Profundidad
y talento narrativo, Hemingway cumple con los requisitos que yo busco en un
escrito, evasión al mismo tiempo que reflexión. Nada más comenzar un compendio
de relatos del maestro me atrevo a seleccionar y unir los tres primeros en un
tronco común, el del miedo. Me ha dado la impresión, quizás equivocada tras una
lectura superficial, de que el miedo, en sus diversas formas, es el eje
vertebrador de los tres relatos.
Macomber
tiene miedo a enfrentarse al león, que es un miedo natural, visceral, digamos
que salvaje.
No
había nadie a quien poder decirle que tenía miedo, con quien compartir el
miedo, y echado, solo, ignoraba ese proverbio somalí que dice que un hombre
valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces; la primera vez que ve su
rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él.
En
cuanto al segundo relato, La capital del mundo, tiene por protagonista a Paco,
que sueña con ser torero y presume de no conocer el miedo. No sabemos muy bien
en este caso si se trata de una advertencia, porque quizás el miedo nos
preserva de cometer alguna estupidez, aunque me da a mí que Hemingway no es
propenso a la moraleja.
―Miedo
―dijo Enrique―. El mismo miedo que tendrías tú en el ruedo con un toro.
―No
―dijo Paco―. Yo no tendría miedo.
―¡Y una
leche! ―dijo Enrique―. Todos tienen miedo. Pero un torero puede controlar su
miedo para poder trabajarse al toro. Yo estuve en una capea de aficionados, y
tuve tanto miedo que no podía dejar de correr. A todos les hizo mucha gracia.
Así que tú también tendrías miedo. Si no fuera por el miedo, cualquier
limpiabotas de España sería torero. Tú, un chico del campo, estarías tan
asustado como yo lo estuve.
Después
de leer este relato entiendo la afición del maestro por lo taurino.
En
cuanto a Harry, el protagonista moribundo de Las nieves del Kilimanjaro, reflexiona
con la muerte a un lado, tiene miedo al dolor.
Algo
que siempre había temido era el dolor. Podía soportar el dolor como cualquier
hombre, hasta que duraba demasiado y le iba socavando, pero en este caso se
trataba de algo que le había dolido muchísimo, y justo en el momento en que había
pensado que el dolor le podría, había cesado.
Es
un relato este preñado de digresiones, recuerdos del protagonista que le sirven
al autor para alumbrar aquello que desea destacar sobre el resto.
«Se
acordó de mucho tiempo atrás, cuando Williamson, el oficial de granaderos, fue
herido por una bomba de mano que una patrulla alemana lanzó una noche en la que
él estaba cruzando la alambrada, y que, chillando, imploró que alguien lo
matara. Era un hombre grueso, muy valiente, y un buen oficial, aunque aficionado
a los alardes descabellados. Pero aquella noche quedó atrapado en la alambrada,
con una bengala iluminándole y las tripas esparcidas por la alambrada, con una
bengala iluminándole y las tripas esparcidas por la alambrada, de modo que para
llevarlo vivo tuvieron que cortárselas. Pégame un tiro, Harry. Por amor de
Dios, pégame un tiro. Una vez tuvieron una discusión relativa a que Dios nunca
te enviaba nada que no pudieras soportar, y que según la teoría de alguien eso
significaba que cuando el dolor llegaba a cierto punto te desmayabas
automáticamente. Pero él siempre se había acordado de Williamson, aquella
noche. Williamson no consiguió perder el conocimiento hasta que le dieron todas
sus tabletas de morfina, que se había guardado para su uso personal, y luego
resultó que no le hicieron nada.»
Quizás
podamos poner a Hemingway en lugar de Harry, e imaginárnoslo en su
convalecencia por sus heridas en las piernas durante la Primera Guerra Mundial.
Parece
fácil. Escoge un tema fundamental como es la muerte, o el miedo, retrata a unos
personajes de la vida real y luego dales cuerda. Que parezcan unos autómatas o
semejen a la vida misma dependerá de tu pericia. Desde luego que si se trata de
un tema que te obsesione tendrás la principal parte del camino andado, porque
el origen de la narración está en la reflexión, llámese si se quiere obsesión.
De aquí la famosa teoría del iceberg. Hemingway solamente nos ofrece una parte
del todo, lógicamente.
Si
tengo que escoger uno de los tres relatos me quedo con el primero. La figura de
Macomber está, a mi modo de ver, muy lograda. En cambio me queda la sensación
de que me he perdido en Las nieves del Kilimanjaro. Quizás no le he prestado
atención al elemento autobiográfico. Las reflexiones metaliterarias del
protagonista harán las delicias de los entusiastas del maestro, el sarcasmo del
escritor esforzado que, al borde de la muerte, persiste en el oficio.
Ahora
ya nunca escribiría todo lo que no había escrito porque pensaba que no sabía lo
suficiente para escribirlo bien. Bueno, ahora tampoco tendría que fracasar en
su intento de escribirlo. A lo mejor es que nunca podrías escribirlo, y por eso
demorabas y aplazabas el comienzo. Bueno, ahora ya nunca lo sabría.
Todos
debemos tener madera para hacer lo que hacemos, se dijo. Lo que hagamos para
vivir es lo que mide nuestro talento. Él, de una u otra forma, había vendido
vitalidad toda su vida, y cuando conseguías mantener tus afectos al margen
ofrecías mucho más que el precio que te pagaban. Había descubierto que ahora
tampoco escribiría acerca de eso. No, no escribiría de eso, aunque desde luego
era algo que valía la pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario