamente buenos y malos malísimos, pero la mayoría, los personajes centrales, son de carne y hueso, y se mueven en una delicada ambivalencia. Dostoievski no se olvida de los lectores y trata de acapararlos a todos, a los que solo quieren emoción, o acción, y también a los que quieren escarbar en el interior de la conciencia humana.

Yo tenía entonces una fortuna considerable, echaba la casa por la ventana, vivía completamente al día; pero mis compañeros oficiales no me apreciaban, y sin embargo yo me esforzaba en no ofenderlos. Es una cosa que tengo que confesarle a usted: nadie me ha querido nunca.

Podría estar introduciendo fragmentos y completar cientos de páginas hablando de esta obra, pero ya sabéis que dejo esa labor para los académicos, que cobran, y muy bien, por ello. Prefiero seguir leyendo, sin prisa pero sin pausa, y aplicar lo leído en mis propios escritos. Qué duda cabe que leer a Dostoievski con detenimiento les sería muy útil a los escritores que copan las listas de más vendidos, cosa que, evidentemente, no sucede.

lunes, 23 de octubre de 2017

Edipo Rey (430 a. de C.), de Sófocles.




Sófocles vive aproximadamente del año 496 al 406 a.C. uno de los períodos más convulsos y exuberantes de la historia de la humanidad. Guerras Médicas y formación de un Imperio ateniense que, partiendo de una democracia, somete (como tiranía) a persas y otros pueblos así como a los mismos griegos, hasta la confrontación devastadora entre Atenas y Esparta. Al mismo tiempo que se desarrolla una sucesión tremenda de acontecimientos políticos se crean obras que serán eternas en todos los órdenes de la vida: Sócrates y Platón, Demócrito, Heródoto y Tucídices, Esquilo, Eurípides y el mismo Sófocles, Fidias, Mirón y Polícleto, Pericles, Alcibíades… ¡qué más decir!
El tema de Edipo entra en el terreno del mito, ya referenciado en la misma Odisea. No entraré a resumirlo porque ya es de todos bien conocido. Valga decir que los mismos griegos, espectadores de la tragedia de Sófocles, también conocían a la perfección el transcurso de la historia en sus detalles más truculentos. Pese a ello el autor utiliza magistralmente sus bazas para mantener al espectador alerta y expectante ante los sucesos que agitan al más desgraciado de entre los mortales.
Las formas del teatro son primitivas, pues estamos ante el origen del teatro; hay un prólogo y un coro que sirven a la narración.
Hay ironía y sarcasmo:

TIRESIAS. ― ¡Ay, ay! ¡El saber qué tremendo es cuando no reporta beneficio al que sabe!

Hay sabiduría:

CREONTE. ― …Todavía no ando tan trastornado que busque otras cosas que las bellas y útiles a la vez. Ahora me llevo bien con todos, ahora todo el mundo me saluda, ahora los que te necesitan a ti me llaman a mí, pues todo su éxito está aquí.

El destino es tema principal de la obra. A lo largo de la historia la idiosincrasia de los pueblos bascula entre el desprecio y la adoración de este abstracto, desde la idolatría que le rinden los griegos hasta el desprecio más absoluto de la ilustración, y me acuerdo aquí de la novela de Diderot, Jacques el fatalista. Por mi parte considero el destino un tema enigmático, por el que me siento muy atraído. Trato de quedarme en un término medio y considerar el destino un asunto que tiene mucho que ver con la genética y la herencia, así como con el fondo social y familiar que limita a los hombres hasta someterlos a una suerte de predestinación.
Es digno de ver cómo Edipo se encoleriza contra los adivinos:

EDIPO.Cuando estaba aquí la perra (la Esfinge), que cantaba cuestiones bien urdidas, ¿cómo no indicabas a estos tus conciudadanos alguna solución? Y, sin embargo, descifrar el enigma no era cosa de un hombre que acababa de llegar, sino que exigía el arte de la adivinación, que tú evidenciaste no haber aprendido ni de las aves ni de ninguno de los dioses. En cambio yo, Edipo, el que según tú no sé nada, nada más llegar le puse freno acertando con mi inteligencia y sin aprenderlo de las aves,…

Y cómo los hombres se resisten a su destino tratando de manipularlo a su antojo sin éxito:

YOCASTA. ― ¿Por qué había de temer un hombre en quien mandan las circunstancias de su destino y cuya previsión no es clara en nada?

