lunes, 6 de noviembre de 2017

Santuario (1931), de William Faulkner.




Cada vez que me enfrento a un nuevo escritor clásico me interrogo por la validez de su status. Permitidme la arrogancia porque uso del derecho que me corresponde como lector. Mis respetos los demuestro con la lectura propiamente dicha, pues no se puede homenajear de mejor manera a un escritor que a partir de una lectura detenida, atenta y constructiva. Cuestionar a los clásicos es una sana labor, a mi modo de ver, aunque se trate de un juego vacío, diríase incluso absurdo, algo así como volver atrás la historia planteando aquello de “qué hubiera pasado si…”
No es la primera vez que me enfrento a Faulkner, pues ya lo hice, fallidamente, con El villorrio. Es un narrador complejo que no sigue un hilo argumental lineal. Ello lleva al lector al despiste y, me supongo que, más a menudo de lo deseado, al abandono. El escritor escoge el camino, de alguna manera es el escritor el que decide el abanico, más o menos amplio, de lectores al que se dirige. Desde luego que Faulkner reduce ese abanico sin temblar. A su favor los elogios desatados de Borges, Vargas Llosa o García Márquez, pero no me basta con que fulano o mengano lo elogien, debo encontrar los motivos de elogio por mí mismo, y en Faulkner todavía no los he encontrado.
Tengo que reconocer que no soy muy fan de los innovadores al estilo de Joyce, o el propio Faulkner, aunque también que una lectura atenta puede dar sus frutos. Recientemente me pasó algo parecido con La señora Dalloway, de Virginia Woolf, que me dejó enormes sensaciones después de una lectura atenta. Quizás, me cuestiono, es que no he sabido encontrar el camino. Quizás, también, que se trata de un camino que no me atrae. No me canso de repetir que para mí es infinitamente más importante el contenido que el continente.
De todas maneras me decanto por los hilos argumentales lineales, a no ser que el propio hilo exija, por sus propias peculiaridades internas, una estructura laberíntica. Pero ¡ojo!, que Faulkner va dejando trampas por el camino. A veces, deliberadamente, nos oculta lo esencial, sugiere lo que pasa pero no lo expresa, tenemos que poner de nuestra parte para completar la trama, Faulkner juega con el lector como ningún otro.

Puestas las pegas, y en otro orden de cosas, tengo que romper una lanza por algunas facetas del Faulkner de carne y hueso. Me ha encantado el discurso que preparó para el premio nobel, su rechazo de los círculos literarios o sus frecuentes insolencias dirigidas tanto a público como a crítica. Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con Faulkner, pero hay que reconocerle ingenio y atrevimiento. Viene al caso una anécdota en la que, más o menos, venía a dar a entender que si sus libros no se entendían después de una tercera lectura era porque necesitaban de una cuarta, e incluso él mismo terminaba reconociendo que no los entendía del todo (quizás olvidaba dónde había colocado sus propias trampas).
En cuanto a la obra que acabo de leer, parece ser que el propio Faulkner renegó de ella porque partía de un interés comercial. Quizás pretendía obtener un beneficio económico para poder dedicar su tiempo a la escritura, cosa que al parecer logró. Seguiré leyendo a Faulkner, aunque poco a poco porque he quedado un tanto agotado por el esfuerzo.
No he encontrado temas fundamentales en su obra, aunque están ahí, delante de mí, esperando a ser descubiertos. Detecto cierta apatía, un escepticismo general que nos presenta personajes sin solución de cambio alguno, marionetas de un destino vulgar y desapasionado. No es desesperanza, ni siquiera cinismo, Faulkner despliega su mirada fría y realista tiñéndolo todo de un aire de crepúsculo, de fin, como si el sol amenazara en todo momento con no volver a provocar un nuevo amanecer. Quizás es la estupidez de la gente aquello sobre lo que Faulkner da vueltas y más vueltas, o quizás, más que la estupidez, se trate del sentido práctico:

―Yo ni creo ni dejo de creer. Lo que importa es lo que crea la gente de la ciudad, tanto si es verdad como si no lo es. Y lo que también me importa es tener que decir mentiras todos los días para justificarte. Vete de aquí, Horace. Cualquier persona, excepto tú, se daría cuenta de que es un caso de asesinato a sangre fría.

Y para terminar, un par de fragmentos, ejemplos cualesquiera de lo más destacado, diálogos y metáforas:

―Tonterías ―dijo Miss Jenny― ¿Crees que Narcissa quiere que la gente sepa que alguien de su familia podría estar relacionado con personas que se dedican a cosas tan naturales como hacer el amor o estafar o robar?

Popeye giró el volante y el coche abandonó el camino; luego, aplastando la maleza y la copa del árbol caído, en medio de un continuo ruido de cañas quebradas, similar a una ráfaga de fusilería a lo largo de una trinchera, volvió otra vez a la senda sin disminuir la velocidad en absoluto.

2 comentarios:

  1. Creo que no es ningun sacrilegio judgar a los encombrados mucos de ellos sin razones absolutamente solidas para estar en las alturas

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cada lector tiene que encontrar sus clásicos. Las maneras por las que un clásico se forja son variopintas y muchos grandes autores han quedado por el camino. La popularidad que muchos alcanzan en un momento determinado es clave para el logro del prestigio.
      No es habitual encontrarse con lectores rebeldes, así que celebremos el encuentro :)

      Eliminar