lunes, 22 de agosto de 2016

El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa (1958)



Dos o tres veces abandoné esta novela antes de ahora. Quizás sucede que se trata de una novela exigente, que precisa de pausa y concentración en sus inicios; quizás no le había llegado su momento.
No es más que mi impresión, pero me veo obligado a ser prudente en la recomendación para la mayoría de los lectores al tiempo que advierto que se trata de una lectura ineludible para los más avezados.

Estamos ante una novela inolvidable. Difícilmente podré descuidar a Don Fabrizio, a Tancredi, o al padre Pirrone. Como valor añadido, la Sicilia milenaria por la que han pasado multitud de imperios y conquistadores se convierte en un personaje no menos importante que el resto.

En Sicilia no importa obrar mal o bien: el pecado que los sicilianos jamás perdonamos es sencillamente el de “obrar”. Somos viejos, Chevalley, viejísimos. Hace por los menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de unas civilizaciones tan magníficas como heterogéneas: todas ellas nos llegaron de fuera, ya completas y perfeccionadas, ninguna germinó entre nosotros, a ninguna le marcamos el tono….


…hace un momento usted me hablaba de una joven Sicilia que se asoma a las maravillas del mundo moderno; a mí, en cambio, me parece más bien una centenaria a quien pasean en silla de ruedas por la Exposición Universal de Londres y no comprende nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderías de Manchester: sólo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama.

…este clima que nos inflige seis meses de fiebre de cuarenta grados; cuéntelos, Chevalley, cuéntelos: mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre; seis veces treinta días de sol a plomo sobre las cabezas; este verano nuestro, largo y funesto como el invierno ruso, pero más difícil aún de combatir; usted no lo sabe, pero aquí puede decirse que nieva fuego, como sobre las ciudades malidtas de la Biblia;

Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta crispación permanente de todo lo que nos rodea, incluso estos monumentos del pasado, magníficos pero incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, que nos asedian como bellísimos fantasmas mudos;

Los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria;



…el sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier siciliano, y que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera.

De veras que me siento pequeño a la hora de reseñar El Gatopardo. Quizás debería limitarme a copiar los fragmentos que he ido subrayando; supongo que no hace falta más para cualquier reseña, unas cuantas anotaciones y fragmentos acertados y determinantes. Datos sobre el autor, el número de páginas, las circunstancias en las que se escribió... están a un solo clic de la wikipedia.
Solamente repetir que la novela es enorme. Si comienzo a hablar de la prosa exuberante, de la original y curiosa estructura, del aire de melancolía y decadencia, caeré en el cliché y en el panegírico de una novela que ya ha sido alabada una y otra vez por críticos y lectores, así que no me queda otra que ser honrado y dejaros unas pinceladas.

La sexualidad, el erotismo, está siempre presente, unas veces visible a simple vista y otras un tanto oculto:


…los melocotones eran pocos, una docena en los dos árboles injertados, pero eran grandes, aterciopelados y fragantes; así, amarillentos y con dos sombras rosadas en las mejillas, parecían cabecitas de pudorosas doncellas chinas.



Claro, el amor. Un año de ardor y llamas, y luego treinta de cenizas. Ya sabía muy bien él qué era el amor… y además Tancredi, ante quien las mujeres caerían como fruta madura…



Desmedradas cúpulas de curvas imprecisas, semejantes a senos ya sin leche…



Era un jardín para ciegos: allí la vista no encontraba más que ofensas; el olfato, en cambio, un manantial de placeres, si no delicados al menos muy intensos. Las rosas Paul Neyron cuyas plantitas él mismo había adquirido en París habían degenerado: estimuladas primero y agotadas luego por los jugos vigorosos e indolentes de la tierra siciliana, quemadas por los julios apocalípticos, se habían transformado en una especie de coles obscenas color carne que sin embargo destilaban una fragancia densa casi indecente que ningún cultivador francés se hubiese atrevido a imaginar. El príncipe se llevó una a la nariz y pensó que estaba oliendo el muslo de una bailarina de la ópera.



Se sintió contento por la decisión de Tancredi, que venía a asegurar su satisfacción carnal, efímera, y su tranquilidad económica, perenne.



Y es que no sé qué más deciros. He leído El Gatopardo aprovechando un viaje en autobús. Quizás es lo que me ha dado la calma necesaria para afrontar tan densa lectura. La abordé sin prisa, sin necesidad; reconozco que de vez en cuando daba marcha atrás por si no había entendido perfectamente lo leído, en fin, que la he saboreado con calma, quizás con la misma calma con la que Don Frabrizio presencia el desmoronamiento de toda una época imbuido en la seguridad de que, al final, todo seguirá igual.


«Todo esto ―pensaba― no debería durar; sin embargo, durará, durará siempre; el “siempre” humano, desde luego, un siglo, dos siglos…; luego será distinto, pero peor. Nosotros hemos sido los Gatopardos, los Leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra.»

Perdonen por la pesadez de mis fragmentos, pero es que en esta ocasión tengo muchos.

El conejo murió pero Don Fabrizio y Tumeo se habían entretenido; el primero incluso había experimentado, además del placer de matar, el goce tranquilizador de compadecer.



Pero como para la criatura humana no hay mayor placer que el de gritar «¡la culpa es tuya!», todas las verdades y todos los sentimientos quedaron desplazados.



Para ustedes, los señores, es distinto. Por un feudo más no están obligados a mantener la gratitud; por un pedazo de pan, en cambio, el agradecimiento ha de ser eterno.



…el padre Pirrone había dejado el oficio de perito de la construcción para convertirse en un asceta musulmán: tenía cuatro dedos de la mano derecha cruzados con cuatro dedos de la mano izquierda y hacía girar los pulgares uno alrededor del otro, cambiando de ritmo y dirección en un alarde de fantasía coreográfica.



Tancredi es alguien que quizá pueda irritarnos en alguna ocasión, pero es incapaz de aburrirnos; y eso vale mucho.



…cada vez que encontramos a un pariente nos topamos con una espina…



Solo tenemos derecho a odiar lo que es eterno.



…su mano, que ni siquiera se había movido para defender el honor de la hija, saltó hacia el bolsillo derecho de los pantalones para dejar bien claro que por el almendral derramaría hasta la última gota de sangre ajena.



…el alcalde avanzaba por el bosque de la vida con la seguridad de un elefante que, arrancando árboles y aplastando madrigueras, camina en línea recta sin advertir ni siquiera los arañazos de las espinas y los gemidos de sus víctimas.



El viejo lo miraba asombrado: él quería saber si el príncipe de Salina aceptaba o no el nuevo estado de cosas, y el otro le hablaba de cantáridas y de luces del Gólgota. «Pobrecillo, de tanto leer se ha vuelto loco.»



En el techo, los dioses, reclinados en sus dorados sitiales, contemplaban la escena, sonrientes e implacables como el cielo del verano. Se creían eternos: en 1943 una bomba fabricada en Pittsburg, Pensilvania, se encargaría de demostrarles lo contrario.


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