martes, 28 de junio de 2016

Voltaire. Zadig o el destino.



Leer clásicos tiene sus ventajas, no se vayan ustedes a creer. Entre muchas otras no es el precio la menos importante, pues se puede acudir a librerías de saldo y adquirir por un euro verdaderas joyas como la que os traigo. Cierto que no se trata de cuidadas ediciones de calidad (a las que desgraciadamente no tengo acceso), sino que, por lo general, termina uno adquiriendo volúmenes que en su día formaron colecciones para la promoción de prensa. En fin, este sería un tema que por sí solo daría lugar a una entrada, pero no seré yo quien se pinche en semejante berenjenal.
La verdad sea dicha, que andaba dándole vueltas al tema del destino y el título me hizo picar. Poco o nada tiene que ver la novela con el destino. Os tengo que confesar que comencé la lectura con bajas expectativas pero ahora la recomiendo con pasión. Entronca Voltaire con el sarcasmo de Sterne o Swift. Dado el gusto de mediados del XVIII, toma Voltaire la forma de carta, casi como si se tratara de un manuscrito encontrado al azar, y a partir de una historia oriental que bien podría incluirse en la línea de Las mil y una noches, nos traza una tremenda crítica de la sociedad, que supongo contendrá guiños a sus lectores contemporáneos pero que sirve perfectamente para el tiempo presente.

Te ofrezco la traducción de una obra de cierto sabio antiguo que, estando en posesión de la dicha suprema de no tener nada que hacer, tuvo también la de recrearse escribiendo la historia de Zadig, relato que dice en realidad mucho más de lo que parece decir.

E inmediatamente Voltaire critica las preferencias de lectura de su tiempo:

¿Cómo podéis preferir unos cuentos insulsos y sin significado alguno?les decía el sabio Ulug.
            ―Precisamente por eso los preferimos, respondían las damas….

La historia de Zadig es muy amena.
Zadig, “a pesar de ser rico y joven, sabía moderar sus pasiones, no aparentaba lo que no era, no quería tener siempre razón y sabía comprender las debilidades de los hombres”; además “era en extremo prudente, ya que procuraba vivir entre gente prudente”. Tanta perfección no podía sino atraer la desgracia, y de ahí el relato de sus aventuras y desventuras. En ágiles y cortos capítulos Voltaire inventa las anécdotas más inverosímiles para dar cabida a sus reflexiones más agudas, como son la intolerancia religiosa, la ineficacia de la justicia o la sumisión del pueblo a un poder arbitrario; ¡ojo!, que Voltaire era un déspota ilustrado, no confiaba en la capacidad del hombre para autogobernarse y apostaba por una monarquía inteligente y moderada.
Pero Voltaire era un perfecto ejemplo de su tiempo, y combatió duramente contra cualquier clase de fanatismo o superstición; “No quisiera ser feliz a condición de ser imbécil”, dijo en alguna ocasión. Yo, desde luego me quedo con la valentía de Voltaire, que no deja títere con cabeza.

Poco más que decir, como siempre que nos detenemos en un clásico recomiendo el enfrentamiento directo con el autor, sin la contaminación de academicismos, que podrán venir después si nos apasiona lo suficiente. Solamente dejar unas perlas que en su momento significaron carnaza para el twitter.
Salud.

Cuando comas, da de comer a los perros, aunque puedan morderte.

Y sabía de metafísica cuanto se ha sabido en todas las edades, es decir: muy poca cosa.

Zadig, que poseía grandes riquezas y por tanto infinidad de amigos, que gozaba de salud, de graciosa apostura, de espíritu justo y moderado, con un corazón noble y sincero, creyó que podía ser dichoso.

Maldijo a los sabios y decidió vivir en buena compañía.

Animaba la reunión con deliciosas conversaciones, sin pretender demostrar su talento, que es la forma más segura de no tenerlo y de echar a perder la mejor reunión de sociedad.

Los únicos afligidos eran sus parientes, porque no heredaban.

Jamás había leído ni oído que un cortesano hubiera hablado en defensa de un ministro caído en desgracia y contra el cual el rey estuviese irritado.

Era admirado de todos, y a pesar de ello le querían también.

