martes, 17 de enero de 2017

El rojo emblema del valor, de Stephen Crane (1895)





Me hacía falta una lectura ágil después de Woolf y Joyce, y he atinado de plano con la novela que os presento. Frente a los anteriores, Crane nos ofrece alta literatura al tiempo que un hilo narrativo clásico, explícito y ameno. Un joven se alista en la Guerra de Secesión estadounidense pese a la oposición de su madre. Primero hay una pequeña introducción para la espera, para los prolegómenos de la sanguinaria batalla que se avecina.

Al muchacho le habían dicho que el hombre se convertía en algo completamente diferente en una batalla. En este cambio veía él su salvación. Por lo tanto, esta espera era insoportable. Se hallaba en un frenesí de impaciencia.

El núcleo de la narración está en las reacciones psicológicas, en la visión de la guerra propiamente dicha de nuestro joven protagonista en el interior de lo más crudo del conflicto.
¡Ojo!, la prosa es magistral. Tengo entendido que S. Crane no tuvo experiencia alguna en combate. Lo basó todo en su intuición y en la documentación, llegando a describir sutilmente a esa hidra de las cien cabezas que es la guerra. Tanto fue así que varios periódicos se interesaron y lo contrataron como corresponsal de guerra, para la guerra Greco-Turca de 1897 y la Hispano-Americana de 1898.


Su cuerpo yacía extendido en la posición de un hombre exhausto que descansa; pero en su cara había una expresión atónita y dolorosa, como si un amigo le hubiera jugado una mala pasada. Al hombre que balbuceaba le rozó un disparo, que hizo que un chorro de sangre corriera abundante por su cara.

Tenían los brazos doblados y las cabezas torcidas de modo increíble. Parecía que los hombres muertos habían tenido que ser lanzados de grandes alturas para alcanzar tales posiciones, como si desde el cielo los hubieran dejado caer sobre la tierra.

Los cañones estaban en fila, en cuclillas como jefes salvajes.

Era sorprendente que la naturaleza hubiera continuado avanzando tranquilamente en su dorado proceso en medio de tanta destrucción…

Sin miedo al spoiler, que no debe haberlo con los clásicos, el argumento central gira en torno a la inocente conducta del protagonista, los móviles de la vergonzosa huida del peligro por parte del joven protagonista y su reacción posterior. Atentos a esta frase que titula la novela.

A veces miraba a los soldados heridos con envidia. Le parecía que las personas con cuerpos lacerados debían de ser peculiarmente felices. Deseaba que él también hubiera podido ostentar una herida, un rojo emblema del valor.

El tratamiento de la huida y de la vergüenza que soporta el protagonista es de una profundidad insuperable.

No podía dejar de reconocer que una derrota del ejército en este momento podría significar muchas cosas favorables para él. Los golpes del enemigo astillarían los regimientos, convirtiéndolos en fragmentos; como consecuencia, muchos hombres de valor, pensó, se verían obligados a desertar la bandera y a escurrirse como conejos. Él no sería más que uno de tantos. Todos serían hermanos entristecidos en la desgracia, y él podía llegar a creer fácilmente que no había corrido ni más lejos ni más rápidamente que los demás.

A mí me ha recordado particularmente a mi infancia y adolescencia, cuando me dejaba llevar por ensoñaciones bélicas y devoraba todo lo relativo a la historia de la guerra, a los conflictos y al estudio de las características del armamento utilizado en diferentes siglos, a la lectura de las novelas de Sven Hassel.

Desde luego, había soñado con batallas toda su vida, imaginando vagos y sangrientos conflictos que le habían estremecido profundamente con su arrebato y su ardor. En sueños se había visto a sí mismo en muchas batallas…

Desde su hogar, sus ojos juveniles habían contemplado la guerra en su propio país con desconfianza. Tenía que ser algo ficticio. Hacía ya mucho tiempo que había perdido la esperanza de contemplar una lucha al estilo griego. Aquello ya no volvería a suceder, se había dicho. Los hombres eran mejores o más tímidos. La instrucción seglar y religiosa había borrado el instinto del hombre de lanzarse a la garganta de su vecino, o quizá una economía sólida mantenía fuertemente cogidas las riendas de las pasiones.

Para terminar, algunas imágenes escuetas de gran belleza:

Una granada, gritando como un alma en pena atormentada, pasó por encima de las cabezas encogidas de los reservas.

Empezaron a silbar las balas entre las ramas y a morder los árboles. Hojas y tallos descendían flotando. Era como si se empuñaran miles de hachas, menudas e invisibles.

El rojo sol estaba pegado en el cielo como una oblea.

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