Habla
Ángela Carballino, una mujer de fe y recias costumbres que habita un pueblecito
de la provincia de Zamora a orillas del lago Sanabria. Ella dispuso de
oportunidades porque un hermano emigrado a América mandaba dinero a su familia,
y sin embargo la magnética figura del cura Don Manuel la arraiga a su pequeño
pueblo. Tanto así que cuando regresa su hermano de América, Lázaro, lleno de
ideas modernas, progresistas y antirreligiosas, también termina convirtiéndose,
como su hermana, en seguidor de Don Manuel. De descreído a devoto y gran amigo del
cura Don Manuel. ¿Qué le convierte? ¿Qué hace que Ángela y su hermano, así como
todos los vecinos, hagan un santo de Don Manuel?
El
carácter del cura nos es definido a partir de una corta serie de anécdotas. El
libro en sí se lee en un santiamén, 24 capítulos cortitos, medio centenar de
páginas. Imaginé, mientras lo leía, que el propio Unamuno habitaba bajo la
sotana de Don Manuel. No es nada más que un hombre bueno y recto que se deja
guiar por el sentido común.
―No
tengo licencia del señor obispo para hacer milagros.
Le
preocupaba, sobre todo, que anduviesen todos limpios. Si alguno llevaba un roto
en su vestidura, le decía: «Anda a ver al sacristán y que te remiende eso.» El
sacristán era sastre. Y cuando el día primero de año iban a felicitarle por ser
el de su santo ―su santo patrono era el mismo Jesús Nuestro Señor―, quería don
Manuel que todos se le presentasen con camisa nueva, y al que no la tenía se la
regalaba él mismo.
Por
todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos distinguía más con él era a los
más desgraciados y a los que aparecían como más díscolos.
Al
final del relato asoma cierta tensión dramática, que no es gran cosa porque lo
que Unamuno pretende es incitar a la reflexión. Todo ello deviene de unas
sorprendentes confesiones del cura Don Manuel que, como buen humanista, DUDA.
Aparece la vía del suicidio como respuesta al tedio de vivir, la falta de fe en
Dios, en la eternidad, en la inmortalidad del alma.
De
alguna manera Don Manuel les trasmite un mensaje tanto a Ángela como a Lázaro,
para que prosigan con su obra y “finjan” creer ante los fieles, para que no les
resten del único consuelo del que disponen, consuelo del que el mismo Don
Manuel, el Santo Mártir, careció.
Se
plantea una alternativa entre la verdad, trágica, y una felicidad ilusoria,
ante la cual Unamuno opta por la segunda. Su ideario, ¿político?, ¿un humanismo
cristiano? se trasluce por doquier, una iglesia sin estructuras ni dogmas, una
recuperación del Nuevo Testamento. Propugna Unamuno el trabajo contra el ocio,
la importancia de lograr alcanzar para todos lo más básico, el alimento, un
techo, el vestido, así como el desprecio de la riqueza excesiva.
Resulta
esclarecedora una duda que Ángela le trasmite a Don Manuel (fragmento
que nos sirve para enviarnos de cabeza a próximas lecturas, la de Calderón,
amén del Nuevo Testamento):
―Llegué
a casa y me puse a rezar, y al llegar a aquello de «ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», una voz íntima me dijo:
«¿Pecadores?, ¿pecadores nosotros?, ¿y cuál es nuestro pecado?» ¿Cuál es
nuestro pecado, padre?
―¿Cuál?
―me respondió―. Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia Católica Apostólica
Española, ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que «el delito
mayor del hombre es haber nacido». Ese es, hija, nuestro pecado: el de haber
nacido.
―¿Y se
cura, padre?
―¡Vete y
vuelve a rezar! Vuelve a rezar por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte… Sí, al fin se cura el sueño…, y al fin se cura la vida…, al fin
se acaba la cruz del nacimiento… Y como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar
bien, ni aun en sueños se pierde…
En
boca de Lázaro se ahonda en conclusiones similares, entroncando con la
situación política de España en 1930, época de desequilibrios que desembocará
en la República y la Guerra Civil.
―Él me
hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado ―me decía―. Él me dio
fe.
―¿Fe?
―le interrumpía yo.
―Sí, fe,
fe en el consuelo de la vida, fe en el contento de la vida. Él me curó de mi
progresismo. Porque hay, Ángela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos:
los que convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la carne,
atormentan, como inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta
vida como transitoria, se ganan la otra; y los que no creyendo más que en éste…
―Como
acaso tú… ―le decía yo.
―Y sí, y
como don Manuel. Pero no creyendo más que en este mundo esperan no sé qué
sociedad futura y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en
otro…
―De modo
que…
―De modo
que hay que hacer que vivan de la ilusión.
Esta
novela esconde segundas lecturas y hondas profundidades.
Mi reseña imperfecta
puede ser completada, mucho mejor, en El vuelo de la lechuza.
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