domingo, 25 de junio de 2017

El diario de Ana Frank (1947)





Curioso ejemplar el que traigo a la palestra, combustible para el debate de cómo los clásicos alcanzan dicho estatus. Técnicamente no se trata de una obra de arte, pero el relato conmueve, y lo hace no solo por lo truculento de la situación y del desenlace sino que también conmueve por el desparpajo de la niña que elabora un diario supuestamente secreto que, a la postre, ha sido distribuido en un número superior a 30 millones de ejemplares.
Que este diario seguirá leyéndose dentro de cien años es más que obvio, y en verdad que lo merece. Desde un primer momento llama la atención la ebullición de un alma humana que abandona la infancia, la pubertad, para hacerse adulta. Soy consciente de que los avatares de su publicación nos han legado un texto corregido y abreviado, sin los cuentos escritos por la niña pero también con correcciones relativas al lenguaje e incluso al estilo de la autora. No me parece importante acudir a otros textos porque la versión que manejo, la de Círculo de Lectores, me parece suficiente.
Ana se nos muestra al principio del diario como una persona extraordinariamente extrovertida, parlanchina, ¡feliz!

Para ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres muy buenos y una hermana de dieciséis, y tengo como treinta amigas en total, entre buenas y menos buenas. Tengo un montón de admiradores que tratan de que nuestras miradas se crucen o que, cuando no hay otra posibilidad, intentan mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma.

Aunque en casa se pusieron muy contentos, en cuestión de notas mis padres son muy distintos a otros padres; nunca les importa mucho que mis notas sean buenas o malas; sólo se fijan en si estoy sana, en que no sea demasiado fresca y en si me divierto. Mientras estas tres cosas estén bien, lo demás viene solo.

Luego, demasiado pronto, viene el ocultamiento de la Gestapo de dos familias juntas en “las habitaciones de atrás”, en las traseras de una fábrica de mermelada, con la complicidad de unos vecinos.

Nada, pero absolutamente nada de lo que yo hago les cae bien: mi comportamiento, mi carácter, mis modales, todos y cada uno de mis actos son objeto de un tremendo chismorreo y de continuas habladurías, y las duras palabras y gritos que me sueltan, dos cosas a las que no estaba acostumbrada, me los tengo que tragar alegremente, según me ha recomendado una autoridad en la materia. ¡Pero yo no puedo! Ni pienso permitir que me insulten de esa manera. Ya les enseñaré que Ana Frank no es ninguna tonta…

El carácter de Ana resulta deliciosamente retratado por ella misma.

Me tratan de forma poco coherente. Un día Ana es una chica seria, que sabe mucho, y al día siguiente es una borrica que no sabe nada y cree haber aprendido todo en los libros. Ya no soy el bebé ni la niña mimada que causa gracia haciendo cualquier cosa. Tengo mis propios ideales, mis ideas y planes, pero aún no sé expresarlos.

Posteriormente se unirá un dentista, Dussel, a las dos familias, lo cual sirve para complicar aún más la vida de Ana porque se instala en su minúscula habitación. Los acontecimientos de la guerra son el telón de fondo, la desesperación y la esperanza se suceden. El diario de Ana Frank constituye un testimonio impresionante de la huida de dos familias de judíos obligadas a convivir y compartirlo todo entre cuatro paredes con tal de escapar del holocausto nazi, pero lo que nos queda hondamente grabado en el corazón es el carácter de Ana, que late soberbio en su lucha por abrirse camino contra las personas que la rodean.

domingo, 18 de junio de 2017

La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne (1850)



Le quedan a uno sensaciones inexplicables tras la lectura de una obra maestra. Qué mejor que escribir unas líneas para intentar expresar dichas sensaciones al tiempo que las recupero y dejo huella de las notas tomadas durante su lectura.
Introducción fabulosa que nada tiene que ver con la novela en sí, ciertamente larga y autobiográfica, y que se puede leer de forma independiente sin perder un ápice de su valor, una buena puesta en escena del autor y su mentalidad.

Había dejado de ser un escritor de cuentos y ensayos relativamente buenos para convertirme en un inspector de Aduanas relativamente eficiente.

