Varias
veces me he interrogado acerca de la extraordinaria feracidad de la literatura
rusa. Para ahondar en dicho asombro nada mejor que el estudio crítico de
Nabokov, que define de manera verdaderamente interesante aquellas inquietudes
que me asedian cada vez que me topo con una más de entre las muchas obras
maestras rusas.
Yo
calculé una vez que, dentro de la narrativa y la poesía rusas, la suma de lo
reconocidamente superior que se ha escrito desde comienzos del siglo pasado
equivale a unas veintitrés mil páginas de letra impresa normal. Es evidente que
ni la literatura francesa ni la inglesa arrojan un conjunto tan compacto. Se
extienden sobre muchos más siglos; el número de obras maestras es
impresionante. Esto me lleva a mi primer punto. Si descontamos una obra maestra
medieval, lo que la prosa rusa tiene de comodísimo es que toda ella se contiene
en el ánfora de un siglo redondo, con la provisión de una jarrita pequeña para el
excedente que pueda haberse acumulado desde entonces. Un solo siglo, el siglo
XIX, bastó para que un país que prácticamente carecía de tradición literaria
propia crease una literatura que en valor artístico, en el alcance de su
influencia, en todo salvo en volumen, es equiparable a la gloriosa producción
de Inglaterra o de Francia, aunque en estos países la creación de obras
maestras permanentes se hubiera iniciado mucho antes. Este aflujo milagroso de
valores estéticos en una civilización tan joven no habría sido posible si en
todas las demás ramificaciones del desarrollo espiritual la Rusia del siglo XIX
no hubiera alcanzado, con la misma velocidad anormal, un grado de cultura
también coincidente con el de los países occidentales más antiguos. No ignoro
que el reconocimiento de esa cultura pasada de Rusia no forma parte integral de
la noción que el extranjero suele hacerse de la historia rusa. La cuestión del
desarrollo del pensamiento liberal en Rusia antes de la Revolución ha quedado
totalmente oscurecida y deformada en el extranjero por la astuta propaganda
comunista de los años veinte y treinta de este siglo. Ellos se arrogaron el
honor de haber civilizado a Rusia. Pero también es verdad que en la época de un
Pushkin o un Gógol, una amplia mayoría de la nación rusa vivía a la intemperie,
bajo un velo de lenta nieve, al otro lado de los ambarinos ventanales, como
trágico resultado del hecho de que una cultura europea refinadísima hubiera
llegado demasiado deprisa a un país famoso por sus desdichas, famoso por la
miseria de sus innumerables vidas humildes; pero ésa es otra historia.
Después,
Nabokov pasa a analizar la censura en la época zarista, imperfecta y llena de
agujeros, frente a la censura sin fisuras, triunfante, perfecta, de la
dictadura soviética. Son unas pocas páginas que conmino a leer a aquellos que,
como yo, adoran la literatura rusa al tiempo que se interrogan por tal
feracidad. Nabokov resume la situación poniendo al escritor en el medio de dos
enemigos críticos.
En
Rusia antes del régimen soviético existían, sí, restricciones, pero no se daban
órdenes a los artistas. Aquellos escritores, compositores y pintores del siglo
XIX sabían perfectamente que vivían en un país de opresión y esclavitud, pero
tenían algo que hasta ahora no hemos podido apreciar en su valor, a saber, la
inmensa ventaja sobre sus nietos de la Rusia moderna de no verse obligados a
decir que no había opresión, que no había esclavitud.
De
las dos fuerzas que pugnaban simultáneamente por la posesión del alma del
artista, de los dos críticos que juzgaban su trabajo, el primero era el
gobierno. Durante todo el pasado siglo el gobierno tuvo conciencia de que todo
aquello que el pensamiento creador pudiera dar de sobresaliente y original era
una nota discordante y un paso hacia la revolución. La vigilancia gubernamental
en su forma más pura estuvo perfectamente expresada en la persona del zar
Nicolás I durante las décadas de 1830 y 1840… El sistema de censura que
instauró duró hasta la década de 1860, quedó suavizado por las grandes reformas
de aquellos años, volvió a endurecerse en los últimos decenios del siglo, se
desmoronó por breve tiempo en la primera década de éste, y tuvo una
restauración absolutamente magnífica y triunfal después de la Revolución, bajo
los soviéticos.
