Entre
las magníficas colecciones que ha editado El Mundo en los últimos años (diríase
décadas mejor), hay una de pequeños relatos en rústica que a menudo depara
gratas sorpresas. Se trata de historias que de otra manera hubieran pasado
desapercibidas, como es este juguete de mi muy admirado Quincey.
No
es más que una bagatela, una pequeña reseña histórica novelada por un narrador
atraído por la escalofriante migración de los calmucos, herederos de los
mongoles, antaño victoriosos y ahora errabundos entre las vastas extensiones de
la Gran Rusia y China. La atracción radica en el extremo del sufrimiento al que
esta raza se vio sometida, y De Quincey gusta de la comparación:
Tal
vez únicamente la retirada francesa de Moscú pueda compararse, por su duración,
con la fuga de los tártaros. No obstante, sería una comparación débil, ya que
los sufrimientos de los franceses sólo se iniciaron un mes después de abandonar
Moscú y, si bien es cierto que luego los vasos de la cólera se derramaron
durante seis o siete semanas sobre el leal ejército, ¿qué es eso, ante la
tragedia de los calmucos, que duró tantos y tantos meses?
En
iguales circunstancias, en lo relativo a la presencia de sus familias,
estuvieron los Hijos de Israel, pero ya desde las primeras etapas de su éxodo
se vieron libres de la persecución del enemigo; además, la residencia en el
desierto no fue una marcha, sino un alto muy prolongado, en el cual se
interpuso constantemente el cielo para prestarles ayuda. También los
terremotos, por enormes que sean sus daños, no duran sino un momento. Por el
número de víctimas y por lo persistente de sus males, a la huida de los
calmucos se aproxima mucho más la peste que asoló Atenas durante la guerra del
Peloponeso…
Vistos
así, en el mismo orden en que acaecieron, es curioso advertir que los
sufrimientos de los tártaros, aunque modelados por manos del azar, se organizan
con una disposición casi escénica. Podría decirse que fueron combinados por el
talento de un artista. La intensidad de la congoja creció a medida que avanzaba
la marcha, y las fases del desastre correspondieron a las etapas del camino.
Parecía como si al levantarse el telón que tapa la gran catástrofe, distinguiéramos
un enorme clímax de angustia, un tormento que se elevaba en gradaciones
regulares, como si estuviera construido por artificio, para lograr un efecto
pintoresco.
Parece
ser que el escritor usó, como únicas fuentes, una nota al pie que
hacía referencia a las memorias de unos misioneros jesuitas en China y el libro
de un viajero alemán que relató la misma historia. Éstos vienen a informar de
un éxodo, en 1771, de más de 300.000 tártaros calmucos desde las riberas del
Volga, al norte del mar Caspio, hasta el noroeste de China, en tiempos del
emperador Quian Long y de la zarina Catalina la Grande.
En las
antípodas de los excesos científicos de la historiografía moderna, tal
narración no deja de ser una fabulación de unos hechos más o menos intuidos y
que guardan similitud con otros éxodos, como por ejemplo la espectacular La
Anábasis de Jenofonte.
Como
digo, la clave está en la prosa de Quincey, más que en lo narrado. Recomendable
para sus seguidores más fieles, y para aquellos que se topen con la citada colección
de El Mundo y gusten de aprovechar el tiempo escaso.
La
experiencia demuestra claramente que, por razones misteriosas e inexplicables,
siempre que se prepara una gran empresa, aunque los participantes sean pocos y
fieles, surge un presentimiento, una especie de oscura desconfianza, en
aquellos a quienes es preciso engañar.
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