lunes, 29 de agosto de 2016

Herman Melville. Bartleby, el escribiente (1853)



 Anduve mucho tiempo detrás de esta novela corta. Las recomendaciones eran enérgicas. Lo que no sabía era el por qué, pues ya había leído Moby-Dick y otras dos novelitas de Melville, Benito Cereno y Billy Budd, y no imaginaba semejante cambio de registro.
La verdad que, recién leída, ya considero que merece una relectura, porque uno la termina con la duda de si ha pasado algo por alto. Los parecidos con Kafka son asombrosos, aunque no resulta probable que Kafka tuviera acceso a Melville.

Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general.

Y así es, antes de hablarnos de Bartleby, el narrador, de nombre desconocido, un abogado o notario que posee una oficina en Wall Street, se ve en la obligación de describirnos a sus empleados, amanuenses o copistas. Sus empleados son tres, Turkey (pavo), Nippers (pinzas) y Ginger Nut (bizcocho de jengibre). La descripción de los empleados es sencillamente fabulosa. Cierto que hay que detenerse para poder hacerse con ellos, pero desde luego que merece la pena. Si antes os hablé de un parecido a Kafka, ahora y aquí tengo que recalcar su sentido del humor.
Con motivo de un aumento de trabajo en la oficina, nuestro narrador se ve obligado a contratar a un nuevo escribiente, y Bartleby entra en escena:

En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Vuelvo a ver esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.

Al principio Bartleby se mostró como un trabajador extraordinario, aunque tenía una pega, que no era nada alegre.

Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas escritas con letra apretada.

Pero a los tres días de trabajo Bartleby es solicitado por el jefe para una tarea menor y Bartleby le replica:

―Preferiría no hacerlo.

Podéis probar a transcribir en Google esta sencilla frase y probablemente os aparecerá alguna entrada sobre Bartleby. La mentada frase se repite hasta el final de la novela como un leivmotiv. Pero el narrador se siente incapaz de comprenderlo, e incapaz de despedirlo:

―…dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.

Aquí me detengo, no vaya a ser que os anticipe demasiado y os reste placer en la lectura. Los críticos siguen tratando de interpretar el verdadero significado de Bartleby. Si con esto no he logrado tentaros para abordar la lectura de esta novela corta, acudo a Kafka, pues aquí se anticipan sus obsesiones. Vila-Matas o Stephen King aluden a él directamente en sus novelas. Jorge Luis Borges plasma con calma esa rabia que se siente cuando se descubre a un genio que fue olvidado en su tiempo:

La vasta población, las altas ciudades, la errónea y clamorosa publicidad, han conspirado para que el gran hombre secreto sea una de las tradiciones de América. Edgar Allan Poe fue uno de ellos. Melville, también.

lunes, 22 de agosto de 2016

El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa (1958)



Dos o tres veces abandoné esta novela antes de ahora. Quizás sucede que se trata de una novela exigente, que precisa de pausa y concentración en sus inicios; quizás no le había llegado su momento.
No es más que mi impresión, pero me veo obligado a ser prudente en la recomendación para la mayoría de los lectores al tiempo que advierto que se trata de una lectura ineludible para los más avezados.

Estamos ante una novela inolvidable. Difícilmente podré descuidar a Don Fabrizio, a Tancredi, o al padre Pirrone. Como valor añadido, la Sicilia milenaria por la que han pasado multitud de imperios y conquistadores se convierte en un personaje no menos importante que el resto.

En Sicilia no importa obrar mal o bien: el pecado que los sicilianos jamás perdonamos es sencillamente el de “obrar”. Somos viejos, Chevalley, viejísimos. Hace por los menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de unas civilizaciones tan magníficas como heterogéneas: todas ellas nos llegaron de fuera, ya completas y perfeccionadas, ninguna germinó entre nosotros, a ninguna le marcamos el tono….


