domingo, 31 de mayo de 2020

El último verano de Klingsor (circa 1920), Hermann Hesse.



Como sucede en todo compendio de relatos o cuentos, sucede que unos nos gustan y otros no. Hace años que leí estos tres cuentos y creo recordar que me ha quedado la misma sensación. Me ha encantado el primer relato, no tanto el resto. Alma de un niño encabeza el libro. Precisamente es el más corto. Es Hesse en estado puro, un niño de unos 11 años que duda, que se enfrenta a un mundo complicado, el de los adultos. No he conocido a ningún escritor capaz de encabezar un relato tal que así:

A veces actuamos, vamos de un sitio a otro, hacemos esto o aquello y todo resulta fácil, ingrávido, incluso gratuito. Todo podría ser distinto, naturalmente. En otras ocasiones, sin embargo, nada podría ser diferente de como es, nada gratuito ni fácil; cada uno de nuestros gestos está ya determinado, marcado por el destino.
Los actos de nuestra vida considerados buenos y sobre los que nos gusta hablar pertenecen a ese primer tipo, al «fácil»; los olvidamos con rapidez. Los otros, de los que raramente hablamos, no los olvidamos nuca, nos pertenecen más y su sombra cubre todos los días de nuestra vida.

La figura paterna, la timidez, la necesidad de integración con el mundo, son los temas esenciales de este cuento. El trabazón de las obsesiones de Hesse se articula en torno a un insignificante robo de comida en casa. Habla mejor este fragmento, en el cual el protagonista nos habla de un amigo:

Lo que me atraía en él no era su persona, sino otra cosa: su manera de ser que se reflejaba en todas sus hazañas, un cierto modo de vivir audazmente, una desenvoltura ante el peligro y la adversidad, una seguridad en las pequeñas cosas prácticas de la vida, con el dinero, con las tiendas, con los talleres, con las mercancías y los precios, con la cocina y la ropa. Los muchachos como Weber, a quienes los golpes de la escuela no parecían doler y que se hacían amigos de cocheros, criados y obreras, estaban en el mundo de otra manera, más seguros; eran, como quien dice, adultos. Sabían cuánto ganaba su padre y sabían, sin duda, otras muchas cosas de las que yo no tenía ninguna experiencia. Se reían de expresiones y de chistes que yo no entendía. Y reían de un modo inalcanzable para mí, de forma grosera y cruda, pero indiscutiblemente «adulta» y «varonil». No servía de nada el que yo fuera más inteligente que ellos, que supiera más en la escuela. Como no servía de nada ir mejor vestido, peinado y más limpio. Al contrario, estas diferencias les favorecían.

He escuchado a afamados críticos literarios que minusvaloran el asunto de la identificación del lector con los personajes. A mí me parece fundamental. Supongo que entronca con la naturaleza primigenia del cuento. Encuentro semejanzas entre mi yo púber y el que Hesse nos cuenta, así que se multiplican los puntos de contacto y el relato adquiere para mí una dimensión diferente. No sé si a otros lectores les ocurrirá lo mismo; eso es algo que a mí no me incumbe decir.

En cambio los dos relatos restantes me han resultado pesados. Encuentro dos facetas en Hesse, una que escarba en el pasado, en pos de sí mismo, otra que parte de un yo maduro, con las ideas más o menos claras, que se preocupa más por temas universales como la vida y la muerte, en clave filosófica. Me gusta más la primera faceta, la búsqueda de sí mismo, quizás porque el sentido de la existencia es una búsqueda más personal, si cabe la contradicción.
Solamente la prosa de Hesse y sus continuas reflexiones me han empujado hasta el final. Klein y Wagner nos narra la historia de un hombre que huye de sus tierras germanas a Italia. Parece que ha cometido también un robo, un delito, que le ha llevado a huir abandonando a su familia. Divaga, pasea, se siente culpable y trata de liberarse, conoce a otras mujeres. Amor, sexo, muerte, angustia, son los temas, pero no hay un relato dinámico que los agrupe con suerte.

El último verano de Klingsor narra un relato todavía más desvaído. Un pintor viejo divaga acerca de su arte, el destino, la muerte. En realidad los dos últimos relatos se parecen en sus obsesiones.

Solo existía el eterno, feliz y sagrado ser-aspirado y ser-espirado, la creación y la destrucción, el nacimiento y la muerte, la partida y el regreso, sin pausa, sin fin. Sólo existía un arte, una doctrina, un misterio: dejarse caer, no oponerse a la voluntad de Dios, no aferrarse a nada, ni al bien ni al mal. Entonces uno estaba salvado, se liberaba del dolor, del miedo. Sólo entonces.

Se podría extender uno hablando de los símbolos, pero a mí me resulta esto excesivamente enrevesado. No me gusta abordar obras que exigen de lecturas enigmáticas. Solamente he curioseado para averiguar que Klingsor es un personaje wagneriano, o que el poeta que aparece, Li Tai Pe, es un famoso poeta chino del siglo VIII.
El protagonista, como Hesse, pintor, presiente la muerte y la teme. Está obsesionado con su arte, con los colores, con vivir.

Para que hubiera caída y subida tendría que haber abajo y arriba. Pero abajo y arriba no existen, sólo están en el cerebro del hombre, en el país de las ilusiones. Todos los antagonismos son ilusiones: blanco y negro es una ilusión, muerte y vida es una ilusión, bueno y malo es una ilusión. Es cuestión de una hora, una hora ardiente con los dientes apretados y uno ha vencido al reino de las ilusiones.

Klingsor miró hacia las negras puertas. Fuera estaba la muerte. Él la veía. La olía. Como las gotas de lluvia en el follaje de la carretera, así olía la muerte.


2 comentarios:

  1. Lo leí hace tantos años (1985) que no recordaba nada, tan solo que era de relatos y que, por tanto, preferí otras obras del autor.
    Yo creo que el lector no tiene por qué identificarse con el personaje, pero desde luego, si lo hace, la lectura cobra una dimensión muy superior. Sentir que el autor, de alguna manera, habla de uno mismo, de lo que es y de lo que siente, es una experiencia difícil de explicar. Los libros que más huella me han dejado son aquellos en los que me he visto reflejada.
    Un beso.

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    1. Supongo que ese tema de la "identificación" da mucho de sí. Necesario en realidad no hay nada. La novela es flexible, carece de marcos estrictos. Supongo, y espero, que perviva unos cuantos cientos de años más.
      Besos

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