Y a medida que la obra avanza, crece en tensión dramática, y no importa que sepamos lo que va a suceder porque nos dejamos arrastrar por la tremenda humanidad de los personajes:
 
YOCASTA. ― Te aseguro que te quiero muy bien y por eso te aconsejo con cocimiento de causa lo mejor.
EDIPO. ― Entonces tienes que saber que ese mejor me está irritando hace rato.
YOCASTA. ― ¡Oh desdichado! ¡Ojalá nunca llegues a enterarte de quién eres!
EDIPO. ― ¿Irá alguien y me traerá aquí al pastor? A ésa dejadla que se recree en su acaudalada familia.

Imagino (sin temor a equivocarme; que es muy probable que lo haga sin entrar de lleno en academicismos) estas obras de arte como un acto social de suma importancia para la sociedad, una manera de inculcar en los jóvenes una filosofía de vida, de perpetuar unas costumbres y promover el temor y el respeto por la ley de los hombres extrapolándola a la ley divina.

lunes, 16 de octubre de 2017

El lamento de Portnoy (1969), de Philip Roth




Se puede rastrear en la legislación para buscar una absurda justificación para la guerra o para garantizar la aberrante primacía de una raza sobre la otra, se puede incluso justificar el lanzamiento de dos bombas atómicas, o el rescate de los prósperos bancos saqueando las esmirriadas cuentas del proletariado, todo está permitido salvo contravenir el buen gusto de los honrados ciudadanos que van a misa los domingos escribiendo un libro que se expresa sin tapujos acerca de temas tan controvertidos como la masturbación o las veleidades sexuales alimentadas por el instinto. Sí, se puede escribir de cualquier cosa siempre que no se contravenga el buen tono.
Yo no he encontrado nada de desagradable en esta novela. Tampoco se la encontraría a ninguna otra que trate de desentrañar actitudes humanas. Que venga esta opinión de mí carece de trascendencia porque otros han despreciado en mis propias novelas aspectos similares. No hay tema soez o malsano en literatura, en todo caso hay lectores más o menos sensibles al prejuicio.
Hay una exageración contenida que le va muy bien al personaje, o quizás debiera decir exageración forzada.

¿Dónde está ese sano juicio aquella tarde en que yo volví de la escuela y encontré que mi madre había salido de casa, y vi en nuestro refrigerador un grande y purpúreo pedazo de hígado crudo?... Quiero confesar que aquélla…, aquello… no fue mi primer pedazo. Mi primer pedazo lo tuve en la intimidad de mi propia casa, enrollado en torno a mi pene en el cuarto de baño, a las tres y media, y, luego, lo tuve de nuevo en el extremo de un tenedor, a las cinco y media, en compañía de los demás miembros de aquella pobre e inocente familia. Mía.
Bien. Ahora sabe la peor cosa que he hecho jamás. Jodí con la comida de mi propia familia.


La masturbación es un acto completamente natural, tanto en hombres como en mujeres. La religión la ha convertido, en cambio, en un acto infame, y de ahí que Roth la utilice como un buen punto de partida para llevar a cabo un ataque en toda regla contra su propia religión judía, ataque que muy bien podría servirnos para el resto de las religiones monoteístas. De hecho también hay sarcasmo para con las extravagantes costumbres de los cristianos.
Pero Roth no se contenta con la religión, también ataca al estado, a la hipocresía de toda sociedad en su conjunto, a la familia, al matrimonio, a la educación, en realidad Roth le da un auténtico repaso a todo lo que se mueve, y lo hace tratando de ahondar en el prejuicio para liberarse de él, y lo hace ante el juez más terrible y todopoderoso, ante sí mismo, aunque agite su conciencia bajo la farsa de la consulta de un psicoanalista.
Y dicho lo cual, y teniendo en cuenta cómo Roth lo dice, no me cabe sino aplaudir e inclinarme ante el genio. Soy consciente de que hay un enorme número de lectores a los cuales su lenguaje o temática les ha parecido desagradable e incomestible. Me gustaría que hicieran un ejercicio de autoexamen y se interrogaran acerca de asuntos tan propios del hombre como son el sexo o la masturbación, y al mismo tiempo, si es que son capaces, de la institución de la familia, el matrimonio o asuntos más mundanos como la educación, y que sacaran conclusiones. Ya sé que pido peras al olmo, pero es que Roth lo hace, y muy bien. Cierto que no nos pone el plato sobre la mesa sino que nos obliga a aprender a cocinar, y a muchos lectores les gusta que se lo den servido.