…
La
segunda fuerza enfrentada al escritor ruso del siglo XIX era el criticismo
antigubernamental, utilitario y social, los pensadores políticos, cívicos y
radicales de la época. Es preciso hacer hincapié en que aquellos hombres, en
cuanto a cultura general, honestidad, aspiraciones, actividad mental y virtud
humana, eran inconmensurablemente superiores a los bribones a sueldo del
gobierno o a los viejos y ofuscados reaccionarios que se arracimaban en torno
al trono vacilante. Al crítico radical lo único que le preocupaba era el
bienestar del pueblo, y para él todo, literatura, ciencia, filosofía, no era
más que un medio de mejorar la situación social y económica de los oprimidos y
alterar la estructura política del país. Era incorruptible, heroico, indiferente
a las privaciones del exilio, pero también indiferente a las finuras del arte…
…
a pesar de todas sus virtudes, estos críticos radicales resultaban tan molestos
para el arte como el propio gobierno. El gobierno y la Revolución, el zar y los
radicales, eran por igual filisteos en materia artística. Los críticos
radicales combatían el despotismo, pero desarrollaron un despotismo propio. Las
pretensiones, los dictados, las teorías que trataban de imponer eran en sí tan
ajenos al arte como lo era el convencionalismo de la administración. Lo que
pedían del escritor era un mensaje social sin más florituras, y desde su punto
de vista el valor de un librito estaba en su utilidad práctica para el
bienestar del pueblo. Había en su fervor un fallo desastroso. Defendían la
libertad y la igualdad con sinceridad y audacia, pero contradecían su propio
credo al querer supeditar las artes a la política del momento. Si para los
zares los escritores debían ser servidores del Estado, para los críticos
radicales debían ser servidores de las masas.
…
Se
puede decir, sin gran exageración, que casi todos los grandes escritores rusos
del siglo XIX pasaron por ese extraño y doble purgatorio.
Después
de definir las dos fuerzas que se disputaron el alma del artista ruso del siglo
XIX, el genio de Nabokov nos regala un alegato sobre el buen lector que no
tiene desperdicio.
Es
él, el buen lector, el lector excelente, el que una y otra vez ha salvado al
artista de su destrucción a manos de emperadores, dictadores, sacerdotes,
puritanos, filisteos, moralistas políticos, policías, administradores de
Correos y mojigatos. Permítaseme describir a ese lector admirable. No pertenece
a una nación ni a una clase concretas. No hay director de conciencia ni club
del libro que mande en su alma. Su actitud ante una obra narrativa no se rige
por esas emociones juveniles que llevan al lector mediocre a identificarse con
tal o cual personaje y «saltarse las
descripciones». El buen lector, el lector admirable, no se identifica
con el chico ni con la chica del libro, sino con la mente que ideó y compuso
ese libro. El lector admirable no acude a una novela rusa en busca de
información sobre Rusia, porque sabe que la Rusia de Tolstoi o de Chéjov no es
la Rusia promediada de la historia, sino un mundo concreto, imaginado y creado
por el genio personal. Al lector admirable no le preocupan las ideas generales:
lo que le interesa es la visión particular. Le gusta la novela, pero no porque
le ayude a vivir integrado en el grupo (por emplear un diabólico cliché de la
escuela progresista); le gusta porque absorbe y entiende todos los detalles del
texto, porque goza con lo que el autor deseó que fuese gozado, porque todo él
se ilumina interiormente y vibra con las imaginerías mágicas del falsificador,
el forjador de fantasías, el mago, el artista. A decir verdad, de todos los
personajes que crea un gran artista, los mejores son sus lectores.