Admirable su descripción de los hombres que lo rodean, del funcionario tipo de aquel entonces y del significado de una vida laboral gris (lo transcribe un funcionario):

El funcionario expulsado afortunado, a veces, al recibir el brusco empujón que lo lanza a luchar en medio de un mundo difícil― puede reponerse y volver a ser el mismo de siempre. Pero esto rara vez sucede. Generalmente conserva su puesto el tiempo suficiente para labrar su ruina, y entonces es despedido con los tendones rasgados, para seguir tambaleante por los caminos de la vida y arreglarse como mejor pueda…
… ¿para qué trabajar y fatigarse, y esforzarse tanto, para salir del pantano en que se halla enfangado, cuando dentro de poco el fuerte brazo del Tío Sam lo levantará y le dará el sustento? ¿Para qué trabajar para ganarse la vida aquí o ir a excavar oro en California, cuando muy pronto retornaría a la felicidad, mensualmente renovada, de recibir un montoncito de relucientes monedas salidas del bolsillo de su Tío? Es lastimoso observar cómo una pequeña experiencia en estos cargos basta para infectar a esa pobre gente con una enfermedad tan particular. El oro del Tío Sam tiene, en este respecto, una especie de magia como la del salario del diablo.

La letra escarlata es la historia de Hester Prynne, acusada de adulterio y obligada a llevar una “A” en su pecho para que arrastre su pecado y todos sepan de su condición. Está ambientada en la Nueva Inglaterra más puritana de principios del XVII, cuando las colonias americanas apenas están dando sus primeros pasos.
La obra, como todas las grandes, obtuvo un nada desdeñable éxito comercial para su época, así como provocó una agitada polémica dados los temas que pone sobre la mesa. Incluso el mentado prólogo obtuvo un rechazo tremendo por parte de los habitantes de Salem, sus conciudadanos, que se sintieron insultados.
Borges y mis muy admirados D. H. Lawrence o Henry James se deshacen en elogios hacia la novela. De hecho llegué a su lectura a través de una recopilación de ensayos sobre literatura de Henry James, el cual concluye: «bella, admirable, extraordinaria… Tiene el inextinguible encanto y misterio de las grandes obras de arte».
A mí, personalmente, me ha fascinado el enfoque del autor sobre los temas de la culpa y la redención, que son los que mueven todo mi humilde trabajo como escritor. La protagonista es una proscrita por la sociedad. El motivo es el adulterio, pero el lector es libre de cambiar el motivo porque adquiere la grandeza del símbolo. Cambia el motivo y las circunstancias, las consecuencias de la proscripción, los detalles y las formas de sufrimiento, y los resultados son semejantes. Incluso cambiamos el siglo XVII por el XXI y los móviles y la experiencia de la proscripción son semejantes para el individuo proscrito. Las personas no han cambiado y la proscripción se sigue dando. Ahora no vivimos en una sociedad puritana, no en occidente, pero en cualquier momento podemos regresar a una situación similar, y ahora las formas de proscripción son diferentes, lo cual no quiere decir que no haya personas proscritas, rechazadas por la sociedad por un sin fin de motivos. Este tema, el de la proscripción, el rechazo de un individuo por el resto de la sociedad, es estudiado por Hawthorne con generosidad ilimitada, como un regalo para los lectores hábiles e inteligentes. El mismo Hawthorne fue consciente de que no escribía para mayorías.

Podrá parecer extraordinario que, teniendo ante sí todo el ancho mundo ―ya que su condena no contenía cláusula alguna que la obligara a permanecer dentro de los límites del poblado puritano, tan remoto y desconocido―, siendo libre de volver a su país natal o a cualquier otro país de Europa y allí esconder su reputación e identidad tan completamente como si se convirtiera en otra persona, y teniendo, además, los caminos del oscuro e inescrutable bosque abiertos ante ella, donde la fogosidad de su naturaleza podría asimilarse a las gentes cuya vida y costumbres eran ajenos a las leyes que la habían condenado, puede parecer extraordinario que esta mujer continuara considerándose en su casa en aquel pueblo, el único donde era el obligado ejemplo de la vergüenza. Pero hay una fatalidad, una sensación que casi invariablemente impulsa a los seres humanos a deambular y penar como fantasmas alrededor del sitio donde algún suceso grande e importante ha marcado sus vidas, y tanto más irresistiblemente cuando más oscura sea la marca que les haya dejado. Su pecado, su ignominia, eran las raíces que había echado en aquel suelo.
 
… sentía o creía sentir, entonces, que la letra escarlata le había otorgado un sexto sentido. Se estremecía al pensar, y sin embargo no podía evitarlo, que había adquirido una percepción muy especial, llena de comprensión por los pecados escondidos en otros corazones.

Los hombres habían marcado el pecado de esta mujer con una letra escarlata que era de una potencia y eficacia tan desastrosas, que no había compasión humana que pudiera alcanzarla, a menos de ser pecaminosa como ella.