miércoles, 3 de diciembre de 2025

La edad de hierro (1990), J. M. Coetzee.


 Coetzee es un escritor de tesis, de obsesiones personales, de los buenos. Te pueden gustar o no sus novelas, pero con que una de ellas te afecte es más que suficiente.

El apartheid es la excusa, el motivo con el que las editoriales llenan solapas y contraportadas. Y sí, aquí o allá aparece la violencia organizada, muertos con un tiro en la cabeza, niños portando armas, policías corruptos. Pero el verdadero motivo de la novela es más hondo, más humano, más personal. Una mujer enferma, que mira la muerte de frente, escribe una especie de carta de despedida para su hija en la que cuenta sus últimos días o reflexiones. Su hija vive en Estados Unidos, lejos de la barbarie que reina en Sudáfrica. La simple trama se desencadena cuando la mujer se entera de su enfermedad y a su regreso a casa se encuentra un vagabundo negro, borracho, refugiado en su cobertizo. Se desarrolla una relación entre ellos, ambigua, extraña, humana, que sirve bien para expresar la insignificancia de la vida. Se pueden hacer múltiples lecturas, entresacar reflexiones por doquier.

 Los alemanes tenían camaradería, y los japoneses, y los espartanos. Y las hordas zulúes de Shaka también, estoy segura. La camaradería no es más que una mística de la muerte, de matar y morir, disfrazada de eso que usted llama un vínculo (¿un vínculo de qué?, ¿de amor? Lo dudo). No siento simpatía por esa camaradería. Se equivocan, usted y Florence y todos los demás, al dejarse llevar por todo eso y, peor todavía, al promoverlo en los niños. No es más que otra de esas construcciones masculinas gélidas, excluyentes y orientadas a la muerte.

 Hay lectores que no se acercan a Coetzee porque piensan que es muy duro, deprimente dicen. A mí esos aspectos me resultan irrelevantes. Para deprimirse basta con enchufar la televisión pública o ver el telediario, y no lo digo por las desgracias que se refieren sino por la hipocresía, la ignorancia. Claro que leer a Coetzee equivale a emprender una lectura reflexiva. No es que Coetzee sea aburrido, de hecho se esfuerza en crear una trama entretenida. En todo caso no esperamos una lectura adictiva, pasar ágilmente de página en página hasta el sorprendente final. En esta novela no sentimos angustia por conocer el final, que ya sabemos va a ser la muerte.

Nuestra protagonista evita la soledad de la manera que mejor puede. Se prepara para el final. Personajes y pensamientos quedan relativizados por tal situación. No hay malos ni buenos, solo personas zarandeadas por el destino. De hecho, el personaje que acompaña a la protagonista hasta el final es un vulgar vagabundo alcoholizado.

 Resulta algo degradante la forma en que todo termina: no solamente nos degradamos nosotros, sino que también se degrada la idea que tenemos de nosotros mismos, de la humanidad. Gente tumbada en dormitorios a oscuras, en medio de su propia suciedad, impotentes. Gente tirada en los setos bajo la lluvia. Pero tú no entenderás esto. Vercueil sí.

No es la mejor novela de Coetzee, pero sí un buen ejemplo de su potente narrativa, de lo hondo de su mensaje. La extraña relación entre una mujer enferma de cáncer y un borracho que parece no aportar nada nos dice mucho acerca de la maestría de Coetzee. Pocas veces encontrarás un relato tan vivo sobre la soledad ante el final, sobre la indiferencia.

Niños de hierro, he pensado. Florence también es un poco de hierro. Es la edad de hierro. Después de la cual viene la edad de bronce. ¿Cuánto falta para que les llegue el turno de regresar a las edades más amables, la edad de arcilla y la edad de tierra?

 

martes, 25 de noviembre de 2025

Amy e Isabelle (1998), Elizabeth Strout.

 

Elizabeth me sorprendió gratamente con Me llamo Lucy Barton. La presente novela se me ha hecho más lenta, más dispersa. Se trata de su primera novela publicada; rebosa de temas, que le cuadrarán más o menos a cada lector, su prosa resulta exquisita. A mí, personalmente, me agrada, aunque a veces no me encajen sus temáticas.

Sus personajes son femeninos, como debe ser, ¿no? Isabelle es una madre soltera que huye de sí misma, o de la sociedad, que ejerce presión insana. Su hija, Amy, florece, y pugna por abrirse camino en un ambiente asfixiante, el propio de un pueblo pequeño, me da igual europeo que estadounidense.

La relación entre madre e hija es francamente interesante. El tema sin el cual la novela dejaría de girar es el abuso sexual de los hombres sobre criaturas inocentes menores de edad. No pinta a los hombres como extraordinariamente malvados. Cierto que los pinta como seres egoístas y despreocupados de las consecuencias de sus actos. La que recibe las críticas es la sociedad. Strout no se regodea en distribuir culpas; se limita a transmitirnos una historia humana, demasiado humana.

