Anduve
mucho tiempo detrás de esta novela corta. Las recomendaciones eran enérgicas.
Lo que no sabía era el por qué, pues ya había leído Moby-Dick y otras dos
novelitas de Melville, Benito Cereno y Billy Budd, y no imaginaba semejante
cambio de registro.
La
verdad que, recién leída, ya considero que merece una relectura, porque uno la
termina con la duda de si ha pasado algo por alto. Los parecidos con Kafka son
asombrosos, aunque no resulta probable que Kafka tuviera acceso a Melville.
Antes
de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que
registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y
de mi ambiente general.
Y
así es, antes de hablarnos de Bartleby, el narrador, de nombre desconocido, un
abogado o notario que posee una oficina en Wall Street, se ve en la obligación
de describirnos a sus empleados, amanuenses o copistas. Sus empleados son tres,
Turkey (pavo), Nippers (pinzas) y Ginger Nut (bizcocho de jengibre). La
descripción de los empleados es sencillamente fabulosa. Cierto que hay que
detenerse para poder hacerse con ellos, pero desde luego que merece la pena. Si
antes os hablé de un parecido a Kafka, ahora y aquí tengo que recalcar su
sentido del humor.
Con
motivo de un aumento de trabajo en la oficina, nuestro narrador se ve obligado
a contratar a un nuevo escribiente, y Bartleby entra en escena:
En
contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la
puerta estaba abierta, pues era verano. Vuelvo a ver esa figura: ¡pálidamente
pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Al
principio Bartleby se mostró como un trabajador extraordinario, aunque tenía
una pega, que no era nada alegre.
Por
ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron sentado junto a Bartleby, resignado a
cotejar un expediente de quinientas páginas escritas con letra apretada.
Pero
a los tres días de trabajo Bartleby es solicitado por el jefe para una tarea
menor y Bartleby le replica:
―Preferiría
no hacerlo.
Podéis
probar a transcribir en Google esta sencilla frase y probablemente os aparecerá
alguna entrada sobre Bartleby. La mentada frase se repite hasta el final de la
novela como un leivmotiv. Pero el narrador se siente incapaz de comprenderlo, e
incapaz de despedirlo:
―…dadas
las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en
yeso de Cicerón.
Aquí
me detengo, no vaya a ser que os anticipe demasiado y os reste placer en la lectura. Los
críticos siguen tratando de interpretar el verdadero significado de Bartleby.
Si con esto no he logrado tentaros para abordar la lectura de esta novela
corta, acudo a Kafka, pues aquí se anticipan sus obsesiones. Vila-Matas o
Stephen King aluden a él directamente en sus novelas. Jorge Luis Borges plasma
con calma esa rabia que se siente cuando se descubre a un genio que fue
olvidado en su tiempo:
La
vasta población, las altas ciudades, la errónea y clamorosa publicidad, han
conspirado para que el gran hombre secreto sea una de las tradiciones de
América. Edgar Allan Poe fue uno de ellos. Melville, también.
Dos
o tres veces abandoné esta novela antes de ahora. Quizás sucede que se trata de
una novela exigente, que precisa de pausa y concentración en sus inicios;
quizás no le había llegado su momento.
No
es más que mi impresión, pero me veo obligado a ser prudente en la recomendación
para la mayoría de los lectores al tiempo que advierto que se trata de una
lectura ineludible para los más avezados.
Estamos
ante una novela inolvidable. Difícilmente podré descuidar a Don Fabrizio, a
Tancredi, o al padre Pirrone. Como valor añadido, la Sicilia milenaria por la
que han pasado multitud de imperios y conquistadores se convierte en un
personaje no menos importante que el resto.
En
Sicilia no importa obrar mal o bien: el pecado que los sicilianos jamás
perdonamos es sencillamente el de “obrar”. Somos viejos, Chevalley, viejísimos.
Hace por los menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de
unas civilizaciones tan magníficas como heterogéneas: todas ellas nos llegaron
de fuera, ya completas y perfeccionadas, ninguna germinó entre nosotros, a
ninguna le marcamos el tono….
