Los
clásicos se caracterizan por su ductilidad. Los puedes leer varias veces y cada
lectura será diferente. Ocurre que el lector se fija en unos aspectos y no en
otros, o se detiene en un determinado fragmento que antes pasó por alto.
También ocurre que el estado de ánimo con el que se afronta la lectura es
diferente, y ni falta que hace decir que el lector cambia. En fin, se puede
hablar largo y tendido sobre el asunto, y si viene al caso es porque la novela
que tenemos entre manos ofrece cuando menos tantas caras como los personajes
que la habitan.
Se
trata de una obra que tuvo un éxito inmediato. Un año después de su publicación
ya sufrió adaptaciones teatrales, y después y hasta el día de hoy se suceden las
adaptaciones cinematográficas, pero no solo eso sino que se ha convertido de
una u otra manera en un mito cultural que ha traspasado por completo el sentido
único y original que el propio Stevenson pretendió transmitir.
Quiero
pensar que muchos lectores no se acercan a esta magnífica novela porque creen
conocerla ya (cosa que a mí me sucedió antes), y que otros la leen con
superficialidad y llegan a la conclusión de que no ha soportado bien el paso
del tiempo. Lejos de otras pretensiones, aporto mi propia lectura.
Quizás
me haya equivocado en el punto de vista, quizás solamente me he detenido en
aquello que es de mi interés, pero cuando me enfrenté con esta novela por
primera vez yo no vi en primer término el debate entre el bien y el mal, yo me
encontré con otras cuestiones, no menos humanas. Ya digo que puedo andar
errado, pero el punto de vista que adoptó la obra me hizo disfrutar
sobremanera.
Así
comienza el relato:
Mr.
Utterson, el abogado, era un hombre cuyo hosco semblante jamás se había visto
iluminado por una sonrisa; frío, breve y torpe en el habla; tardo en el
sentimiento; delgado, alto melancólico y, sin embargo, agradable.
A
mí me da la sensación de que Stevenson juega con nosotros desde el primer
párrafo. Nos pinta un rostro poco agradable pero, y subrayo, SIMPÁTICO. Y
continúa:
En
las reuniones con los amigos, y cuando el vino era de su gusto, algo
eminentemente humano irradiaba de sus ojos; algo que no obstante nunca hallaba
camino hasta su voz, pero que hablaba no sólo a través de los silenciosos
símbolos de su rostro en la sobremesa, sino, más a menudo y con mayor
intensidad, en los actos de su vida. Era austero consigo mismo; bebía ginebra
cuando estaba a solas, para mortificar su preferencia por los vinos de buena
cosecha, y aunque le gustaba el teatro, no había cruzado las puertas de uno en
veinte años. Pero sentía una acreditada tolerancia hacia los demás,
maravillándose a veces, casi con envidia, ante la gran fuerza de ánimo que
implicaban sus malas acciones, y en último extremo inclinado a ayudar más que a
censurar.
Stevenson está definiendo a Mr. Utterson, el abogado,
narrador e hilo que va a conducirnos a través de la historia, y qué mejor que
aprovechar para exponer una sutil descripción de lo que es la simpatía y cómo
emana del hombre de forma natural, incluso heredada, añadiría yo. Stevenson no
da puntada sin hilo, y digo esto porque una vez que aparece Hyde en escena,
comienza la descripción ¿del mal? ¿de la antipatía?
Fijaos lo que dice el primer personaje de la novela que
trata de definir a Hyde:
―No es
fácil de describir. Hay algo extraño en su apariencia; algo desagradable, algo
francamente detestable. Nunca vi a un hombre que me gustara menos y, sin
embargo, no sé por qué. Debe de ser algún tipo de deformidad; produce una
fuerte sensación de deformidad, aunque no puedo especificar en qué consiste.
Y
digo esto porque una de las pocas veces en que escuchamos palabras en la boca
de Hyde, no nos tiene por qué parecer un mal hombre:
«Si lo
que queréis es sacar dinero de este accidente ―dijo―, estoy en vuestras manos.
Cualquier caballero desea evitar una escena. Decid la cantidad.»
Y
¡ojo!, al final del relato, cuando el propio Dr. Jekyll justifica sus acciones,
vuelve a rememorar el asunto de la niña desde otra perspectiva diferente:
Tuve
que enfrentarme a un accidente que, aunque no tuvo consecuencias, creo que debo
mencionar. Un acto de crueldad hacia una niña suscitó contra mí la furia de un
transeúnte en el que reconocí el otro día la persona de un familiar suyo; el
médico y la familia de la niña se le unieron; hubo unos momentos en que temí
por mi vida.
La
ambigüedad de esta anécdota y sus implicaciones son apabullantes. Al mismo
tiempo, sirve para retratar a la gente común cuando se ve fortalecida por la
fuerza de un grupo, que personifica la maldad. Fijaos en esto, en la misma anécdota.
¿Quién es aquí el monstruo?:
«…y puesto
que matarlo quedaba descartado, hicimos la mejor cosa posible más allá de
quitarle la vida. Le dijimos al hombre que íbamos a organizar un escándalo tan
grande con aquello que su nombre iba a apestar de un extremo a otro de Londres.
Si tenía algún amigo que le importara, íbamos a hacer que lo perdiera
definitivamente».
Cierto
que luego, allá cuando termina el primer tercio de la novela, hay un asunto
violento que lo trastoca todo. ¿Necesidades del guión? Se puede hablar de
cierta duplicidad, de la inclusión del bien y el mal luchando por apoderarse en
el interior de una persona. La crítica habla del interés de Stevenson por la
gran dualidad. Y sin embargo yo aquí no veo la misma fuerza expresiva.
No
lo sé, quizás me he equivocado, pero cómo he disfrutado por medio de mi
equivocación. ¡Leed la novela!, aunque solo sea por el placer de la contradicción.
Desde luego que yo tengo claro que la próxima lectura me aportará nuevas
perspectivas.