Por supuesto que los abusadores salen malparados, pero tampoco los pinta como asesinos sin piedad. Sus actos se imponen porque la sociedad lo permite de forma silenciosa; es ésta la que destruye la vida de las dulces niñas. Por un lado, está el hombre que abusa de Isabelle, que pasa de puntillas por la novela. Mucho más definido aparece el profesor de matemáticas, que seduce a la dulce Amy. Malos tipos los dos, obviamente, pero no la reencarnación del mal. Uno de ellos esconde su vulgaridad bajo una gran cultura, el otro bajo su aparente afabilidad. Incluso hay una segunda historia que atraviesa la novela, una muchacha desaparecida que aparece luego muerta en el maletero de un coche, quizás de manera un tanto artificiosa y que sirve a las necesidades del guion.

Dos generaciones se ven retratadas. La ignorancia, el impulso animal, sexual, propio de la adolescencia, lo empaña todo. Un simple error pone patas arriba la vida de una mujer. 

 

Sin embargo, después de este pequeño batiburrillo temático, pese a su riqueza e interés, no ha sido lo que más me ha llamado la atención de la novela. Si tengo que quedarme con algo es con el tratamiento que hace de los personajes secundarios, que ya quisiera yo para la mejor de mis novelas. Casi todos los hombres son personajes secundarios, pero los conocemos de forma certera con unas pocas pinceladas. Y lo mismo sucede con los personajes femeninos. Isabelle trabaja en una oficina, y a su alrededor revolotean varias mujeres entre las que destaca una, por su carácter y su volumen, la gorda Fat Bev, para mí tan inolvidable como la pequeña Amy.

Muchos puntos interesantes para a leer a Elizabeth Strout.

 

viernes, 12 de septiembre de 2025

La balada del café triste (1951), Carson McCullers.

 

Consta mi edición del relato largo La balada del café triste, y de seis relatos más, de carácter variopinto. Podría decir que son relatos prescindibles, pero nos apetece adentrarnos en el universo de la maestra. Dos de ellos tratan de música, lo cual no es ajeno al lector de Carson McCullers. Otros personajes son un tanto extraños, lo cual también nos encaja, un jockey en el crepúsculo de su carrera, un desconocido que le relata a un muchacho una historia sobre el significado del amor, un hombre que cuida de su esposa alcohólica.

Sucede que cada relato es un mundo en sí mismo. Parece a algunos lectores que la lectura de relatos es más suave y superficial; quizás sea más exigente que la lectura de novela, pues hay que hacerse con ambiente y personajes en un corto espacio de tiempo. Se pueden leer sin más objetivo que disfrutar. Inevitable detenerse en el más largo de todos, el que da nombre al compendio.

De nuevo topamos con personajes excéntricos. El personaje de la protagonista lo ocupa todo, Amelia, que podríamos definir como un marimacho. Es alta, fuerte, no solo viste como un hombre, sino que se comporta como tal. Es la más rica y poderosa del pueblo, pero también la más fuerte y temida entre todos sus conciudadanos.

Amelia atrae y se ve atraída por personajes extravagantes. Se casa con el hombre más díscolo del pueblo y su matrimonio apenas dura diez días. Desaparece el personaje para aparecer años después, tras hacer fama en el mundo de la delincuencia y un largo tránsito por la cárcel. De buenas a primeras aparece en el pueblo la tercera pata del triángulo amoroso, un enano deformado por una joroba con un carácter muy especial que encandila a nuestra Amelia. 


Solo la pluma de Carson McCullers puede generar un fantástico relato de semejantes mimbres. Un relato de cien páginas imprescindible, para degustar, diríase humorístico. Por mi parte, he subrayado multitud de fragmentos. He aquí uno cualquiera que habla del jorobado, y sirva para ilustrar lo bien que Carson envuelve a sus personajes:

 

Existe un tipo de personas que tienen algo que las distingue de los mortales corrientes; son personas que poseen ese instinto que solamente suele darse en los niños muy pequeños, el instinto de establecer un contacto inmediato y vital entre ellos y el resto del mundo. El jorobado era, sin duda alguna, de este tipo de seres. No llevaba en el almacén más de media hora, y ya se había establecido un contacto entre él y cada uno de los hombres.

 

Dicen por ahí que Carson describe el amor como nadie. Será por el destino que une a la extravagante protagonista, Amelia, con el enano jorobado que dice ser su pariente. Como dijimos, otro de los relatos del compendio tiene al amor como protagonista absoluto. En fin, no juzguen por fragmentos como este y lean cualquier clásico de McCullers. Es una auténtica pasada.

 

En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra.

 

domingo, 31 de agosto de 2025

Deng Xiaoping, reformador de China (1988), Uli Franz.



