lunes, 31 de julio de 2017

El eterno marido (1870), de Fiodor Dostoievski.



Esta novela ha llegado a mí en una vieja y mediocre edición del 72 con una traducción que, desde mi corto alcance, deja mucho que desear (como ejemplo el abuso de la locución “a la sazón”). Pero tengo que decir que aquesto son minucias y que la novela me ha sorprendido gratamente, quizás porque el prejuicio se había manifestado como siempre, silenciosamente, en forma de una crítica que hablaba de una obra menor.
Conocemos a Veltchaninov, un hombre rico venido a menos en todos los aspectos. El aumento de los años se correspondió con la disminución de la riqueza, dando en un carácter pesado e hipocondríaco.

… conservaba ese aplomo imperturbable, esa confianza en sí mismo que llegaba hasta la insolencia, de la que él, acaso, no sospechaba la magnitud, aun siendo un hombre, no sólo inteligente, sino a veces sutil, bastante culto y, sin disputa, bien dotado.

Me ha sorprendido desde el inicio esa descripción, el hecho de que Dostoievski no comenzara con la acción para luego ir definiendo al protagonista. De hecho tenemos que seguir la estela de Veltchaninov para hacernos con su verdadero carácter:

Sí, Veltchaninov había llegado a eso; luchaba a la sazón con razones “superiores” en las que antes no se hubiera detenido. En su mente, en su conciencia, entendía por “razones superiores” todas aquellas de las que (con grande asombro suyo) le era imposible reírse en su interior. ¡Oh! En sociedad era muy distinto. Sabía perfectamente que en la primera ocasión favorable renunciaría en voz alta, desde el día siguiente, a todas esas “razones superiores”, a despecho de las resoluciones secretas y piadosas de su conciencia, y que él sería el primero en burlarse de ellas, aunque, naturalmente, guardándose de confesárselo.

Luego, sin duda, lo conocemos mejor a través de sus actos, o de sus pensamientos más profundos. Cierto que a veces sentí que el personaje se desbarataba, que comenzaba a dudar de su verosimilitud, pero es que los personajes de Dostoievski son como los hombres de carne y hueso, contradictorios, versátiles, imprevisibles.
De lo que no nos cabe duda alguna es que la psicología de cada personaje, el interior de su conciencia, lo ocupa todo.

Veltchaninov se quejaba desde hacía largo tiempo, por ejemplo, de su pérdida de memoria. Olvidaba el rostro de las personas que conocía, y éstas se ofendían cuando él las encontraba. A veces no recordaba nada de un libro leído seis meses antes. Ahora bien; pese a esta pérdida evidente y cotidiana de la memoria (que le preocupaba mucho), todo cuanto se refería a su pasado lejano, sucesos completamente olvidados desde hacía diez o quince años, todo eso resucitaba, a menudo repentinamente, con una precisión de detalles y una vivacidad de impresión tales, que era como si lo viviese de nuevo. Algunos de esos recuerdos habían sido tan completamente olvidados que el hecho de haber podido recordarlos le parecía que tenía algo de milagroso.


Semejantes olvidos nos hacen dudar del protagonista, pero la hipocondría, los continuos cambios de estado de ánimo, la inestabilidad emocional, todo apunta a un estado mental depresivo que puede explicar perfectamente las contradicciones que anidan en la conducta del protagonista. Eso sí, Dostoievski nos obliga, quizás sin pretenderlo, a hacer una lectura activa que complete a los personajes y que nos explique la naturaleza de las motivaciones que empujan sus actos.
Podemos preguntarnos, dudar, y con razón, ¿cómo puede olvidar el protagonista una pasión tan crucial y que lo llegó a trastornar tanto? No esperemos normalidad en Dostoievski porque los genios atraviesan los cauces habituales de la conciencia. Por algo son genios.
Dostoievski es plenamente consciente de lo que hace:

¿Había querido de veras a aquella mujer o bien eso no era sino una especie de hechizo?

“Sí, me amaba… odiándome, y éste es precisamente el amor más grande…”

A ella no la conocemos sino por lo que Veltchaninov recuerda de ella:

Tenía los modales de provinciana mundana; pero, con ellos, mucho tacto, es cierto. Tenía buen gusto, pero sólo se manifestaba en su manera de vestir. Tenía un carácter resuelto y dominante; jamás podía uno entenderse a medias con ella: “Todo o nada”. Su firmeza y perseverancia en las situaciones difíciles eran asombrosas.