Y
fijaos qué conclusión aporta Nabokov, un alegato a la libertad más auténtica
del lector, que finiquita con un fabuloso poema de Pushkin que ilustra dicha
libertad (en el texto en prosa).
Y,
resumiendo, quisiera subrayarlo una vez más: no busquemos en la novela rusa el
alma de Rusia; busquemos el genio individual. Miremos a la obra maestra, no al
marco; ni a las caras que ponen otros mirando al marco.
El
lector ruso de la vieja Rusia culta ciertamente se enorgullecía de Pushkin y de
Gógol, pero lo mismo se enorgullecía de Shakespeare o de Dante, de Baudelaire o
de Edgar Allan Poe, de Flaubert o de Homero, y en eso estaba la fuerza del
lector ruso. Yo tengo un cierto interés personal en el asunto, porque si mis
padres no hubieran sido buenos lectores difícilmente estaría yo ahora aquí,
hablando de esos temas en esta lengua. No ignoro que hay muchas cosas que son
tan importantes como escribir bien y leer bien; pero en todas las cosas lo más
sensato es ir directamente a la quididad, al texto, a la fuente, a la esencia;
y sólo después organizar las teorías que puedan tentar al filósofo, o al
historiador, o simplemente al espíritu de los tiempos. Los lectores nacen
libres y deben seguir siéndolo; y el siguiente poemita de Pushkin, con el cual
voy a poner fin a esta charla, vale no sólo para los poetas, sino también para los
que aman a los poetas.
«Poco
estimo esos derechos tan cacareados que para otros encierran el señuelo de las
altas cumbres, ni me apura que los dioses no me hayan concedido pelearme por
una renta o torcer las guerras de los reyes, ni me preocupa que la prensa sea
libre para engañar a los simples o que el censor estorbe las fantasías en curso
de un tunante de la pluma. Todo eso son palabras, palabras, palabras. Mi
espíritu lucha por otra Libertad más profunda, por otros derechos mejores. Si
hay que servir al pueblo o al Estado, es cuestión que al poeta no le importa.
No rendir cuentas a nadie; ser vasallo y señor de sí mismo, y sólo a mí mismo
complacer; no doblegar ni la testuz, ni el proyecto interior, ni la conciencia,
a cambio de lo que parece poder y no es sino librea de lacayo; seguir tranquilo
la propia senda, admirando las bellezas divinas de la Naturaleza, y sentir cómo
el alma se derrite al calor del designio inspirado del hombre, ¡ésa es la
bendición, ésos son los derechos!»
Maravillosas las palabras de Nabokov. No sabía yo de este genial ensayo sobre la literatura rusa. No puedo presumir de haber leído a muchos autores rusos, pero es cierto que todo lo leído me ha encantado. Tolstoi, Grossman, Dostoievski, Chejov, Bulgakov, Turguéniev o el propio Nabokov me vienen ahora a la cabeza. Todos grandes escritores.
ResponderEliminarLas palabras que dedica a los buenos lectores son muy ciertas. No hay que buscar identificarse con uno u otro personaje para que nos guste un libro, sino con el tono y el significado de la historia.
Muy interesante.
Un beso.
Más que un ensayo se trata de notas que iba acumulando y que le servían para dar sus clases. Sus comentarios sobre obras maestras son muy interesantes. Apenas he picoteado aquí y allá, sobre Turgeniev, Iván Ilich de Tolstoi...
EliminarAntes de haber escrito Lolita, Nabokov ya era un genio. De hecho muy fácilmente pudo haberse convertido en un genio olvidado, ¿cuántos habrá?, de no haberse dado el éxito de Lolita... 25 años antes ya había escrito una obra maestra como La defensa Luzhin.
Así que no hay que pasar por alto cuando un escritor de talento reflexiona sobre su arte...
Besos