…hace un momento usted me hablaba de una joven Sicilia que se asoma a las maravillas del mundo moderno; a mí, en cambio, me parece más bien una centenaria a quien pasean en silla de ruedas por la Exposición Universal de Londres y no comprende nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderías de Manchester: sólo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama.

…este clima que nos inflige seis meses de fiebre de cuarenta grados; cuéntelos, Chevalley, cuéntelos: mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre; seis veces treinta días de sol a plomo sobre las cabezas; este verano nuestro, largo y funesto como el invierno ruso, pero más difícil aún de combatir; usted no lo sabe, pero aquí puede decirse que nieva fuego, como sobre las ciudades malidtas de la Biblia;

Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta crispación permanente de todo lo que nos rodea, incluso estos monumentos del pasado, magníficos pero incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, que nos asedian como bellísimos fantasmas mudos;

Los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria;



…el sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier siciliano, y que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera.

De veras que me siento pequeño a la hora de reseñar El Gatopardo. Quizás debería limitarme a copiar los fragmentos que he ido subrayando; supongo que no hace falta más para cualquier reseña, unas cuantas anotaciones y fragmentos acertados y determinantes. Datos sobre el autor, el número de páginas, las circunstancias en las que se escribió... están a un solo clic de la wikipedia.
Solamente repetir que la novela es enorme. Si comienzo a hablar de la prosa exuberante, de la original y curiosa estructura, del aire de melancolía y decadencia, caeré en el cliché y en el panegírico de una novela que ya ha sido alabada una y otra vez por críticos y lectores, así que no me queda otra que ser honrado y dejaros unas pinceladas.

La sexualidad, el erotismo, está siempre presente, unas veces visible a simple vista y otras un tanto oculto:


…los melocotones eran pocos, una docena en los dos árboles injertados, pero eran grandes, aterciopelados y fragantes; así, amarillentos y con dos sombras rosadas en las mejillas, parecían cabecitas de pudorosas doncellas chinas.



Claro, el amor. Un año de ardor y llamas, y luego treinta de cenizas. Ya sabía muy bien él qué era el amor… y además Tancredi, ante quien las mujeres caerían como fruta madura…



Desmedradas cúpulas de curvas imprecisas, semejantes a senos ya sin leche…



Era un jardín para ciegos: allí la vista no encontraba más que ofensas; el olfato, en cambio, un manantial de placeres, si no delicados al menos muy intensos. Las rosas Paul Neyron cuyas plantitas él mismo había adquirido en París habían degenerado: estimuladas primero y agotadas luego por los jugos vigorosos e indolentes de la tierra siciliana, quemadas por los julios apocalípticos, se habían transformado en una especie de coles obscenas color carne que sin embargo destilaban una fragancia densa casi indecente que ningún cultivador francés se hubiese atrevido a imaginar. El príncipe se llevó una a la nariz y pensó que estaba oliendo el muslo de una bailarina de la ópera.



Se sintió contento por la decisión de Tancredi, que venía a asegurar su satisfacción carnal, efímera, y su tranquilidad económica, perenne.



Y es que no sé qué más deciros. He leído El Gatopardo aprovechando un viaje en autobús. Quizás es lo que me ha dado la calma necesaria para afrontar tan densa lectura. La abordé sin prisa, sin necesidad; reconozco que de vez en cuando daba marcha atrás por si no había entendido perfectamente lo leído, en fin, que la he saboreado con calma, quizás con la misma calma con la que Don Frabrizio presencia el desmoronamiento de toda una época imbuido en la seguridad de que, al final, todo seguirá igual.


«Todo esto ―pensaba― no debería durar; sin embargo, durará, durará siempre; el “siempre” humano, desde luego, un siglo, dos siglos…; luego será distinto, pero peor. Nosotros hemos sido los Gatopardos, los Leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra.»

Perdonen por la pesadez de mis fragmentos, pero es que en esta ocasión tengo muchos.

El conejo murió pero Don Fabrizio y Tumeo se habían entretenido; el primero incluso había experimentado, además del placer de matar, el goce tranquilizador de compadecer.



Pero como para la criatura humana no hay mayor placer que el de gritar «¡la culpa es tuya!», todas las verdades y todos los sentimientos quedaron desplazados.



Para ustedes, los señores, es distinto. Por un feudo más no están obligados a mantener la gratitud; por un pedazo de pan, en cambio, el agradecimiento ha de ser eterno.



…el padre Pirrone había dejado el oficio de perito de la construcción para convertirse en un asceta musulmán: tenía cuatro dedos de la mano derecha cruzados con cuatro dedos de la mano izquierda y hacía girar los pulgares uno alrededor del otro, cambiando de ritmo y dirección en un alarde de fantasía coreográfica.



Tancredi es alguien que quizá pueda irritarnos en alguna ocasión, pero es incapaz de aburrirnos; y eso vale mucho.



…cada vez que encontramos a un pariente nos topamos con una espina…



Solo tenemos derecho a odiar lo que es eterno.



…su mano, que ni siquiera se había movido para defender el honor de la hija, saltó hacia el bolsillo derecho de los pantalones para dejar bien claro que por el almendral derramaría hasta la última gota de sangre ajena.



…el alcalde avanzaba por el bosque de la vida con la seguridad de un elefante que, arrancando árboles y aplastando madrigueras, camina en línea recta sin advertir ni siquiera los arañazos de las espinas y los gemidos de sus víctimas.



El viejo lo miraba asombrado: él quería saber si el príncipe de Salina aceptaba o no el nuevo estado de cosas, y el otro le hablaba de cantáridas y de luces del Gólgota. «Pobrecillo, de tanto leer se ha vuelto loco.»



En el techo, los dioses, reclinados en sus dorados sitiales, contemplaban la escena, sonrientes e implacables como el cielo del verano. Se creían eternos: en 1943 una bomba fabricada en Pittsburg, Pensilvania, se encargaría de demostrarles lo contrario.


martes, 16 de agosto de 2016

Memorias y aventuras de Barry Lyndon, de William M. Thackeray.





Casi todos estaremos de acuerdo en considerar El nombre de la rosa o Barry Lyndon entre ese escaso número de películas que logran estar a la altura de los libros que las han provocado. Sin embargo, me da por pensar que el film de Stanley Kubrick constituye impedimento para que mucha gente se acerque a la lectura de la increíble novela de Thackeray, o por lo menos para mí sí que lo significó. Y es que esta novela me ha entusiasmado, y no me cabe duda de que Barry Lyndon será uno de esos pocos personajes de ficción que permanecerá íntegro en mi memoria, lo cual ya es motivo más que suficiente para colocar la novela entre mis clásicos favoritos.
Disculpen por el academicismo, pero no quiero perder la oportunidad de ensalzar nuestra literatura, y es que considero clave apuntar que esta novela es continuadora del éxito de Lazarillo y Guzmán de Alfarache (vía Fielding, cómo no), así como también deudora de El Quijote. También decir que Thackeray fue eclipsado por Dickens, pero no en Gran Bretaña donde se le aprecia en su verdadera valía.
Nuestro protagonista, que no se llama en realidad Barry Lyndon sino Redmon Barry, atraviesa una vida llena de peripecias que lo llevan a escalar de lo más bajo a lo más elevado de la sociedad para luego volver a caer.
Y debo decir que Redmon Barry nos cae bien porque se hace a sí mismo, se nos hace un bribón de lo más simpático cuando en realidad es el hombre más vil y despreciable que pudiéramos encontrar. Quizás sucede que Thackeray se aprovecha de nuestra piedad para con los orígenes humildes, de nuestra comprensión del hecho de que los pobres no tienen otro remedio que saltarse la ley si ambicionan prosperar.

Redmon Barry no es solo un pícaro, no, Redmon Barry es un delincuente peligroso, un jugador profesional tramposo y eficaz que hace carrera y dinero por toda Europa, un seductor malévolo e interesado, un verdadero sinvergüenza.