Zadig prefería el estilo de la razón, y todos estuvieron de su parte, no porque creyeran que era el mejor camino ni porque fuese amable y razonable, sino porque era el primer ministro.

miércoles, 22 de junio de 2016

Vladimir Nabokov. La defensa (1929).



Aunque no tiene por qué, suele suceder que las novelas que perduran en la memoria no son aquellas de lectura ágil sino todo lo contrario. Hay novelas que una vez aparqué, por desidia o aburrimiento, y que luego he vuelto a retomar, por circunstancia o azar, y han resultado ser las de un recuerdo más duradero.
Hace días que terminé mi viaje con Luzhin pero Luzhin sigue ahí, vivo y fresco en mi memoria. No creáis, que desconfiaba, y mucho, de Nabokov, después de abandonar Lolita años atrás. Quizás no estaba yo lo suficientemente maduro, o quizás no encontré puntos de contacto. No tardaré mucho en abordar de nuevo su lectura porque Nabokov me ha cautivado con su novela de ajedrez, la que es, para mí, la mejor novela de ajedrez que he leído hasta la fecha. A su lado palidece, a mi modo de ver (¡cuántas veces tengo que decir que sólo vierto opiniones para que no se enfaden los lectores!), Novela de ajedrez, de Stefan Zweig.
No voy a tratar de reflejar lo que la novela contiene, primero porque es imposible, y segundo porque mejor que yo lo hace Nabokov en un prólogo plagado de spoilers ininteligibles a priori que os servirá para conocer a los dos monstruos, Nabokov como genio de la literatura y Luzhin como genio del ajedrez:

El propio Luzhin ha tenido que esperar treinta y cinco años hasta ser editado en lengua inglesa. Si bien es cierto que a finales de la década de los treinta hubo algunas esperanzas cuando un editor estadounidense mostró interés por la obra, resultó pertenecer a esa clase de editores que desean convertirse en la musa masculina del autor, y nuestra breve relación terminó abruptamente cuando me sugirió que sustituyera el ajedrez por la música y convirtiera a Luzhin en un violinista demente.

A este propósito, me gustaría ahorrar tiempo y esfuerzo a los críticos poco imaginativos ―y, en general, a las personas que mueven los labios mientras leen y de quienes no puede esperarse que se enfrenten a una novela sin diálogos cuando su argumento puede saberse gracias al prólogo― haciéndoles observar la temprana introducción del tema de la ventana cubierta de escarcha (relacionada con el suicidio de Luzhin, o, mejor dicho, el jaque mate que se hace a sí mismo) en el capítulo once, o lo tremendamente patético que resulta el modo en que mi abatido maestro recuerda sus viajes profesionales, pues no trae a su memoria las diferentes etiquetas deslucidas por el sol de su equipaje ni las placas para linterna mágica, sino las losetas de los diferentes cuartos de baño y de los retretes de pasillo; aquel suelo a cuadros blancos y azules donde él, sentado en su trono, encontró y estudió las prolongaciones imaginarias de la partida interrumpida, o cierto pavimento fastidiosamente asimétrico, de nombre comercial «ágata», donde la jugada de un caballo sobre tres colores arlequinados interrumpía aquí y allá el tono neutro del ajedrezado linóleo entre el «Pensador» de Rodin y la puerta, o los grandes rectángulos de color negro satinado y amarillo cuyas hileras formando haches eran dolorosamente cortadas por la línea vertical ocre de la tubería del agua caliente…
Pero los golpes de efecto de ajedrez que he colocado no se limitan a escenas aisladas: en realidad se suceden a lo largo de la estructura básica de esta atractiva novela. Así, por ejemplo, hacia el final del capítulo cuatro me permito hacer un movimiento inesperado en una esquina del tablero, dieciséis años desaparecen en el transcurso de un párrafo, y Luzhin, súbitamente promovido a una fecunda hombría y trasladado a un balneario alemán, aparece ante una mesa en un jardín y señala con su bastón una ventana del hotel que acaba de recordar (no el último cuadrado de vidrio en su vida) a la persona con quien conversa (una mujer, a juzgar por el bolso que hay sobre la mesa de metal), a la que no conoceremos hasta el capítulo sexto. El tema retrospectivo comenzado en el capítulo cuatro se disuelve entonces en la imagen del difunto padre de Luzhin, cuyo pasado se expone en el capítulo cinco mientras recuerda los inicios de la carrera como ajedrecista de su hijo, que idealiza en su mente hasta transformarla en un cuento sentimental destinado a los jóvenes. En el capítulo sexto volvemos al balneario y encontramos a Luzhin jugando aún con el bolso de mano y dirigiéndose a su borrosa interlocutora, que se va perfilando, le quita el bolso, menciona la muerte del padre de Luzhin y acaba convirtiéndose en una parte definida de la escena. Toda la secuencia de movimientos en estos tres capítulos fundamentales nos recuerda —o debería recordarnos— ciertos problemas de ajedrez cuya solución no consiste en hacer jaque mate en determinado número de jugadas, sino en el denominado «análisis retrospectivo», en el cual se requiere que el jugador demuestre mediante un estudio desde el principio de la posición esquemática que las negras no podían haber enrocado en su última jugada o que debían haber tomado al paso un peón blanco.

