No
sé si será un reflejo de mí mismo, mera coincidencia o la maldita costumbre de
leer a partir de las referencias que me aportan los libros que van cayendo, el
caso que en poco tiempo estoy conociendo a personajes literarios que rayan el
límite de lo antisocial. Sin pasar por alto la última y todavía reciente lectura
del ingenioso hidalgo Don Quijote, recuerdo con cariño a Luzhin, el gran
maestro del ajedrez de Nabokov, o a Baterbly, el escribiente de Melville, y
ahora me he topado al mismo tiempo con dos personajes que nunca olvidaré,
Mendel el de los libros, de Zweig, y Peter Kien, nuestro esplendido lector, humano
intolerablemente esquivo que es capaz de prescindir del mundo con la compañía
exclusiva de su biblioteca.
La
casa de Kien es una biblioteca.
Durante
sus paseos matinales, entre las siete y las ocho, solía dar un vistazo a los
escaparates de las librerías por las que pasaba, constatando, casi con
satisfacción, que la literatura pornográfica y de pacotilla iba ganando cada
vez más terreno. Él mismo poseía la biblioteca privada más importante de esa
gran ciudad. Llevaba siempre una mínima parte consigo.
Kien
es el mayor especialista en sinología a nivel mundial pero rehúsa todo contacto
social, que desconoce. Su mundo se reduce a los libros y a su enorme biblioteca,
y el conflicto se arma cuando contrae absurdo matrimonio con una sirvienta
estúpida y malvada que no dudará en aprovecharse de semejante personaje.
Debo
reconocer que me es difícil expresarme a través de una escueta reseña escrita a
bote pronto. No había oído hablar en absoluto de esta novela hasta que topé con
ella ¿por casualidad?
La
puesta en escena es excepcional, y hará las delicias de bibliófilos y críticos
literarios:
Es
cierto que le había prometido un libro. Tratándose de ella, sólo podría ser una
novela. Aunque no hay espíritu que medre con novelas. El placer que en
ocasiones nos ofrecen se paga muy caro: acaban por erosionar el carácter más
firme. Aprendemos a identificarnos con todo tipo de personas. Uno le coge el
gusto a ese vaivén perpetuo y se confunde con los personajes que le agradan.
Cualquier punto de vista nos parece concebible. Nos lanzamos con fruición tras
objetivos ajenos y perdemos de vista los nuestros. Las novelas son como cuñas
que el escritor, aquel histrión de la pluma, va clavando en la hermética
personalidad de sus lectores.
Después,
cada entrada, cada capítulo está muy trabajado. No hay lugar para el vulgarismo
estructural. Puede el lector agobiarse con todas las novedades que hay por leer
pero se perderá la oportunidad de conocer joyas como la que tenemos entre
manos.
Nuestro
protagonista, Peter Kien, es el “hombre-libro”. Nos dice el propio Canetti (en
un fantástico ensayo que habla de la gestación de la novela y que se encuentra
al final del libro editado por Muchnik Editores, 1977) que tenía hasta ocho
ideas para la gestación de la novela:
Había
entre ellos un fanático religioso, un soñador técnico que sólo vivía haciendo
planes cósmicos, un coleccionista, un poseído por la verdad, un despilfarrador,
un enemigo de la muerte y, por último, también un genuino “hombre-libro”.
Afortunadamente
se decantó por el hombre-libro, un personaje que prescinde de la sociedad y de
los hombres hasta el paroxismo:
A
las ocho en punto comenzaba su trabajo, su labor al servicio de la verdad.
Ciencia y verdad eran para él conceptos idénticos. Uno se aproxima a la verdad
cuando se aleja de los hombres. La vida cotidiana es un entramado superficial
de mentiras. Cada transeúnte es un mentiroso. Por eso ni los miraba.
Pero
luego van apareciendo más personajes que amenazan con robarle a nuestro
hombre-libro su protagonismo, la vulgar sirvienta con la que se casa y que le
arruina su ordenada vida, el fabuloso portero, violento expolicía, Fischerle,
el enano tullido maestro del ajedrez y en buscarse la vida, el hermano del
hombre libro, George Kien, que al final de la historia surge de la nada para
imponer un orden al desconcierto.
Por
amor a los billetes, los porteros mostraban zonas de sus ojos que nadie, ni
siquiera Excelencias o americanos, habían visto nunca.
Él,
cortésmente, se hizo a un lado. El hombre le dio un codazo y no se disculpó.
George, al que cualquier grosería entre monos civilizados lo divertía, lo
observó sorprendido.
Estos
y otros personajes son tan hondamente tratados que a veces podemos sentir que
la trama se nos escapa y se diluye, momentos en los cuales podemos sentir que
la novela peca de extensa para luego recuperar su inflamante llama y volver a
atraparnos.
A
mi modo de ver, estos personajes están trazados de forma magistral y todos,
tarde o temprano, convergen de manera perfecta. Sirven, de alguna manera, para
ilustrar con elevado sarcasmo a una masa desequilibrada y estúpida que se
arrastra tras el vil dinero.
No
sé qué más decir. Quizás se me queda coja la reseña, pero en definitiva yo no
escribo reseñas al uso. Os dejo con unas palabras que nos regala el propio
Elías Canetti, acerca de las referencias literarias que explican, si cabe, la
gestación de la novela.
Para
no dejarme arrastrar demasiado lejos, leía continuamente Rojo y negro, de
Stendhal. Quería avanzar paso a paso y me decía que este libro tendría que ser
riguroso y despiadado conmigo mismo y con el lector. Me hallaba inmunizado
contra todo cuanto pudiera ser agradable o complaciente por la profunda
antipatía que me inspiraba la literatura vienesa entonces en boga.
…
cayó en mis manos La metamorfosis de Kafka. ¡No pudo ocurrirme nada más feliz
en aquel momento! Pues ahí encontré, en un grado de perfección sumo, la
contrapartida de aquella ausencia de compromiso total con la literatura, que
tanto odiaba; ahí estaba el rigor al que aspiraba, ahí se había logrado algo
que yo deseaba hallar para mí solo Me incliné ante semejante modelo, el más
puro de todos, sabiendo que era inalcanzable, pero me dio fuerzas.
Auto de Fe es una novela tan densa que no hay que saltearse ni una línea, porque si lo hace se puede perder una parte importante y se requiere volver atrás.
ResponderEliminarSoy un lector veloz, pero este libro me llevó alrededor de un mes leerlo, a razón de un capitulo por día.