…hace
un momento usted me hablaba de una joven Sicilia que se asoma a las maravillas
del mundo moderno; a mí, en cambio, me parece más bien una centenaria a quien
pasean en silla de ruedas por la Exposición Universal de Londres y no comprende
nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderías de
Manchester: sólo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en
sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama.
…este
clima que nos inflige seis meses de fiebre de cuarenta grados; cuéntelos,
Chevalley, cuéntelos: mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre; seis
veces treinta días de sol a plomo sobre las cabezas; este verano nuestro, largo
y funesto como el invierno ruso, pero más difícil aún de combatir; usted no lo
sabe, pero aquí puede decirse que nieva fuego, como sobre las ciudades malidtas
de la Biblia;
Esta
violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta crispación permanente de
todo lo que nos rodea, incluso estos monumentos del pasado, magníficos pero
incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, que nos asedian como
bellísimos fantasmas mudos;
Los
sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen
perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria;
…el
sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier siciliano, y
que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera.
De
veras que me siento pequeño a la hora de reseñar El Gatopardo. Quizás debería
limitarme a copiar los fragmentos que he ido subrayando; supongo que no hace
falta más para cualquier reseña, unas cuantas anotaciones y fragmentos
acertados y determinantes. Datos sobre el autor, el número de páginas, las circunstancias en las que se escribió... están a un solo clic de la wikipedia.
Solamente
repetir que la novela es enorme. Si comienzo a hablar de la prosa exuberante,
de la original y curiosa estructura, del aire de melancolía y decadencia, caeré
en el cliché y en el panegírico de una novela que ya ha sido alabada una y otra
vez por críticos y lectores, así que no me queda otra que ser honrado y dejaros
unas pinceladas.
La
sexualidad, el erotismo, está siempre presente, unas veces visible a simple
vista y otras un tanto oculto:
…los
melocotones eran pocos, una docena en los dos árboles injertados, pero eran
grandes, aterciopelados y fragantes; así, amarillentos y con dos sombras
rosadas en las mejillas, parecían cabecitas de pudorosas doncellas chinas.
Claro,
el amor. Un año de ardor y llamas, y luego treinta de cenizas. Ya sabía muy
bien él qué era el amor… y además Tancredi, ante quien las mujeres caerían como
fruta madura…
Desmedradas
cúpulas de curvas imprecisas, semejantes a senos ya sin leche…
Era
un jardín para ciegos: allí la vista no encontraba más que ofensas; el olfato,
en cambio, un manantial de placeres, si no delicados al menos muy intensos. Las
rosas Paul Neyron cuyas plantitas él mismo había adquirido en París habían
degenerado: estimuladas primero y agotadas luego por los jugos vigorosos e
indolentes de la tierra siciliana, quemadas por los julios apocalípticos, se
habían transformado en una especie de coles obscenas color carne que sin
embargo destilaban una fragancia densa casi indecente que ningún cultivador
francés se hubiese atrevido a imaginar. El príncipe se llevó una a la nariz y
pensó que estaba oliendo el muslo de una bailarina de la ópera.
Se
sintió contento por la decisión de Tancredi, que venía a asegurar su
satisfacción carnal, efímera, y su tranquilidad económica, perenne.
Y
es que no sé qué más deciros. He leído El Gatopardo aprovechando un viaje en
autobús. Quizás es lo que me ha dado la calma necesaria para afrontar tan densa
lectura. La abordé sin prisa, sin necesidad; reconozco que de vez en cuando
daba marcha atrás por si no había entendido perfectamente lo leído, en fin, que
la he saboreado con calma, quizás con la misma calma con la que Don Frabrizio presencia
el desmoronamiento de toda una época imbuido en la seguridad de que, al final,
todo seguirá igual.
«Todo
esto ―pensaba―
no debería durar; sin embargo, durará, durará siempre; el “siempre” humano,
desde luego, un siglo, dos siglos…; luego será distinto, pero peor. Nosotros
hemos sido los Gatopardos, los Leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los
pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y ovejas,
seguiremos creyéndonos la sal de la tierra.»
Perdonen
por la pesadez de mis fragmentos, pero es que en esta ocasión tengo muchos.
El
conejo murió pero Don Fabrizio y Tumeo se habían entretenido; el primero
incluso había experimentado, además del placer de matar, el goce tranquilizador
de compadecer.
Pero
como para la criatura humana no hay mayor placer que el de gritar «¡la
culpa es tuya!», todas las verdades y todos los sentimientos quedaron
desplazados.
Para
ustedes, los señores, es distinto. Por un feudo más no están obligados a
mantener la gratitud; por un pedazo de pan, en cambio, el agradecimiento ha de
ser eterno.
…el
padre Pirrone había dejado el oficio de perito de la construcción para
convertirse en un asceta musulmán: tenía cuatro dedos de la mano derecha
cruzados con cuatro dedos de la mano izquierda y hacía girar los pulgares uno
alrededor del otro, cambiando de ritmo y dirección en un alarde de fantasía
coreográfica.
Tancredi
es alguien que quizá pueda irritarnos en alguna ocasión, pero es incapaz de
aburrirnos; y eso vale mucho.
…cada
vez que encontramos a un pariente nos topamos con una espina…
Solo
tenemos derecho a odiar lo que es eterno.
…su
mano, que ni siquiera se había movido para defender el honor de la hija, saltó
hacia el bolsillo derecho de los pantalones para dejar bien claro que por el
almendral derramaría hasta la última gota de sangre ajena.
…el
alcalde avanzaba por el bosque de la vida con la seguridad de un elefante que,
arrancando árboles y aplastando madrigueras, camina en línea recta sin advertir
ni siquiera los arañazos de las espinas y los gemidos de sus víctimas.
El
viejo lo miraba asombrado: él quería saber si el príncipe de Salina aceptaba o
no el nuevo estado de cosas, y el otro le hablaba de cantáridas y de luces del
Gólgota. «Pobrecillo, de tanto leer se ha vuelto loco.»
En
el techo, los dioses, reclinados en sus dorados sitiales, contemplaban la
escena, sonrientes e implacables como el cielo del verano. Se creían eternos:
en 1943 una bomba fabricada en Pittsburg, Pensilvania, se encargaría de
demostrarles lo contrario.
Casi
todos estaremos de acuerdo en considerar El nombre de la rosa o Barry Lyndon
entre ese escaso número de películas que logran estar a la altura de los libros
que las han provocado. Sin embargo, me da por pensar que el film de Stanley
Kubrick constituye impedimento para que mucha gente se acerque a la lectura
de la increíble novela de Thackeray, o por lo menos para mí sí que lo
significó. Y es que esta novela me ha entusiasmado, y no me cabe duda de que
Barry Lyndon será uno de esos pocos personajes de ficción que permanecerá
íntegro en mi memoria, lo cual ya es motivo más que suficiente para colocar la
novela entre mis clásicos favoritos.
Disculpen
por el academicismo, pero no quiero perder la oportunidad de ensalzar nuestra
literatura, y es que considero clave apuntar que esta novela es continuadora
del éxito de Lazarillo y Guzmán de Alfarache (vía Fielding, cómo no), así como
también deudora de El Quijote. También decir que Thackeray fue eclipsado por
Dickens, pero no en Gran Bretaña donde se le aprecia en su verdadera valía.
Nuestro
protagonista, que no se llama en realidad Barry Lyndon sino Redmon Barry, atraviesa
una vida llena de peripecias que lo llevan a escalar de lo más bajo a lo más
elevado de la sociedad para luego volver a caer.
Y
debo decir que Redmon Barry nos cae bien porque se hace a sí mismo, se nos hace
un bribón de lo más simpático cuando en realidad es el hombre más vil y
despreciable que pudiéramos encontrar. Quizás sucede que Thackeray se aprovecha
de nuestra piedad para con los orígenes humildes, de nuestra comprensión del
hecho de que los pobres no tienen otro remedio que saltarse la ley si ambicionan
prosperar.
Redmon
Barry no es solo un pícaro, no, Redmon Barry es un delincuente peligroso, un
jugador profesional tramposo y eficaz que hace carrera y dinero por toda Europa,
un seductor malévolo e interesado, un verdadero sinvergüenza.
Esa
es mi forma de fascinar a las mujeres. Que el hombre que desee alcanzar su
fortuna en la vida recuerde esta máxima: el ataque es su único secreto.
Arriesgaos y siempre obtendréis algo del mundo…
El
haragán sin ambiciones pretende que no vale la pena adquirir la eminencia, se
niega a participar en la lucha y se llama a sí mismo filósofo. Lo único que
digo sobre este tipo de hombre es que es un cobarde y un pobre de espíritu.
¿Para qué es buena la vida sino para alcanzar honores? Y eso es algo tan
indispensable, que debemos conseguirlo de cualquier modo.
En
mi opinión, toda la cuestión estriba en que a veces compramos el dinero a un
precio demasiado alto.
De
aventura en aventura, Thackeray lleva a cabo una crítica tremenda de la
sociedad de su tiempo. Contra una sociedad como la británica que recomienda
unas actitudes, Thackeray nos describe a un individuo que prospera practicando
las actitudes contrarias.
Sí,
Redmon Barry es un verdadero sinvergüenza. Solamente le salva que sus víctimas
son personajes como él o peores, pero no siempre, porque Redmon Barry lo mismo
aplasta a un hombre rico y poderoso que es mezquino y cruel con el débil que a
un hombre virtuoso y trabajador, así que no temáis con una posible
identificación con él.
Comienza
la novela con una frase que puede parecer machista pero que para nada lo es si
se continúa con la lectura. Digamos que Redmon Barry es un mujeriego
impenitente pero a menudo sucede que son las mujeres la causa de su desgracia.
Desde
los días de Adán, apenas si se ha cometido algún mal en este mundo en cuyo
trasfondo no se encuentre una mujer.
En
fin, que no me quiero alargar mucho. Solamente recomendaros su lectura. Quizás
a algunos os pase como a mí, que no os acerquéis a ella mal influenciados por
la movie de Kubrick. Y en verdad os digo que esta novela contiene el universo
entero. No es especialmente larga pero lo contiene todo. No os defraudará.
Tiene una trama llena de aventuras que os atrapará irremediablemente, con un
lenguaje claro y preciso que nada tiene de arcaico, y con una estructura
moderna y atractiva. No hay nada en esta novela que haya pasado de moda, os lo
aseguro.
Incluso
hay certera crítica literaria, y eso que nunca podréis imaginaros a Redmon
Barry leyendo, si acaso cazando, jugando a cartas, bebiendo o peleando. Sirva este
fragmento como ejemplo de su elegante al tiempo que vertiginosa prosa.
Esas
personas ―me refiero a los novelistas―, toman por héroe a un simple tambor o a
un basurero, y se las arreglan de algún modo para ponerlos en contacto con los
principales lores y con las personas más notables del imperio. Y estoy seguro
de que no hay uno solo de ellos que, al describir la batalla de Minden, no se
las haya arreglado para introducir al príncipe Fernando, a milord George
Sackville y a milord Granby. Hubiera sido muy fácil para mí decir que estaba
presente cuando se ordenó a milord George que cargara con la caballería y
terminara con el avance de los franceses, y cuando se negó a hacerlo así, por
lo que echó a perder la gran victoria. Pero la verdad es que me encontraba a
dos millas de la caballería cuando milord dudó de aquel modo tan fatal, y
ninguno de nosotros, soldados de línea, supimos lo que había sucedido hasta que
hablamos del combate con los cocineros, aquella misma noche, y descansamos de
los trabajos de todo un día de lucha.
Aquel día no vi oficial de rango más alto que mi coronel
y un par de oficiales de órdenes cabalgando entre el humo ―aunque ninguno de
ellos estaba a nuestro lado―. Como pobre cabo que era, cual tenía la desgracia
de ser en aquellos momentos, no fui invitado a estar en compañía de los comandantes
y los altos cargos. Como contrapartida, os aseguro que tuve muy buena compañía
por parte francesa, pues sus regimientos de Lorena y de la Corbata Real
cargaron contra nosotros durante todo el día, y en este tipo de melée los
cargos elevados y los bajos son recibidos del mismo modo. No me gusta
fanfarronear, pero debo decir que llegué a conocer estrechamente al coronel de
las Corbatas, pues le metí mi bayoneta en su cuerpo y acabé igualmente con un
pobre abanderado…
…Además, maté a otros cuatro oficiales y hombres y en el
bolsillo del pobre abanderado tuve la suerte de encontrar una bolsa con catorce
luises de oro, y una caja de plata llena de ciruelas azucaradas, regalos éstos
que me fueron muy agradables. Si la gente contara sus historias de guerra de
este modo tan sencillo, creo que la causa de la verdad no sufriría nada con
ello.
También
me parecen muy adecuados sus comentarios históricos acerca de las guerras en
las que participa.
Se
necesitaría un filósofo e historiador mucho mejor que yo para explicar las
causas de la guerra de los Siete Años, en la que estaba involucrada Europa. Sus
orígenes me parecieron siempre tan complicados, y los libros que se escribieron
al respecto tan curiosamente difíciles de entender, que raramente he acabado un
capítulo sabiendo más que al principio. Así pues, no plantearé problemas al
lector ofreciéndole mis disquisiciones personales sobre el asunto.
Es
adecuado soñar con la gloria de la guerra sentado en un cómodo sillón, en el
hogar, o hacerlo como oficial, rodeado de caballeros magníficamente vestidos y
animados por las oportunidades de ascenso. Pero esas oportunidades no suelen
brillar para los pobres hombres de rangos inferiores.
No
es que el humor esté presente, sino que Redmon Barry vive la vida con un contundente
sentido del humor:
Fue
ella quien me enseñó a bailar el minué con solemnidad y gracia, sentando así
las bases de mi futuro éxito en la vida.
…y
si puedo evitar que alguno de vosotros se case, las Memorias de Barry Lyndon no
habrán sido escritas en vano.
―Señor
―le dije a mister Johnson, en respuesta a la imponente y erudita cita en griego
que pronunció― os imagináis que sabéis mucho más que yo porque citáis a vuestro
Aristóteles y a vuestro Platón, ¿pero podéis decirme qué caballo ganará la
semana que viene en Esom Downs? ¿Podéis correr seis millas sin jadear? ¿Podéis
dar en el blanco en el as de espadas diez veces, sin fallar ni una? Si podéis
hacer todo eso, habladme de Aristóteles y de Platón.
―¿Sabéis
vos con quién estáis hablando? ―rugió entonces el caballero escocés, mister
Buswell.
―Conteneos,
mister Buswell ―le aconsejó el anciano profesor―. No tenía ningún derecho a
fanfarronear de mi griego ante el caballero, y él me ha contestado muy bien.
―Doctor,
―le dije, observándole con una mirada zumbona―, ¿habéis brindado alguna vez por
una rima de Aristóteles?
―¡Oporto,
por favor! ―ordenó mister Goldsmith riendo.
Y
aquella tarde, antes de abandonar el local, nos tomamos seis rimas por
Aristóteles. Después, cuando conté la hitoria, se convirtió en un chiste usual,
de tal modo que, con el paso del tiempo, resultó normal oír decir en el
White’s, o en el Cocoa-tree:
―¡Camarero,
traedme una de las rimas del capitán Barry, por Aristóteles!
Todo
en Redmon Barry es elevado, incluso sus borracheras:
A
la mañana siguiente ya no me acordaba de lo sucedido. Lo había olvidado tan
completamente como se puede olvidar lo que nos ha ocurrido siendo niños de
pecho.
Mi
madre se sentía orgullosa de que yo pudiera beber más que ningún otro del país,
tanto, me decía, como había bebido mi propio padre.
En
fin, que no se me ocurren más motivos para que conminaros a la lectura de esta
enorme y sorprendente novela. Algunos no estarán de acuerdo conmigo, y que
conste que soy fan de Stanley Kubrick. Su película es buena, pero ni se os
ocurra restarle un ápice de mérito al gran William M. Thackeray.