Esa es mi forma de fascinar a las mujeres. Que el hombre que desee alcanzar su fortuna en la vida recuerde esta máxima: el ataque es su único secreto. Arriesgaos y siempre obtendréis algo del mundo…

El haragán sin ambiciones pretende que no vale la pena adquirir la eminencia, se niega a participar en la lucha y se llama a sí mismo filósofo. Lo único que digo sobre este tipo de hombre es que es un cobarde y un pobre de espíritu. ¿Para qué es buena la vida sino para alcanzar honores? Y eso es algo tan indispensable, que debemos conseguirlo de cualquier modo.

En mi opinión, toda la cuestión estriba en que a veces compramos el dinero a un precio demasiado alto.

De aventura en aventura, Thackeray lleva a cabo una crítica tremenda de la sociedad de su tiempo. Contra una sociedad como la británica que recomienda unas actitudes, Thackeray nos describe a un individuo que prospera practicando las actitudes contrarias.
Sí, Redmon Barry es un verdadero sinvergüenza. Solamente le salva que sus víctimas son personajes como él o peores, pero no siempre, porque Redmon Barry lo mismo aplasta a un hombre rico y poderoso que es mezquino y cruel con el débil que a un hombre virtuoso y trabajador, así que no temáis con una posible identificación con él.

Comienza la novela con una frase que puede parecer machista pero que para nada lo es si se continúa con la lectura. Digamos que Redmon Barry es un mujeriego impenitente pero a menudo sucede que son las mujeres la causa de su desgracia.

Desde los días de Adán, apenas si se ha cometido algún mal en este mundo en cuyo trasfondo no se encuentre una mujer.

En fin, que no me quiero alargar mucho. Solamente recomendaros su lectura. Quizás a algunos os pase como a mí, que no os acerquéis a ella mal influenciados por la movie de Kubrick. Y en verdad os digo que esta novela contiene el universo entero. No es especialmente larga pero lo contiene todo. No os defraudará. Tiene una trama llena de aventuras que os atrapará irremediablemente, con un lenguaje claro y preciso que nada tiene de arcaico, y con una estructura moderna y atractiva. No hay nada en esta novela que haya pasado de moda, os lo aseguro.
Incluso hay certera crítica literaria, y eso que nunca podréis imaginaros a Redmon Barry leyendo, si acaso cazando, jugando a cartas, bebiendo o peleando. Sirva este fragmento como ejemplo de su elegante al tiempo que vertiginosa prosa.

Esas personas ―me refiero a los novelistas―, toman por héroe a un simple tambor o a un basurero, y se las arreglan de algún modo para ponerlos en contacto con los principales lores y con las personas más notables del imperio. Y estoy seguro de que no hay uno solo de ellos que, al describir la batalla de Minden, no se las haya arreglado para introducir al príncipe Fernando, a milord George Sackville y a milord Granby. Hubiera sido muy fácil para mí decir que estaba presente cuando se ordenó a milord George que cargara con la caballería y terminara con el avance de los franceses, y cuando se negó a hacerlo así, por lo que echó a perder la gran victoria. Pero la verdad es que me encontraba a dos millas de la caballería cuando milord dudó de aquel modo tan fatal, y ninguno de nosotros, soldados de línea, supimos lo que había sucedido hasta que hablamos del combate con los cocineros, aquella misma noche, y descansamos de los trabajos de todo un día de lucha.
            Aquel día no vi oficial de rango más alto que mi coronel y un par de oficiales de órdenes cabalgando entre el humo ―aunque ninguno de ellos estaba a nuestro lado―. Como pobre cabo que era, cual tenía la desgracia de ser en aquellos momentos, no fui invitado a estar en compañía de los comandantes y los altos cargos. Como contrapartida, os aseguro que tuve muy buena compañía por parte francesa, pues sus regimientos de Lorena y de la Corbata Real cargaron contra nosotros durante todo el día, y en este tipo de melée los cargos elevados y los bajos son recibidos del mismo modo. No me gusta fanfarronear, pero debo decir que llegué a conocer estrechamente al coronel de las Corbatas, pues le metí mi bayoneta en su cuerpo y acabé igualmente con un pobre abanderado…
            …Además, maté a otros cuatro oficiales y hombres y en el bolsillo del pobre abanderado tuve la suerte de encontrar una bolsa con catorce luises de oro, y una caja de plata llena de ciruelas azucaradas, regalos éstos que me fueron muy agradables. Si la gente contara sus historias de guerra de este modo tan sencillo, creo que la causa de la verdad no sufriría nada con ello.

