Me
gusta Hemingway. Lo curioso que me ha gustado de siempre. También me gustaba
con menos de veinte añitos, y eso sí que es mérito, sin ir más allá, sin
necesidad de pavonearse con frases altisonantes al estilo de “el mejor escritor
americano de todos los tiempos”, “un escritor fundamental para comprender el
siglo XX”. También me asombra lo de la “teoría del iceberg”. Nada que objetar,
nada que achacar a Hemingway, pues supongo que no es más que un juego de la
prensa y de los académicos, ponerle nombre a la creación literaria, a la selección,
a eso tan simple que consiste en separar el grano de la paja. Ni que hubiera sido
Hemingway el inventor de la literatura, eso es lo que me asombra.
Leo
sus cuentos y la mayoría pasan desapercibidos. Puede ser que no me llame la
atención el eje conductor, o que no sea capaz de captar lo esencial a través de
una lectura superficial, o sencillamente que no todos alcancen un alto nivel.
De pronto he topado con un relato que me ha provocado a escribir estas líneas.
Necesito dejar huella para volverlo a leer.
Se
trata de un relato que aparentemente no tiene nada de excepcional. Ni tenemos
muchos datos ni falta que nos hace, un hombre y su mochila, una excursión al
monte, una acampada y a pescar truchas.
Comienza
el relato en un paisaje calcinado, un pequeño pueblo y unas hectáreas de bosque
arrasadas por un incendio. Una vez terminado el relato es cuando me acuerdo del
paisaje y vuelvo a él; es entonces cuando me doy cuenta de que simboliza o
representa la civilización, quizás la guerra, la destrucción, pero no hay que
darle un enfoque intelectual y buscar símbolos donde quizás no los haya.
Simplemente se trata del contraste entre el mundo y la soledad, entre la lucha
cotidiana y la plena comunión con la naturaleza. Acompañamos al personaje hasta
el interior del bosque. Camina sin perder de vista el río, que es la guía.
Somos conscientes de que el ejercicio físico y la soledad conducen al abandono,
a una reflexión sana y desinhibida, a un sumo placer. No hay más. El
protagonista busca un lugar adecuado para acampar. Se regodea en dejar crecer
el hambre para luego disfrutar con más intensidad de una cena sabrosa. Somos
testigos de cómo acomoda el terreno del campamento, instala su tienda, prepara
un fuego, coge agua del río, cena, toma café. Se levanta temprano, eufórico por
la cercanía del río. Recolecta un buen puñado de saltamontes y a pescar. Nos
muestra un provechoso y tranquilo día de pesca. Nada más. No sabemos los días
que durará la pesca. Dejamos al personaje en el monte y lo único que sabemos es
que es feliz.
Solamente
encuentro una referencia a otros pescadores, una sátira feroz:
Se
había mojado la mano antes de tocar la trucha para no alterar la delicada
mucosidad que la recubría. Si tocabas una trucha con la mano seca un hongo
blanco atacaba el lugar sin protección. Años antes, cuando pescaba en ríos
abarrotados, con pescadores río arriba y pescadores río abajo, Nick se había
tropezado una y otra vez con truchas muertas, cubiertas de ese hongo blanco,
detenidas en una roca o flotando tripa arriba en algún remanso. A Nick no le
gustaba pescar con más gente en el río. A no ser que formaran parte de tu
grupo, estropeaban la pesca.
Supongo
que el protagonista es Hemingway. Tiene una fabulosa manera de describir los
actos más sencillos, y me parece perfecta su manera de describir la naturaleza,
sin alambicamientos, llamando a las cosas por su nombre. Hay hayas, pinos,
helechos, hay verdes y marrones, solamente recuerdo un color con tintes
metafóricos, el color a tabaco que trata de describir las tripas del saltamontes
al ser atravesadas por el anzuelo.
Sigo
adelante, si Hemingway no se enrolla en sus relatos mucho menos lo haré yo con
una burda reseña.
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