lunes, 4 de junio de 2018

La rebelión de los tártaros (1837), de Thomas de Quincey




Entre las magníficas colecciones que ha editado El Mundo en los últimos años (diríase décadas mejor), hay una de pequeños relatos en rústica que a menudo depara gratas sorpresas. Se trata de historias que de otra manera hubieran pasado desapercibidas, como es este juguete de mi muy admirado Quincey.
No es más que una bagatela, una pequeña reseña histórica novelada por un narrador atraído por la escalofriante migración de los calmucos, herederos de los mongoles, antaño victoriosos y ahora errabundos entre las vastas extensiones de la Gran Rusia y China. La atracción radica en el extremo del sufrimiento al que esta raza se vio sometida, y De Quincey gusta de la comparación:

Tal vez únicamente la retirada francesa de Moscú pueda compararse, por su duración, con la fuga de los tártaros. No obstante, sería una comparación débil, ya que los sufrimientos de los franceses sólo se iniciaron un mes después de abandonar Moscú y, si bien es cierto que luego los vasos de la cólera se derramaron durante seis o siete semanas sobre el leal ejército, ¿qué es eso, ante la tragedia de los calmucos, que duró tantos y tantos meses?

En iguales circunstancias, en lo relativo a la presencia de sus familias, estuvieron los Hijos de Israel, pero ya desde las primeras etapas de su éxodo se vieron libres de la persecución del enemigo; además, la residencia en el desierto no fue una marcha, sino un alto muy prolongado, en el cual se interpuso constantemente el cielo para prestarles ayuda. También los terremotos, por enormes que sean sus daños, no duran sino un momento. Por el número de víctimas y por lo persistente de sus males, a la huida de los calmucos se aproxima mucho más la peste que asoló Atenas durante la guerra del Peloponeso…

Vistos así, en el mismo orden en que acaecieron, es curioso advertir que los sufrimientos de los tártaros, aunque modelados por manos del azar, se organizan con una disposición casi escénica. Podría decirse que fueron combinados por el talento de un artista. La intensidad de la congoja creció a medida que avanzaba la marcha, y las fases del desastre correspondieron a las etapas del camino. Parecía como si al levantarse el telón que tapa la gran catástrofe, distinguiéramos un enorme clímax de angustia, un tormento que se elevaba en gradaciones regulares, como si estuviera construido por artificio, para lograr un efecto pintoresco.
 
Parece ser que el escritor usó, como únicas fuentes, una nota al pie que hacía referencia a las memorias de unos misioneros jesuitas en China y el libro de un viajero alemán que relató la misma historia. Éstos vienen a informar de un éxodo, en 1771, de más de 300.000 tártaros calmucos desde las riberas del Volga, al norte del mar Caspio, hasta el noroeste de China, en tiempos del emperador Quian Long y de la zarina Catalina la Grande.
En las antípodas de los excesos científicos de la historiografía moderna, tal narración no deja de ser una fabulación de unos hechos más o menos intuidos y que guardan similitud con otros éxodos, como por ejemplo la espectacular La Anábasis de Jenofonte.
Como digo, la clave está en la prosa de Quincey, más que en lo narrado. Recomendable para sus seguidores más fieles, y para aquellos que se topen con la citada colección de El Mundo y gusten de aprovechar el tiempo escaso.

La experiencia demuestra claramente que, por razones misteriosas e inexplicables, siempre que se prepara una gran empresa, aunque los participantes sean pocos y fieles, surge un presentimiento, una especie de oscura desconfianza, en aquellos a quienes es preciso engañar.



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