domingo, 4 de diciembre de 2016

El fondo Coxon, de Henry James (1893).




Sin ser ni mucho menos conocedor de la obra de James me atrevo a considerar los inicios dubitativos como una constante en su obra, y cuando digo dubitativos trato de definir esa indefinición característica de cada de sus nouvelle. Diríase que desde el principio Henry James nos exige atención; siembra en nosotros la duda. Para un profano esto significa volver atrás y releer, pero un lector avezado en su obra ya debe de saber que el resto de los elementos necesarios para comprender la trama nos serán dados a su debido tiempo. Y sin embargo, sucede con El fondo Coxon que las inseguridades nos acechan hasta el desenlace final, o cuando menos a mí me ha sucedido que me he visto obligado a volver al principio.
No, no es esta la ocasión de ensalzar a James. En esta ocasión no me he sentido fascinado. A ver, podría hablar largo y tendido, entresacar lo más valioso y dedicarme a la fácil alabanza, pero no, hoy no voy a recomendar esta pequeña nouvelle de mi estimado James; considero más aprovechable que os perdáis por otros vericuetos.
El fondo Coxon en cuestión se refiere a la pequeña fortuna que un tal G. Coxon destina al pensador más dotado del tiempo presente con el requisito de que sirva para subsanar supuestos apuros económicos. El candidato, un tal F. Saltram, no es otra cosa que un hipócrita redomado, un caradura.
No me queda otra cosa que decir que en esta ocasión Henry James no ha conseguido atraparme como sí lo ha hecho en ocasiones anteriores. Desde luego que ha dejado el listón muy alto. Quizás, también puede ser, que no he llevado a cabo una lectura atinada, o quizás sea esa sensación de que su prosa resultaba en todo momento forzada, deslavazada, de la misma manera que la historia en sí.
Nada más que dejaros mi selección de fragmentos:

En cuanto excelentes anfitriones, les habría encantado que la circunferencia de su hospitalidad tuviera un diámetro de seis meses;

Recuerdo que su huésped se presentó en la cena llevando pantuflas nuevas, en las que predominaba el color púrpura, y que parecían confeccionadas a partir de un extraño pariente de la alfombra.

Reconocí su aire de superioridad cuando le pregunté acerca de la tía de la joven dama decepcionada; sonó como una frase de un diccionario inglés-francés o de un libro de gramática.

Es muy peligroso ser un ignorante, pero es mucho peor ser un ignorante ilustrado: los imbéciles son para la sociedad más perjudiciales que un alcantarillado defectuoso. Y lo más grave es cuando han fallecido, porque entonces no hay forma de detenerlos.

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