Cuando
sale a conversación este libro, raro es que no se mencione la famosa magdalena.
Pues si te digo la verdad, se puede leer el libro y el asunto de la magdalena
te puede pasar del todo desapercibido. Que no, porque estás atento y sale
enseguida, que no al principio, pasadas unas docenas de páginas. Pero, son
tantos los recursos narrativos de Proust para evocar el pasado, que el té con
la magdalena no constituye sino una anécdota más.
Desde
luego que no es un libro fácil de leer, la antítesis de lo que la gran mayoría
de lectores persigue, eso que llaman literatura adictiva y que consiste en
devorar página tras página hasta un forzoso y sorprendente final.
No,
Proust pasa de la evocación de un recuerdo a otro sin solución de continuidad,
sin poner un párrafo de por medio para aligerar la lectura. A veces enlaza con
brillantez, en otras ocasiones el cambio es brusco, cambia de tema y allá el
lector que le sigua en su verborrea poética.
Obviamente,
es literatura de ricos, permitidme la expresión, diríase arte por el arte.
Comparémoslo con London, por ejemplo, o Kafka. Se decantan estos por una prosa
desnuda, se decantan por el mensaje, por el contenido, mientras que Proust se
regodea en el continente. No quiero decir que sea una constante, ni siquiera
una hipótesis; el escritor que acude a la literatura para ganarse la vida siente
la necesidad de comunicar algo a los demás, aunque pase por el tamiz de sí
mismo.
Proust
tiene padres cultos y adinerados, no necesita trabajar. Coge fama de snob en el
París de la época, sufre de homosexualidad, porque en la época es como una
enfermedad, la misma que da con los huesos de Oscar Wilde en la cárcel, porque
en la democrática Gran Bretaña no se le permite a uno ser homosexual. Aunque no
lo parezca, se trata de la hipócrita Europa que se arma a toda pastilla para
desangrarse en dos guerras mundiales.
Cierto
que al final de su vida Proust se encierra y se entrega a la literatura, pero
lo hace en unas condiciones que ya hubieran querido para sí muchos otros
grandes escritores (sus necesidades vitales las cubren dos criados). E insisto,
Proust se entrega a sí mismo y a un afán, a la literatura, pero no a nosotros.
Se regodea en sus recuerdos, eso sí, como quizás nadie lo hizo, ni antes ni
después. Ahí reside su mérito.
Cualquier
escena de la vida cotidiana le sirve. Comienza con la espera en la noche, el
niño que ansía el beso de buenas noches de su madre. Y luego, sin una solución
lineal, nos dispara con impresiones diversas, aunque todas centradas en uno o
varios períodos vacacionales en Combray, un pueblito no demasiado lejos de
París. No puedo hacer un análisis exhaustivo, dejo a los críticos la labor de
tener que leer varias veces esta novela tan centrada en la impresión del
recuerdo, cual prolongación del arte pictórico impresionista.
A
cada uno de nosotros nos llamará la atención un recuerdo u otro, aunque siempre
que hablemos con lectores que han leído, o no, la novela, se mencionará la
anécdota de la magdalena como detonante del recuerdo.
Sin
embargo, cualquier asunto sirve a Proust como detonante de millares de
reminiscencias, un paseo cerca de un castillo, un acercamiento al mar, un
sendero multicolor de espinos. Supongo que el autor entremezcla esos recuerdos
a su discreción, y trae a su gusto la lluvia o el estallido de la primavera. No
puede ser de otra manera. Y como en una espiral sin fin evoca la naturaleza y
la compara con una portada románica o los restos de un castillo.
Eso sí, no dejamos de asombrarnos de su capacidad poética, de su metafórico uso de cualquier comparación. Aquí nos describe las floridas capillas de una iglesia, acullá el comienzo de un campo de amapolas como si se tratara de las casas que anuncian el pueblo, o una barca que nos avisa del primer avistamiento del mar. En eso Proust no tiene parangón.
El
seto formaba como una serie de capillitas, casi cubiertas por montones de
flores que se agrupaban, formando a modo de altarcitos de mayo; y abajo, el sol
extendía por el suelo un cuadriculado de luz y sombra, somo si llegara a través
de una vidriera; el olor difundíase tan untuosamente, tan delimitado en su
forma, como si me encontrara delante del altar de la Virgen, y las flores así
ataviadas sostenían, con distraído ademán, su brillante ramo de estambres,
finas y radiantes molduras de estilo florido, como las que en la iglesia
calaban la rampa del coro o los bastidores de las vidrieras, abriendo su blanca
carne de flor de fresa.
Perseguía en el talud, que por detrás del seto sube casi vertical hacia el campo, a alguna amapola extraviada, a algún anciano rezagado, que decoraban la escarpa con sus flores como la orla de un tapiz donde aparece diseminado el tema rústico que luego triunfará en todo el paño; unas cuantas sólo, espaciadas como esas casas aisladas que ya anuncian la proximidad de un poblado, me anunciaban la vasta extensión donde estallan los trigos y se rizan las nubes, y una sola amapola, que izaba en lo alto de sus jarcias y entregaba al azote del viento su llama roja, por encima de su boya negra y grasa, me aceleraba el latir del corazón, como al viajero que al ver en un terreno bajo la primera barca varada que está arreglando un calafate, grita: «¡El mar!», antes de ver el agua.
Y
podríamos señalar mil fragmentos, porque si abriéramos una página al azar
encontraríamos dos o tres símiles en una prosa poética sin fin.
No,
no es un autor que me resulte atractivo, pero cualquiera reconocerá en Proust
un estilo maravilloso e inimitable. Incluso tengo que reconocer que de alguna
manera Proust se preocupa de no perder al lector, pues nos tiende alguna cuerda
para que le sigamos y no nos perdamos entre tanto deslumbrante y aparente
candor, de tal manera que, aunque a veces nos perdemos, no nos cuesta
continuar, sin ser necesario retroceder, pues para qué, si no hay trama que
perder.
En
todo caso, Proust no tiene imitadores, y eso que hoy vivimos en Occidente los
últimos estertores de una clase media que dispone a raudales del valor más
precioso que tenemos, el tiempo, pero generalmente la gran mayoría de los
lectores sigue prefiriendo, como ayer o mañana, lecturas adictivas que les
aíslen del mundo y no que les conecten con él.
Y
cuando uno menos se lo espera acaba la primera parte, Combray, y Proust da un
giro que más bien parece una nueva novela. La segunda parte, Unos amores de
Swann, ya no trata sobre los recuerdos de un niño, sino que se regodea en los
amores, o los celos, del señor Swann con Odette, preludio y significado de una
tercera parte, cortita, titulada Nombres de tierras: el nombre, y que trata
someramente del amor del joven narrador hacia la hija de Swann y Odette,
Gilberta.
Los recuerdos dan paso al reflejo de una sociedad rica, a veces aristocrática, a veces burguesa, las dos caras de una misma moneda. En realidad, dos novelas dentro de una. Insana curiosidad quizás me lleve a leer la segunda parte.