También me parecen muy adecuados sus comentarios históricos acerca de las guerras en las que participa.

Se necesitaría un filósofo e historiador mucho mejor que yo para explicar las causas de la guerra de los Siete Años, en la que estaba involucrada Europa. Sus orígenes me parecieron siempre tan complicados, y los libros que se escribieron al respecto tan curiosamente difíciles de entender, que raramente he acabado un capítulo sabiendo más que al principio. Así pues, no plantearé problemas al lector ofreciéndole mis disquisiciones personales sobre el asunto.

Es adecuado soñar con la gloria de la guerra sentado en un cómodo sillón, en el hogar, o hacerlo como oficial, rodeado de caballeros magníficamente vestidos y animados por las oportunidades de ascenso. Pero esas oportunidades no suelen brillar para los pobres hombres de rangos inferiores.

No es que el humor esté presente, sino que Redmon Barry vive la vida con un contundente sentido del humor:

Fue ella quien me enseñó a bailar el minué con solemnidad y gracia, sentando así las bases de mi futuro éxito en la vida.

…y si puedo evitar que alguno de vosotros se case, las Memorias de Barry Lyndon no habrán sido escritas en vano.

―Señor ―le dije a mister Johnson, en respuesta a la imponente y erudita cita en griego que pronunció― os imagináis que sabéis mucho más que yo porque citáis a vuestro Aristóteles y a vuestro Platón, ¿pero podéis decirme qué caballo ganará la semana que viene en Esom Downs? ¿Podéis correr seis millas sin jadear? ¿Podéis dar en el blanco en el as de espadas diez veces, sin fallar ni una? Si podéis hacer todo eso, habladme de Aristóteles y de Platón.
―¿Sabéis vos con quién estáis hablando? ―rugió entonces el caballero escocés, mister Buswell.
―Conteneos, mister Buswell ―le aconsejó el anciano profesor―. No tenía ningún derecho a fanfarronear de mi griego ante el caballero, y él me ha contestado muy bien.
―Doctor, ―le dije, observándole con una mirada zumbona―, ¿habéis brindado alguna vez por una rima de Aristóteles?
―¡Oporto, por favor! ―ordenó mister Goldsmith riendo.
Y aquella tarde, antes de abandonar el local, nos tomamos seis rimas por Aristóteles. Después, cuando conté la hitoria, se convirtió en un chiste usual, de tal modo que, con el paso del tiempo, resultó normal oír decir en el White’s, o en el Cocoa-tree:
―¡Camarero, traedme una de las rimas del capitán Barry, por Aristóteles!


Todo en Redmon Barry es elevado, incluso sus borracheras:

A la mañana siguiente ya no me acordaba de lo sucedido. Lo había olvidado tan completamente como se puede olvidar lo que nos ha ocurrido siendo niños de pecho.

Mi madre se sentía orgullosa de que yo pudiera beber más que ningún otro del país, tanto, me decía, como había bebido mi propio padre.

En fin, que no se me ocurren más motivos para que conminaros a la lectura de esta enorme y sorprendente novela. Algunos no estarán de acuerdo conmigo, y que conste que soy fan de Stanley Kubrick. Su película es buena, pero ni se os ocurra restarle un ápice de mérito al gran William M. Thackeray.