No suelo leer biografías porque no me gusta ahondar en la vida familiar de las personas, ya sean o no trascendentes en la historia de la humanidad. Prefiero ir al meollo de las circunstancias históricas, aunque reconozco que también es una buena manera de abordar un período, y la revolución China bien lo merece.

Los que disfrutamos con la historia, bien sabemos que su mayor valor reside en la aplicación a nuestro tiempo presente. Observamos la Revolución Meiji, o el ascenso de Taiwán, Hong Kong o Singapur, y no podemos sustraernos a explorar en busca del porqué. Igual nos sucede ahora con China, y quizás un buen comienzo esté en la figura de Deng Xiaoping.

Deng Xiaoping venía de una familia de terratenientes. De ahí sus posibilidades para viajar a Francia para estudiar, aunque tampoco fue todo un camino de rosas y allí tuvo que trabajar; en los ambientes fabriles abrazó el comunismo. De aquí pasó a estudiar dos años en la Unión Soviética, escalando en las filas comunistas gracias a su viveza e inteligencia, hasta convertirse en uno de los máximos dirigentes del Partido Comunista al lado de Mao Zedong.

La biografía ilustra muy bien la época de los señores de la guerra o de los caudillos militares (1916-1928 aprox.) Deng regresa China en un momento en que los comunistas son débiles frente al líder en ascenso Chiang Kai-shek. Vivimos la larga marcha en 1934, luego la invasión japonesa en 1937 y tras la II GM, la guerra civil. En la fase final de la guerra, Deng ejerció un papel clave como líder político y maestro de propaganda, como Comisario Político. También participó en la difusión de las ideas de Mao Zedong, que se convirtieron en la base ideológica del Partido Comunista. Su labor política e ideológica, junto con su condición de veterano de la Gran Marcha, lo colocó en una posición privilegiada dentro del partido para ocupar posiciones de poder luego de que el Partido Comunista lograra derrotar a Chiang Kai-shek y fundara la República Popular China.

Su trayectoria es casi siempre ascendente, a excepción de un período en el cual sus afinidades reformistas le apartaron de la cúpula del poder, o sea, de Mao Zedong, logrando preservar, con dificultades, su propia vida.

En 1960, con Mao en el poder, recibe muchas críticas por una frase que define su ideología pragmática al tiempo que la China de hoy:

 

«da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones»,

 


Después, a la muerte de Mao, en 1976, de nuevo vuelve al primer plano de la actividad política, imponiéndose de manera silenciosa en la lucha por el poder.

A ver, no se trata de hacer un resumen sino de imbricar la pieza en el conjunto de la historia de China y situarnos en la transición entre una China comunista que por un lado es deprimente por la pésima situación económica, pero que por otro lado opone una China que deja de ser sierva de las potencias occidentales y alcanza la unificación y la independencia.

Aquí está la clave de la figura histórica. A fines de la década de 1970, Deng trató de corregir los errores de la Revolución Cultural. Bajo su liderazgo, China llevó a cabo una serie de reformas económicas liberales con resultados impresionantes. Se trata de reducir la intervención estatal y permitir la producción privada en la agricultura y la industria. Las reformas fueron bien recibidas, pero había grandes protestas debido a la corrupción y el nepotismo en el interior del Partido Comunista. Son las típicas resistencias de un poder asentado durante décadas.

Ni qué decir que la transición a una economía de mercado fue difícil. Se le achaca con frecuencia su carácter autoritario y su decisiva participación en la represión violenta de las protestas de la Plaza de Tiananmen en 1989, que pretendía un reformismo de corte occidental. El talante de Deng Xiaoping le llevó a defender al orden frente al caos.

Deng Xiao Ping muere en 1997, y durante muchos años gobierna prácticamente en la sombra.

 

Hacer una síntesis de mayor calidad pertenece al ámbito universitario, y esto no es más que una reseña. A mí me gusta aprender, y llevo un tiempo ahondando en el por qué de la Revolución China, y ello te conduce inexorablemente hacia la figura de Deng Xiaoping. Se trata de un sistema único, pragmático, que adopta políticas orientadas al mercado manteniendo los principios fundamentales del socialismo.

Las reformas de Deng, a menudo denominadas el "milagro económico chino", alentaron las inversiones extranjeras, la privatización de empresas estatales y la creación de Zonas Económicas Especiales.

Obviamente encontró tanto apoyo como oposición dentro del Partido Comunista Chino. Su prestigio residía en su biografía, en su reputación. Determinados especialistas argumentan que tanto Deng como otros activistas, no eran marxistas o comunistas propiamente dichos, sino básicamente nacionalistas revolucionarios que querían ver a China en igualdad de condiciones con las grandes potencias mundiales.

Con el tiempo, seguro que su figura crece, aunque a día de hoy, en occidente, nadie conoce su nombre. Pero es que apenas conozco a media docena de personas, historiadores, que sepan quién es Xi Jinping. Será que mi entorno es muy reducido o sencillo, o que el conocimiento de nuestra historia no vale para nada.