Coetzee es un escritor de tesis, de obsesiones personales, de los buenos. Te pueden gustar o no sus novelas, pero con que una de ellas te afecte es más que suficiente.
El apartheid es la excusa, el motivo con el que las editoriales llenan solapas y contraportadas. Y sí, aquí o allá aparece la violencia organizada, muertos con un tiro en la cabeza, niños portando armas, policías corruptos. Pero el verdadero motivo de la novela es más hondo, más humano, más personal. Una mujer enferma, que mira la muerte de frente, escribe una especie de carta de despedida para su hija en la que cuenta sus últimos días o reflexiones. Su hija vive en Estados Unidos, lejos de la barbarie que reina en Sudáfrica. La simple trama se desencadena cuando la mujer se entera de su enfermedad y a su regreso a casa se encuentra un vagabundo negro, borracho, refugiado en su cobertizo. Se desarrolla una relación entre ellos, ambigua, extraña, humana, que sirve bien para expresar la insignificancia de la vida. Se pueden hacer múltiples lecturas, entresacar reflexiones por doquier.
Los alemanes tenían camaradería, y los japoneses, y los espartanos. Y las hordas zulúes de Shaka también, estoy segura. La camaradería no es más que una mística de la muerte, de matar y morir, disfrazada de eso que usted llama un vínculo (¿un vínculo de qué?, ¿de amor? Lo dudo). No siento simpatía por esa camaradería. Se equivocan, usted y Florence y todos los demás, al dejarse llevar por todo eso y, peor todavía, al promoverlo en los niños. No es más que otra de esas construcciones masculinas gélidas, excluyentes y orientadas a la muerte.
Hay lectores que no se acercan a Coetzee porque piensan que es muy duro, deprimente dicen. A mí esos aspectos me resultan irrelevantes. Para deprimirse basta con enchufar la televisión pública o ver el telediario, y no lo digo por las desgracias que se refieren sino por la hipocresía, la ignorancia. Claro que leer a Coetzee equivale a emprender una lectura reflexiva. No es que Coetzee sea aburrido, de hecho se esfuerza en crear una trama entretenida. En todo caso no esperamos una lectura adictiva, pasar ágilmente de página en página hasta el sorprendente final. En esta novela no sentimos angustia por conocer el final, que ya sabemos va a ser la muerte.
Nuestra protagonista evita la soledad de la manera que mejor puede. Se prepara para el final. Personajes y pensamientos quedan relativizados por tal situación. No hay malos ni buenos, solo personas zarandeadas por el destino. De hecho, el personaje que acompaña a la protagonista hasta el final es un vulgar vagabundo alcoholizado.
Resulta algo degradante la forma en que todo termina: no solamente nos degradamos nosotros, sino que también se degrada la idea que tenemos de nosotros mismos, de la humanidad. Gente tumbada en dormitorios a oscuras, en medio de su propia suciedad, impotentes. Gente tirada en los setos bajo la lluvia. Pero tú no entenderás esto. Vercueil sí.
No es la mejor novela de Coetzee, pero sí un buen ejemplo de su potente narrativa, de lo hondo de su mensaje. La extraña relación entre una mujer enferma de cáncer y un borracho que parece no aportar nada nos dice mucho acerca de la maestría de Coetzee. Pocas veces encontrarás un relato tan vivo sobre la soledad ante el final, sobre la indiferencia.
Niños de hierro, he pensado. Florence también es un poco de hierro. Es la edad de hierro. Después de la cual viene la edad de bronce. ¿Cuánto falta para que les llegue el turno de regresar a las edades más amables, la edad de arcilla y la edad de tierra?


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