La novela arrebata desde un inicio. Tira de efectista pero al mismo tiempo es efectivo. El personaje es introducido de una manera genial, y éste a su vez nos mete la cabeza en su entorno familiar y social progresivamente, sin altibajos, sin error.

Huelo el aceite con que ella ha abrillantado los cuatro relucientes postes de la cama, en la que duerme con un hombre que vive con nosotros por la noche y los domingos por la tarde. Mi padre, dicen que es. En las puntas de mis dedos, aunque ella los ha lavado con un paño húmedo y caliente, percibo el olor de mi comida, de mi ensalada de atún.

En realidad, las escenas más agresivas, que muchos lectores tildan de desagradables, no son sino prolegómenos, fuegos artificiales triunfales que sirven de entrada en el festival más crítico y sarcástico que pueda imaginarse.

¿He mencionado que, cuando tenía quince años, me la saqué de la bragueta y empecé a masturbarme en el autobús 107 de Nueva York?

Esta introducción no es sino la excusa para hablar de las obligaciones inculcadas, de las costumbres sociales más acendradas en nuestro espíritu y la lucha enconada por la liberación del individuo.

Quizá todo fue debido a la langosta. Roto tan fácil y sencillamente ese tabú, quizá la confianza se inclinó del lado del suicida y dionisíaco de mi naturaleza; tal vez aprendí la lección de que para infringir la ley todo lo que uno tiene que hacer es ¡seguir adelante para infringirla! Todo lo que uno tiene que hacer es dejar de temblar y de estremecerse y de encontrarlo inimaginable y fuera de sus alcances: todo lo que uno tiene que hacer ¡es hacerlo! ¿Para qué otra cosa, pregunto yo, eran todas esas reglas alimenticias prohibitivas, para qué sino para proporcionarnos a los niños judíos práctica en ser reprimidos? Práctica, amigo mío, práctica, práctica, práctica. La inhibición no crece en los árboles, ya sabe; se necesita paciencia, se necesita concentración, se necesita un dedicado y sacrificado progenitor y un niño aplicado y atento para crear en sólo unos años un ser humano realmente reprimido.

Y, aunque no seamos capaces de soportar la crítica hacia todo aquello en que más creemos, nos quedará la convicción de que Philip Roth, a lo largo de toda la novela, ante todo y sobre todo, lleva a cabo un profundo y espeluznante estudio de sí mismo.

Estoy marcado de pies a cabeza, como un mapa de carreteras, con represiones. Se puede recorrer todo lo largo y lo ancho de mi cuerpo sobre amplias autopistas de inhibición y miedo.

No os quepa duda que Philip Roth escribe bien, porque fijaos que lo hace por necesidad, escribe para sí mismo, y al hacerlo nos ofrece su yo, el regalo más preciado que un escritor, que una persona, puede hacernos.


lunes, 9 de octubre de 2017

Camino de perfección (1902), de Pío Baroja




Fernando Ossorio es un personaje atormentado. Busca un remedio a lo que puede ser algún tipo de neurosis que le impide dormir, llevar a cabo las tareas ordinarias, disfrutar del día a día. La novedosa, en su día, técnica barojiana se nos revela en todo su esplendor para describirnos a Ossorio a través de diálogos, encuentros con otros personajes.



Un día que encontró a un antiguo condiscípulo suyo, le explicó lo que tenía y le preguntó después:

¿Qué haría yo?

―Sal de Madrid.

―¿Adónde?

―A cualquier parte. Por los caminos, a pie, por donde tengas que sufrir incomodidades, molestias, dolores…

Fernando pensó durante dos o tres días en el consejo de su amigo, y viendo que la intranquilidad y el dolor crecían por momentos, se decidió. Pidió dinero a su administrador, cosió unos cuantos billetes en el forro de su americana, se vistió con su peor traje, compró un revólver y una boina, y una noche, sin despedirse de nadie, salió de casa con intención de marcharse de Madrid.



Lo fundamental, la filosofía de los personajes, el sentido de la vida e incluso sus actitudes políticas, todo se nos presenta en forma de diálogos. A mi modo de ver, la filosofía de Baroja se entrevé en la indefinición, en la relatividad:



―¿Y qué ideal es ese tuyo tan grande?

―¡Qué sé yo! Se habla siempre con énfasis y exagera uno sin querer. No me creas; yo no tengo ideal ninguno, ¿sabes? Lo que sí creo es que el arte, eso que nosotros llamamos así con cierta veneración, no es conjunto de reglas, ni nada; sino que es la vida: el espíritu de las cosas reflejado en el espíritu del hombre. Lo demás, eso de la técnica y el estudio, todo es m…



Hay quien ve en esta novela una sátira del mismo título de Santa Teresa, del siglo XVI. Lo dejo para los académicos. Lo que sí observo es un viaje espiritual, algo comparable a lo que hoy significa el Camino de Santiago. De hecho la novela está subtitulada como “Pasión Mística”, y cierto que hay un progreso a lo largo de la novela, un progreso con múltiples y bruscos altibajos.

En todo momento Baroja busca un sentido poético, a veces logrado, otras veces no tanto, pero desde luego que a través de un estilo muy personal:



¡Qué hermoso poema el del cadáver del obispo en aquel campo tranquilo! Estaría allá abajo con su mitra y sus ornamentos y su báculo, arrullado por el murmullo de la fuente. Primero, cuando lo enterraran, empezaría a pudrirse poco a poco: hoy se le nublaría un ojo, y empezarían a nadar los gusanos por los jugos vítreos; luego el cerebro se le iría reblandeciendo, los humores correrían de una parte del cuerpo a otra y los gases harían reventar en llagas la piel: y en aquellas carnes podridas y deshechas correrían las larvas alegremente…

Un día comenzaría a filtrarse la lluvia y a llevar con ella substancia orgánica, y al pasar por la tierra aquella substancia se limpiaría, se purificaría, nacerían junto a la tumba hierbas verdes, frescas y el pus de las úlceras brillaría en las blancas corolas de las flores.

 

En todo momento Baroja, a su manera, ensalza la vida del campo enfrentándola a la de la ciudad:



La gente tornaba de pasear, de divertirse, de creer, por lo menos que se había divertido, pasando la tarde aprisionado en un traje de domingo, bailando al compás de las notas chillonas de un organillo.

En los tranvías, hombres, mujeres y chicos, sudorosos, llenos de polvo, luchaban a empujones a brazo partido, para entrar y ocupar el interior o las plataformas de los coches, y cuando éstos se ponían en movimiento, rebosantes de carne, se perdían de vista pronto en la gasa de calor y de polvo que llenaba el aire.



Las temáticas son múltiples, tantas como las reflexiones de los personajes. Hay alusiones antirreligiosas, otras, en cambio, místicas, espirituales. El paisaje duro, de extremos, de la meseta castellana sirve de marco perfecto para mostrar la brutalidad del pueblo castellano:



Él no había podido sustraerse a las ideas tradicionales de un pueblo tan hipócrita como bestial. Había conseguido a la muchacha en un momento de abandono; no se paró a pensar si en ella estaría su dicha; se contentó con oír las felicitaciones de sus amigos y con esconderse al saber que el padre de la Ascensión le andaba buscando.



La mejor prosa barojiana sirve para definir al pueblo español de la época. Se trata de sortear prejuicios ahondando en las causas de la decadencia moral hispana, buscando posibles caminos contra la indolencia. Sierra de Madrid, Segovia, Toledo y finalmente el contrapunto en Alicante. Fernando Ossorio critica duramente a los habitantes de la meseta castellana al tiempo que se analiza a sí mismo con la misma franqueza; el protagonista no trabaja, vive de las rentas y otras herencias. Es en este autoanálisis donde se acerca Baroja a su mejor versión de El árbol de la ciencia, por lo cual me atrevo a recomendar esta novela para conocer a uno de los mejores entre los nuestros.