lunes, 2 de octubre de 2017

Resurrección (1899), de León Tolstói



 Todo respiraba alegría: las plantas, los pájaros, los insectos y los niños. Pero los hombres ―las personas adultas― no cesaban de engañarse y atormentarse a sí mismos y a los demás. Los hombres consideraban que lo sagrado e importante no era aquella mañana de primavera, no era aquella belleza del mundo, dada para el bien de todos los seres ―una belleza que predispone a la paz, la concordia y el amor―, sino lo que ellos mismos imaginaban para imperar unos sobre otros.

Un comienzo espectacular para una novela inmensa, la epopeya de un hombre en busca de la redención que al mismo tiempo significa una demoledora crítica a la desigualdad entre los hombres y a todo aquello que lo genera.
El año de publicación y su éxito nos dan la medida de la ebullición de la sociedad rusa de la época. La grandeza de Tolstói está en su amplia perspectiva, porque no se critica parcialmente a una clase social determinada sino al hombre en sí, a la humanidad en su conjunto.
Valga como ejemplo la definición de Novodvórov, un personaje que representa al radical socialista y que anticipa, dos décadas antes, la conclusión estalinista de la revolución rusa:

Los compañeros lo respetaban por su audacia y decisión, pero no le tenían cariño. Él, por su parte, no quería a nadie y a todos cuantos se distinguían los miraba como rivales; de buen grado, si hubiese podido, habría hecho con ellos lo mismo que los monos adultos hacen con los jóvenes. Sólo trataba bien a quienes se inclinaban ante él.

También Tolstói anticipa el Gulag; (nos trae al recuerdo a Solzhenitsyn). Parece ser que Stalin lo único que hizo fue perfeccionar hasta su máxima potencia un régimen presidiario que pusieron en práctica los zares:

Cientos de miles de personas eran llevadas cada año hasta el grado máximo de depravación, y cuando esto había sido conseguido las dejaban en libertad para que propagasen entre todo el pueblo lo que en las cárceles habían aprendido.

Nejliúdov. El protagonista único de la novela es Nejliúdov, un personaje en continua evolución, un personaje en busca de la redención. Así nos lo presenta Tolstói en las primeras páginas:

Si le hubieran preguntado por qué se consideraba superior a la mayoría de los mortales, no habría sabido dar respuesta, ya que en su vida entera no había hecho gala de ninguna cualidad excepcional. El hecho de que hablase bien el inglés, el francés y el alemán, de que sus camisas, sus trajes y sus gemelos hubiesen sido adquiridos en las mejores tiendas, no podía ser ―él mismo lo comprendía― causa de esa superioridad. Y sin embargo tenía la indudable conciencia de la misma, aceptaba las muestras de respeto como algo que le era debido y se habría sentido molesto si no se las hubiesen manifestado.

            Pero en Nejliúdov se da una batalla entre su yo animal, la bestia, y su yo espiritual:

Este tremendo cambio se había producido en cuanto dejó de creer en él y empezó a creer en otros. Y dejó de creer en él y pasó a creer en otros porque vivir creyendo en su propia persona era demasiado difícil: en tal caso cualquier cuestión debía ser resuelta no en favor de su yo animal, que buscaba las alegrías fáciles, y casi siempre en contra de él; creyendo en otros, en cambio, no tenía que decidir nada, todo se lo daban resuelto, y resuelto siempre contra el yo espiritual y en provecho del yo animal. Más aún, al creer en sí siempre se veía expuesto a la reprobación de los hombres; al creer en los demás se ganaba la aprobación de cuantos le rodeaban.

Tolstói, Nejliúdov, se decanta por un cristianismo humanista, pero ello pasa por un rechazo total de las degeneradas prácticas cristianas:

Y a ninguno de los presentes…, se le ocurría que ese mismo Jesús, cuyo nombre había repetido tan infinitas veces con voz silbante el sacerdote, glorificado por él con toda clase de extrañas palabras, había prohibido precisamente cuanto allí se hacía. Había prohibido no sólo aquella absurda verborrea y las sacrílegas artes mágicas de los sacerdotes maestros con el pan y el vino, sino que muy concretamente había prohibido que unos hombres llamasen maestros a otros hombres; había prohibido la oración en los templos y había mandado que cada uno orase en la soledad; había prohibido los propios templos…
A ninguno de los asistentes se le ocurría que todo cuanto allí se realizaba era el más grande sacrilegio y burla de aquel Cristo en cuyo nombre se hacía. A ninguno se le ocurría que la cruz dorada con medallones de esmalte en los extremos, que el sacerdote había sacado para darla a besar, no era sino la imagen del patíbulo en el que Cristo sufrió la muerte por haber prohibido lo que ahora se hacía allí en su nombre.

La Máslova tiene la culpa de los cambios de Nejliúdov; quizás es simplemente la excusa. Su puesta en escena es demoledora:

El rostro de aquella mujer ostentaba la palidez característica de quienes durante mucho tiempo han permanecido en un lugar cerrado y que recuerda a los brotes de las patatas guardadas en el sótano.

            Tengo que reconocer que se trata, hasta el momento, de la novela que más me ha costado comentar. Me hubiera gustado añadir párrafos y más párrafos interesantes pero prefiero que os acerquéis a ella por vosotros mismos. Es una novela muy potente que se lee bien, que engancha desde los primeros capítulos.
Desde el profundo desconocimiento, me queda la duda, o más bien la certeza, por el desgarro que transmite toda la novela, si Tolstói no es en realidad el propio Nejliúdov, y esta novela no es sino una parte del duro camino que tuvo que recorrer hasta su propia redención. Tolstói, como todos los grandes, transporta su propia vida, teñida de ficción, a la literatura.


Termino con un párrafo que define a la perfección, a mi modo de ver, la grandeza de esta novela y la inveterada sabiduría de su autor:

Uno de los prejuicios más generales y extendidos consiste en creer que cada persona posee cualidades que le son propias e individuales, que hay hombres buenos, malos, inteligentes, estúpidos, enérgicos, apáticos, etc. Pero la gente no es así. Podemos decir del hombre que es con más frecuencia bueno que malo, inteligente que estúpido, enérgico que apático, y viceversa; pero no tendremos razón en afirmar de una persona que es buena o inteligente, y de otra que es mala o estúpida, y siempre las dividimos así. Eso no es justo. Las personas son como los ríos: el agua de todos ellos es igual y siempre la misma, pero cada uno es, bien estrecho y rápido, bien ancho y lento, bien puro y frío, bien revuelto y templado. Así son los hombres. Cada persona lleva en sí los gérmenes de todas las cualidades humanas y a veces revela una, a veces otras, y a menudo no se parece en nada a sí mismo, aunque no deja de serlo.

2 comentarios:

  1. Me encanta Tolstói y Resurrección todavía no la he leído. Gracias a tu reseña y a todos esos párrafos me dejas con muchas ganas de leerla.

    Un saludo.

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    1. He aprendido a sortear la fama, y cuando un autor me gusta procuro tantear entre sus obras menos laureadas. Me llevo gratas sorpresas a menudo. Con Tolstoi he disfrutado mucho de "Sonata a Kreutzer", "La muerte de Ivan Ilich" y también la que presento. Y mis disculpas porque me ha salido una reseña deslabazada. Tampoco considero necesario dedicarle mucho tiempo a una reseña que, obviamente, está dirigida a reflejar las sensaciones que me ha provocado la lectura.
      Saludos

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