lunes, 13 de noviembre de 2017

Amo y criado (1895), de Lev Tolstói



Tolstoi selecciona dos personajes, por un lado un hombre que ha prosperado hasta convertirse en un hombre rico, un hombre ambicioso y trabajador, un hombre seguro de sí. Por otro lado, otro hombre también seguro de sí, pero que no ha prosperado, que ha llevado una vida humilde, que se ha dejado llevar en ocasiones por el alcohol y que es fiel a su señor. Diríamos que uno es ambicioso y el otro conformista. No creáis que nos enfrentamos a una estructura que cae en el burdo maniqueísmo, no, ambos personajes tienen sus móviles en la vida, sus defectos y sus virtudes, o así al menos lo veo yo, porque Tolstoi nos plantea una situación, digamos que un problema, y somos nosotros los que debemos hallar, si es que la hay, una solución.
Después coloca a esos dos personajes en una situación límite, una enorme tormenta. El destino los dirige a lo más hondo de la tormenta, al uno le guía la ambición y al otro la fatalidad de su condición, quizás, incluso también, sus propios errores.
Y luego viene el enfrentamiento al frío, a la muerte silenciosa. Todos sabemos cómo termina el relato cuando nos enfrentamos a él, pero en realidad no sabremos nada hasta que lo leamos, porque no hay nada sencillo en este relato en cuanto a que somos nosotros, los lectores, los que tenemos que añadir nuestra propia reflexión, los que, en definitiva, le tenemos que sacar provecho al relato.

Mientras lo leía me acordaba del panorama literario español, por extensión mundial, y el afán por ocupar el tiempo por medio del entretenimiento tan adictivo como vacío. Tendemos a darle velocidad a una vida como si tal velocidad nos permitiera disfrutar con mayor intensidad del camino. Ya sé, estoy cayendo en naderías…, pero son estas las sensaciones que me azotan después de la lectura de este texto tan genial. La moraleja no puede ser más clara. Miren cómo termina el relato:

¿Está mejor o peor en ese mundo donde se ha despertado después de su muerte definitiva? ¿Ha sufrido una decepción o bien ha encontrado allí, precisamente, lo que esperaba y en lo que confiaba?
Todos lo sabremos pronto.

Esta novela corta emparenta con otra, poco más larga e igual de recomendable, La muerte de Iván Ilich. Seguro que la gran mayoría de lectores se verán amedrentados ante una novela que trate sobre la fugacidad de la vida y la idoneidad de aprovechar el momento al máximo, de la manera más digna para nuestro espíritu. Allá ellos, porque Hollywood lo intenta con mucha menos fortuna.

Por cierto, los que pretendan un análisis riguroso de la obra pueden acudir a El infierno de Barbusse, porque lo que es yo me limito a transmitir sensaciones.

5 comentarios:

  1. Qué gran lectura, Rubén.

    Y qué razón llevaba Turgeniev cuando decía que "Tolstói es un gigante entre los demás escritores. Un elefante entre los demás animales. Como un elefante, puede arrancar un árbol de cuajo, pero también puede coger una mariposa con tanta delicadeza que no se pierda ni una brizna de polvo de sus alas".

    Gracias y un saludo.

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    1. Buen aporte compañero. Tolstói es un hombre sabio, y a tal condición ha llegado por la única vía posible, el sufrimiento. En cambio Dostoievski pareció quedarse en la vía del sufrimiento, y ese estado nos lo cuenta como nadie, desde los infiernos. No he podido resistir a la comparación que no debe hacerse.
      Saludos y gracias por pasarte.

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  2. La velocidad que se da a la vida es logica precisamente por lo volatil que es la felicidad y lo indeseable que es la desgracia unos para intentar sacarle todo el jugo posible a la primera obcion y que no escape antes de entre sus dedos , el otro por pasar cuanto antes de ese caliz amargo

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    1. La relatividad del tiempo, que decía Einstein, ¡o Séneca!... Así pasa en el relato, que hay una sutil diferencia a la hora de abrazar el final...

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