viernes, 9 de marzo de 2018

El Castillo (1926), de Frank Kafka



 

Del protagonista conocemos su nombre, K., que es agrimensor, y que ha sido contratado como tal por las misteriosas autoridades de un castillo que gobierna el pueblo que se extiende por la misma falda de una colina.

K. trata, infructuosamente, de acceder al castillo. No encuentra el acceso físico pero tampoco es capaz de abrirse camino a través de la burocracia que lo protege y gobierna. K. pretende oponerse al sistema vigente e intenta acceder al castillo por la vía directa para poder ejercer el mandato por el cual acude al pueblo, para llevar a cabo su trabajo como agrimensor.

El tema es muy parecido al de El proceso, pero si allí intentaba huir de los funcionarios, aquí intenta acercarse a ellos para resolver su asunto. La atmósfera lograda es muy similar. La crítica habla de alienación, frustración, burocracia, absurdo… Es el inútil intento de un hombre por asimilarse con un sistema carente de sentido.

El escenario es irreal. El castillo está siempre ahí, y no es propiamente un castillo sino una serie de estructuras adosadas. Después están las posadas, la escuela, la casa del alcalde… K. se mueve en espacios cerrados y extraños. Las habitaciones con camas aparecen aquí y allá, y los personajes hablan tumbados en ellas, y las relaciones son tan extravagantes que de repente todos aluden a un agujero desde el cual se puede observar el comportamiento de los demás. K. encuentra dificultades para encontrar un lugar donde dormir, una habitación, una posada. Las habitaciones por las que se mueven los personajes son igual de asfixiantes que los móviles que las gobiernan.

El punto de vista es también extraño, un narrador omnisciente que no lo ve todo y que permanece como observador de los diálogos absurdos de K. con la fauna que habita el pueblo de la colina.



No es una lectura ni mucho menos fácil. Yo me he rendido antes de llegar a la mitad. Tanto absurdo me ha superado. Quizás que ha habido sobredosis kafkiana después de leer América, o quizás que no hay trama que ofrezca una luz a través de la cual movernos entre tanta oscuridad. Quizás requiere su momento, exige la búsqueda de una sensación casi psicótica. Cualquiera diría que el absurdo llega a imponerse de tal manera que no tiene sentido continuar. Pero hay más, bañeras infinitas, caminos sin fin, rutas engañosas que semejan al caminar en círculo por un bosque, un cansancio creciente que bien podría compararse con la depresión.

Cualquier párrafo es definitorio de la generalidad:



El trato directo con las autoridades no era por cierto excesivamente difícil, pues las autoridades, por buenas que fuesen sus organizaciones, no tenían que defender nunca sino causas invisibles y remotas en el nombre de señores invisibles y remotos, mientras que K. bregaba por algo vivísimamente cercano: por sí mismo; y por otra parte, él lo hacía por su propia voluntad ―cuando menos muy al comienzo así fue― pues era el atacante; y no bregaba solo, sino que, manifiestamente, también otros poderes que ignoraba lo hacían por él: poderes en que, por cierto, podía él creer, si se atenía a las medidas adoptadas por las autoridades. Pero al complacer a K., ampliamente y por anticipado, en cosas nada esenciales ―hasta ahora no se trataba de otras―, quitábanle las autoridades la posibilidad de triunfos pequeños y fáciles, y al quitarle dicha posibilidad lo privaban también de la consiguiente satisfacción y asimismo de una buena fundamentada firmeza para afrontar otras luchas mayores, firmeza que de tal satisfacción resultaría. Por el contrario, dejaban a K. deslizarse donde quisiera, cierto que sólo dentro de la aldea; y así lo mimaban y lo debilitaban, y eliminaban, en general, toda lucha en este sentido, trasladándola, en cambio, a la vida extraoficial, absolutamente inabarcable, turbia y extraña…



Terreno abonado para la crítica. Abandono esta pesadilla, este territorio kafkiano, este aplastante mundo dominado por la ley y el orden más abyectos que podamos imaginar, donde el hombre navega sin rumbo y sin razón, donde el hombre se muestra incapaz de encontrar consuelo a su mísera existencia.

Hay que ser valiente para introducirse en el desconcertante mundo Kafkiano. Está, por un lado, el poder, inaccesible, infinito, y por otro los administrados, las personas comunes y corrientes que se dejan gobernar por dicho poder. Kafka añade a K., un simple ciudadano que desconoce las reglas de ese mundo peculiar que el escritor ha creado. K. es un hombre que viene de fuera, es un inadaptado. Que desconozca la ley no quiere decir que dicha ley no le afecte. La Ley es aplicada de forma inmisericorde por unos funcionarios que ni siquiera conocen su propio significado. La Ley es lo que importa, y el poder de los que la aplican, mientras que no hay lugar alguno para la justicia o eso que damos en llamar sentido común. De alguna manera intuimos el sarcasmo, o cuando menos las diversas gradaciones de la pesadilla kafkiana, pero no es fácil, nada fácil seguir a Kafka en su extraño camino. Figuraos que ni siquiera Kafka tuvo un interés real en finiquitar sus novelas (inconclusas), simplemente se dedicó a navegar por el ancho mar. Dejemos paso a una crítica despistada y a menudo en exceso misericordiosa con el maestro.

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