Complacíase en hacerles sufrir, aunque los premiaba en seguida. Era una naturaleza apasionada, cruel y sensual.

Ella no está ya en este mundo, pero su presencia es la que mueve los hilos, las vidas de los protagonistas de la novela. De hecho bien podría haberse titulado la novela “Natalia Vassilievna”. Me da que la elección del título le llevaría a Dostoievski auténticos quebraderos de cabeza.

En realidad “el eterno marido” no es sino una conjetura, una teoría, de Veltchaninov, que no de Dostoievski. Cuidado con la confusión.

Veltchaninov estaba convencido de que realmente existía ese tipo de mujer; pero estaba seguro también de la existencia de un tipo de marido correspondiente a las mujeres de ese género, cuya única razón de ser es acomodarse a ese tipo de mujer. A su parecer, el carácter esencial de tales hombres consiste en ser, por decirlo así, “maridos eternos”, o, para decirlo con más exactitud, en no ser, en toda su vida, otra cosa más que maridos.
Tal hombre no nace ni se desarrolla sino para casarse y hacerse al mismo tiempo el complemento de su esposa, aún si indiscutiblemente posee carácter propio. La marca distintiva de tal hombre es cierto adorno. Le es tan imposible no llevar cuernos como imposible le es al sol no alumbrar, y, no solamente lo ignora siempre, sino que, con arreglo a las leyes de la naturaleza, debe ignorarlo.


El eterno marido es una especie de cornudo atado por el destino. Esto no me ha llevado a la reflexión, que viene de la mano del hipocondríaco Veltchaninov. No voy a entrar en más conclusiones, no les voy a quitar el trabajo a los profesores de universidad. A mí me da que a Dostoievski no le interesa resolver cuestiones sino solamente abrirlas, dar pábulo a la duda, obligar a pensar al lector.
Como muchas otras veces las consideradas obras menores de un autor me han dado pie a la reflexión, a una lectura rica en matices y de infinitas posibilidades.
La novela está llena de pasajes enormes. El enfrentamiento de los dos protagonistas es tremendo.

―Es usted un iluso ―dijo al fin Pavel con una sonrisa muy fez.
―Y usted está muy desagradable hoy ―replicó Veltchaninov con mal humor.
―¿Y por qué no he de ser malo como todo el mundo? ―estalló de improviso Pavel Pavlovitch, como movido por un resorte.

El debate entre el bien y el mal está siempre presente en Dostoievski; el enfoque es siniestro y fabuloso:

Sí; la vida no ama a los monstruos y se deshace de ellos mediante “soluciones naturales”. El más monstruo de los monstruos es el que tiene sentimientos nobles. ¡Yo sé esto por experiencia, Pavel Pavlovitch! La Naturaleza no es una madre, sino una madrasta para los monstruos. La Naturaleza produce un monstruo y, en vez de tenerle lástima, lo condena.

Sí, es una novela extraña, como lo son todas las de Dostoievski, no podía ser menos tratándose de uno de los más grandes. Y si con todo no os animáis a su lectura, os dejo estos párrafos en los que la magia del maestro transforma lo difícil en fácil.

Conocía a fondo el arte de la conversación mundana, ese arte que consiste en parecer absolutamente sencillo y sincero y en manifestar al propio tiempo que uno también considera a sus oyentes como personas absolutamente sinceras y sencillas. Cuando era menester, sabía hacer muy bien el papel de hombre jovial y dichoso. Sabía también decir en el momento oportuno un chiste, hacer una alusión jocosa o un bonito retruécano como por casualidad y sin parecer pensarlo, aunque el chiste, el retruécano y hasta todo su discurso hubiesen sido preparados de largo tiempo, se los hubiese aprendido de memoria y los hubiera puesto en circulación, por así decirlo, muchas veces…
Tenía la absoluta certeza, triunfante, de que, al cabo de unos minutos, todos los ojos se volverían hacia él, que todas aquellas personas solamente le escucharían a él, que no hablarían más que con él y que no les haría reír sino lo que él dijera. En efecto, se oyeron risas aquí y allá. Poco a poco la conversación se hizo general. Tenía, en grado superlativo, la habilidad de hacer que las personas se pusieran a conversar; oíanse ya tres o cuatro voces que hablaban a la vez.

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