Se puede observar que el propio Nabokov está entusiasmado con su propia obra:

Pero debo decir que de todos mis libros rusos, es La defensa el que posee y difunde el mayor «calor», lo que podría parecer extraño si se tiene en cuenta cuán tremendamente abstracto se supone que es el ajedrez. De hecho, Luzhin ha sido considerado encantador por muchas personas que no entienden nada de ajedrez y por otras a las que no han gustado mis restantes libros. Es grosero y desaseado, y carece de gracia, pero, como mi gentil protagonista (una joven encantadora por derecho propio) descubre muy pronto, hay en él algo que trasciende tanto la vulgaridad de su carne grisácea como la esterilidad de su recóndito genio.


Quizás tengo que avisar antes que nada que soy aficionado al ajedrez, por si algún incauto tropieza con Luzhin y se siente desconcertado. Quizás de ahí venga mi fascinación por esta novela. Pero por encima de todo está mi amor por la literatura. Luzhin es el núcleo y motor de La defensa. Pocas novelas describen tan bien a uno de esos hombres que la sociedad considera monstruos por querer huir de la sociedad misma. Vida y ajedrez, sueño y ajedrez se confunden y sueldan de manera perfecta.

La auténtica vida real, la vida del ajedrez, era ordenada, nítida y rica en aventuras, y Luzhin advirtió con orgullo qué fácil era para él reinar en ella, y cómo obedecía a su voluntad y se inclinaba ante sus proyectos.

En ese momento acabó de despertarse y miró a su alrededor, tratando de adivinar dónde había dormido exactamente. Su cama estaba intacta y el terciopelo del diván no mostraba la menor arruga. De la única cosa de que estaba seguro era que desde hacía tiempos inmemoriales él había estado jugando al ajedrez… y en la oscuridad de su memoria, como en dos espejos que reflejaran una vela, había sólo un panorama de luces convergentes con Luzhin ante un tablero, sólo que más pequeño, y luego otro aún más pequeño, y así una infinidad de veces.



Sus piernas estaban, desde los talones hasta las caderas, rellenas con plomo, de la misma manera que la base de una pieza de ajedrez tiene un lastre.

El estilo de Nabokov queda patente desde el inicio. Leo en la Wikipedia que “sus detractores le reprochaban el ser un esteta y su excesiva atención al lenguaje y al detalle antes que al desarrollo del carácter de los personajes”.
Supongo que no se refieren a Luzhin porque es, para mí limitado entender, uno de los personajes mejor retratados de la Literatura universal; no hablo solo de novelas de ajedrez.
¿Que es exhaustivo en sus descripciones? Pues sí, por ejemplo:

El agua de la bañera que había estado saliendo con un gorgoteo de repente emitió un chillido y se hizo el silencio: la bañera estaba ya vacía, y sólo alrededor del agujero de desagüe había un charquito jabonoso.

