lunes, 16 de octubre de 2017

El lamento de Portnoy (1969), de Philip Roth




Se puede rastrear en la legislación para buscar una absurda justificación para la guerra o para garantizar la aberrante primacía de una raza sobre la otra, se puede incluso justificar el lanzamiento de dos bombas atómicas, o el rescate de los prósperos bancos saqueando las esmirriadas cuentas del proletariado, todo está permitido salvo contravenir el buen gusto de los honrados ciudadanos que van a misa los domingos escribiendo un libro que se expresa sin tapujos acerca de temas tan controvertidos como la masturbación o las veleidades sexuales alimentadas por el instinto. Sí, se puede escribir de cualquier cosa siempre que no se contravenga el buen tono.
Yo no he encontrado nada de desagradable en esta novela. Tampoco se la encontraría a ninguna otra que trate de desentrañar actitudes humanas. Que venga esta opinión de mí carece de trascendencia porque otros han despreciado en mis propias novelas aspectos similares. No hay tema soez o malsano en literatura, en todo caso hay lectores más o menos sensibles al prejuicio.
Hay una exageración contenida que le va muy bien al personaje, o quizás debiera decir exageración forzada.

¿Dónde está ese sano juicio aquella tarde en que yo volví de la escuela y encontré que mi madre había salido de casa, y vi en nuestro refrigerador un grande y purpúreo pedazo de hígado crudo?... Quiero confesar que aquélla…, aquello… no fue mi primer pedazo. Mi primer pedazo lo tuve en la intimidad de mi propia casa, enrollado en torno a mi pene en el cuarto de baño, a las tres y media, y, luego, lo tuve de nuevo en el extremo de un tenedor, a las cinco y media, en compañía de los demás miembros de aquella pobre e inocente familia. Mía.
Bien. Ahora sabe la peor cosa que he hecho jamás. Jodí con la comida de mi propia familia.


La masturbación es un acto completamente natural, tanto en hombres como en mujeres. La religión la ha convertido, en cambio, en un acto infame, y de ahí que Roth la utilice como un buen punto de partida para llevar a cabo un ataque en toda regla contra su propia religión judía, ataque que muy bien podría servirnos para el resto de las religiones monoteístas. De hecho también hay sarcasmo para con las extravagantes costumbres de los cristianos.
Pero Roth no se contenta con la religión, también ataca al estado, a la hipocresía de toda sociedad en su conjunto, a la familia, al matrimonio, a la educación, en realidad Roth le da un auténtico repaso a todo lo que se mueve, y lo hace tratando de ahondar en el prejuicio para liberarse de él, y lo hace ante el juez más terrible y todopoderoso, ante sí mismo, aunque agite su conciencia bajo la farsa de la consulta de un psicoanalista.
Y dicho lo cual, y teniendo en cuenta cómo Roth lo dice, no me cabe sino aplaudir e inclinarme ante el genio. Soy consciente de que hay un enorme número de lectores a los cuales su lenguaje o temática les ha parecido desagradable e incomestible. Me gustaría que hicieran un ejercicio de autoexamen y se interrogaran acerca de asuntos tan propios del hombre como son el sexo o la masturbación, y al mismo tiempo, si es que son capaces, de la institución de la familia, el matrimonio o asuntos más mundanos como la educación, y que sacaran conclusiones. Ya sé que pido peras al olmo, pero es que Roth lo hace, y muy bien. Cierto que no nos pone el plato sobre la mesa sino que nos obliga a aprender a cocinar, y a muchos lectores les gusta que se lo den servido.

La novela arrebata desde un inicio. Tira de efectista pero al mismo tiempo es efectivo. El personaje es introducido de una manera genial, y éste a su vez nos mete la cabeza en su entorno familiar y social progresivamente, sin altibajos, sin error.

Huelo el aceite con que ella ha abrillantado los cuatro relucientes postes de la cama, en la que duerme con un hombre que vive con nosotros por la noche y los domingos por la tarde. Mi padre, dicen que es. En las puntas de mis dedos, aunque ella los ha lavado con un paño húmedo y caliente, percibo el olor de mi comida, de mi ensalada de atún.

En realidad, las escenas más agresivas, que muchos lectores tildan de desagradables, no son sino prolegómenos, fuegos artificiales triunfales que sirven de entrada en el festival más crítico y sarcástico que pueda imaginarse.

¿He mencionado que, cuando tenía quince años, me la saqué de la bragueta y empecé a masturbarme en el autobús 107 de Nueva York?

Esta introducción no es sino la excusa para hablar de las obligaciones inculcadas, de las costumbres sociales más acendradas en nuestro espíritu y la lucha enconada por la liberación del individuo.

Quizá todo fue debido a la langosta. Roto tan fácil y sencillamente ese tabú, quizá la confianza se inclinó del lado del suicida y dionisíaco de mi naturaleza; tal vez aprendí la lección de que para infringir la ley todo lo que uno tiene que hacer es ¡seguir adelante para infringirla! Todo lo que uno tiene que hacer es dejar de temblar y de estremecerse y de encontrarlo inimaginable y fuera de sus alcances: todo lo que uno tiene que hacer ¡es hacerlo! ¿Para qué otra cosa, pregunto yo, eran todas esas reglas alimenticias prohibitivas, para qué sino para proporcionarnos a los niños judíos práctica en ser reprimidos? Práctica, amigo mío, práctica, práctica, práctica. La inhibición no crece en los árboles, ya sabe; se necesita paciencia, se necesita concentración, se necesita un dedicado y sacrificado progenitor y un niño aplicado y atento para crear en sólo unos años un ser humano realmente reprimido.

Y, aunque no seamos capaces de soportar la crítica hacia todo aquello en que más creemos, nos quedará la convicción de que Philip Roth, a lo largo de toda la novela, ante todo y sobre todo, lleva a cabo un profundo y espeluznante estudio de sí mismo.

Estoy marcado de pies a cabeza, como un mapa de carreteras, con represiones. Se puede recorrer todo lo largo y lo ancho de mi cuerpo sobre amplias autopistas de inhibición y miedo.

No os quepa duda que Philip Roth escribe bien, porque fijaos que lo hace por necesidad, escribe para sí mismo, y al hacerlo nos ofrece su yo, el regalo más preciado que un escritor, que una persona, puede hacernos.


3 comentarios:

  1. Una gran novela. La leí hace años y esta reseña tuya me ha hecho revivir, con mucho gusto, escenas y el tono general del libro.
    Un beso.

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    1. Es una novela tremenda. Comencé a leerla hará como un año. La cogí prestada de la biblioteca pero la devolví porque consideré un sacrilegio leerla con prisas. Ahora conseguí una edición viejuna y la he disfrutado con pausa. A mi modo de ver la posición del autor es de una valentía que no es habitual de ver en este mundo literario tan superficial que nos rodea. Cualquier autor que trate de diferenciarse del mediocre ambiente literario ya merece mi aplauso.
      Hablo como si fuera una novedad, pero claro, el autor ¡vive!
      Saludos, un beso y agradecido por el comentario.

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    2. Todo lo que he leído de él me ha gustado muchísimo. Un gran autor.

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