Sin
entrar en disquisiciones teóricas, se trata de uno de los trabajos más
tempranos del maestro. La inmadurez se nota, pero también nos encontramos con
el estilo, con las virtudes innatas del escritor. Como en el resto de sus
trabajos, tira de una trama sencilla de la que saca un altísimo rendimiento.
Parece
ser que la obra tuvo gran relevancia en la época, y que el protagonista es el
precursor del “nihilismo”.
Vayamos
por partes.
El
término “nihilismo” es un tanto difuso. Según la RAE:
1. m.
Negación de todo principio religioso, político y social.
2. m.
Fil. Negación de un fundamento objetivo en el conocimiento y en la moral.
A
medida que penetraba en la novela yo no encontraba ningún parecido, ni
situación ni personaje, que encajara, ni de lejos, con esta definición. Sólo
ahora, después de leer la novela, e incluso de hacer la reseña, creo tener
claro aquello que Turguéniev pretende comunicar, o al menos eso creo. Desde
luego que no esperéis que sea capaz de reflejarlo en una reseña redactada casi
a bote pronto.
Como
nos tiene acostumbrado, la historia se abre, y se cierra, de forma artificiosa,
con un marco prescindible marca Turguéniev. Un hombre a punto de morir se
dispone a contarnos su vida en un diario, y sin embargo solamente nos cuenta un
episodio de su vida. Otra vez volvemos al tema del primer amor, contado de otra
forma, desde otra perspectiva. En este caso el “villano” es un hombre y no una
mujer. El “tartufo” es un elegante hombre de la capital que llega a provincias
y se aprovecha de la inocencia de una muchacha mientras que nuestro
protagonista se convierte en víctima propiciatoria. De aquí el hombre
superfluo:
Superfluo,
superfluo… He encontrado la palabra perfecta. Cuanto más me interno en mí
mismo, cuanto más atentamente contemplo mi vida pasada, más me convenzo de la
dura verdad de la expresión. Superfluo, eso es. Esta palabra no se ajusta a
otras personas… Hay gente mala, buena, inteligente, tonta, agradable y
desagradable, pero superflua…, no. Bueno, entiéndanme, el universo también
podría pasar sin esas personas, claro; pero la inutilidad no es su cualidad
principal, no es lo que les distingue, y si ustedes hablan de ellos, la palabra
superfluo no es la primera que les viene a la lengua. Pero yo…, de mí no se
puede decir ninguna otra cosa: superfluo, nada más. Un excedente, eso es todo.
Es evidente que la Naturaleza no contaba con mi aparición y, en consecuencia,
se comportó conmigo igual que con un huésped no esperado ni invitado.
Yo
me daba cuenta de todo porque no estoy falto de perspicacia ni del don de la
observación. En realidad soy bastante inteligente, incluso a veces se me
ocurren ideas bastante divertidas, nada corrientes, pero puesto que soy un
hombre superfluo y con un candado en mi interior, pues me cuesta horrores
expresar mi idea, tanto más porque sé de antemano que la contaré mal. Incluso a
veces me parece raro cómo habla la gente, con tanta sencillez y facilidad…
Fíjate, ¡qué apañados! Es decir, que tango que confesar que también yo, a
pasera de mi candado, a veces siento una comezón en la lengua; pero, en
realidad, solo de joven profería esas palabras, y en una edad más madura
lograba dominarme casi siempre. Solía decirme a media voz: Mejor nos quedamos
callados, y me tranquilizaba.
Encontrar
un refugio, hacerse un nido aunque sea temporal, conocer el solaz de relaciones
y hábitos diarios, tal felicidad yo, el superfluo, hasta entonces no la había
experimentado sino en los recuerdos familiares.
Cuando
un hombre se siente muy bien, es sabido que su cerebro no trabaja mucho. Un
sentimiento tranquilo y alegre, el sentimiento de estar satisfecho, se infiltra
en todo su ser, lo absorbe; la conciencia de ser un individuo desaparece, se
siente completamente feliz, como esa tontería que dicen los poetas educados… Un
hombre feliz es como una mosca al sol.
Digamos
que el protagonista, pese a sus buenas acciones e intenciones, o bien pasa
desapercibido o bien es despreciado, mientras que el tartufo, el hombre egoísta
y despiadado, se lleva el gato al agua. El cuento presenta una moraleja pero al
revés, porque la princesa desflorada prefiere vivir en el recuerdo del amor
fugaz del hombre despiadado, despreciando al hombre bueno, por superfluo.
Mientras
más vueltas le doy más profundidad encuentro.
Entiendo
que el marco de la trama, el hombre moribundo que tan manido al principio me
pareció, es perfecto para evocar al hombre superfluo. Se trata de un
hombre que no sabe agarrar la vida por el mango, es un hombre que se detiene,
que medita, tímido e incapaz para agarrar aquellas cosas que desea. En cambio
alrededor del hombre superfluo están los hombres intrépidos, sin principios ni
moral, que se dejan llevar sin enfrentarse a la fugacidad de la vida.
¿Se
refiere el término “nihilismo” a estos hombres intrépidos? Desde luego que no
se refiere al hombre superfluo que definie Turguéniev.
El
caso que llevo tres novelas cortas de Turguéniev y todavía no salgo del
asombro. Entiendo perfectamente que en su tiempo fuera un autor popular al tiempo
que elitista, igualmente leído en Rusia que en el extranjero.
Termino
la reseña con unos apuntes críticos de Nabokov que sirven como contrapunto a
los míos. No equivocarse con la crítica y acogerse a lo enriquecedor que
contiene, porque Nabokov la elabora en comparación con lo más grande y excelso,
después de colocar a Turguéniev entre los dioses del Olimpo. Además, cada
lector “critica” desde el punto de vista de sus gustos e intereses literarios,
y claro está que también hay mucho lector “superfluo”.
Por
cierto que Turguéniev, como la mayoría de los escritores de su tiempo, es
demasiado explícito, no deja nada a la intuición del lector; sugiere, y después
explica ponderosamente a qué se refería la sugerencia. Los trabajados epílogos
de sus novelas y de sus relatos largos son dolorosamente artificiosos, por el
empeño del autor en satisfacer plenamente la curiosidad del lector acerca de
los respectivos destinos de los personajes, de una manera que a duras penas se
podría llamar artística.
No
es un gran escritor, aunque es un escritor agradable. Nunca consiguió nada
comparable a Madame Bovary, y es una absoluta equivocación decir que él y
Flaubert pertenecían a la misma escuela literaria. Ni la inclinación de
Turguéniev a tratar cualquier problema social que estuviera en boga, ni el
tratamiento banal de los argumentos (siempre por el lado más fácil) se pueden
equiparar con el arte severo de Flaubert.
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