No añade nada, y podría desaparecer como tantos otros párrafos que describen el ensimismamiento de Luzhin, pero no hay rápidos sin aguas calmas, y después de leída la novela no me atrevería a tocar una sola línea porque me quemaría el temor a romper con semejante armonía; al César lo que es del César…

Solamente os pido que si abordáis esta lectura tengáis paciencia, que los primeros pasos del pobre Luzhin no os impidan llegar a conocerlo. Comienza la novela con un tiempo lento, describiendo a un muchacho tímido y miedoso que, maltratado por los muchachos del colegio, encuentra un refugio en un juego mágico y prohibido, el ajedrez.

viernes, 17 de junio de 2016

Milan Kundera. La insoportable levedad del ser.





Menos mal que la categoría de clásico no la otorga sino el tiempo. Apañados estaríamos si estuviera la novela sujeta al razonamiento, pues a cualquier cosa llama el hombre razón cuando sirve a su interés.
       ¿Y por qué?, os preguntaréis, me interrogo yo por semejantes desvaríos, ¿qué interés tendré en ello? Humano soy, ergo intereses tengo. Trato de abrirme un hueco en esto de las letras y no se me ocurre otra manera de hacerlo que a partir de aquello que acostumbro hacer, actividad poco discreta y nada original como es la lectura de clásicos. Pedante me dirán unos, snob otros; que así sea. Apenas salgo de los clásicos y de nada vale que os diga que no lo hago por afectación sino por gusto cuando la opinión circula en dirección contraria. Que conste que esta línea la sigo solamente con la literatura, porque delante de la pantalla del televisor me trago lo que pongan, como todo hijo de vecino.
En esta tesitura hubo quien me dijo que me estaba perdiendo maravillas modernas, pero es tan corto el camino y tantos los paisajes en los que entretenerse… Fijaos que una vez en twitter se me ocurrió decir que me iba a atrever con una novedad, una novelita del afamado Philip Roth, El engaño.
―¿Novedad? ―Me increparon. Para mí lo era.
El caso que no me ofreció nada nuevo, y no descarto volver a leer sus novelas mayores porque acostumbro a fiarme del criterio de determinados lectores. Pero viene a colación el caso. Soy mortal y consciente, y no siento la necesidad de gastar zapatos en la búsqueda de paisajes asombrosos. Así que, cuando me calzo botas y me cuelgo la mochila lo hago por necesidad, buscando apoyo a mi trabajo, como viene a ser el caso de la lectura que me ha llevado a comunicaros mis insípidos devaneos, La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. No era mi primera lectura de este escritor que ¡aún vive! (he leído La lentitud). No me entusiasma porque no toca mis obsesiones más elementales, pero tampoco me desagrada, se deja leer bien y supongo que lo retomaré. No os engañaré porque sí que he reflexionado acerca de si le pertenece un lugar en mi estantería. El tiempo lo dirá. ¿Acaso creéis que solamente los buenos libros perduran? ¿Acaso creéis que los buenos libros nunca mueren? Yo abro interrogantes que no soy capaz de contestar. En el solo hecho de la reflexión está el triunfo, pienso.
Seguramente muchos de vosotros habéis leído a Kundera. Ni quiero pensar cuántos de vosotros os habéis rendido antes de llegar al final. Cuando menos se trata de una propuesta diferente al común denominador. El propio autor no comparte la opinión de aquellos que clasifican su novela como filosófica. Desde luego que abunda en referencias:

Recordó el conocido mito de “El banquete” de Platón: los humanos eran antes hermafroditas y Dios los dividió en dos mitades que desde entonces vagan por el mundo y se buscan. El amor es el deseo de encontrar a la mitad perdida de nosotros mismos.

Valentín, gran maestro de la Gnosis en el siglo segundo, decía para resolver este enrevesado problema que Jesús “comía, bebía, pero no defecaba”
La mierda es un problema teológico más complejo que el mal.

A mí desde luego que lo que más me ha llamado la atención es el despliegue macho-sexual de uno de los protagonistas, Tomás, y el contexto de la invasión soviética de Checoslovaquia.

Los rusos le trajeron en sus tanques la tranquilidad interior.

No es que le falte sensualidad, pero le falta fuerza para mandar. Hay cosas que sólo pueden hacerse con violencia. El amor físico es impensable sin violencia.

Por si todas estas excusas no bastan, Daniel-Day Lewis y Juliette Binoche añaden morbo e intriga para ver la película.