domingo, 28 de mayo de 2017

El demonio de la perversidad (1845) y El entierro prematuro (1844).

Intercalo la lectura de los cuentos de Poe con ensayo. La verdad que merecen una pausa. Los relatos de Poe me están resultando tremendamente sugerentes. He topado con alguno que otro de calidad inferior. Poe se regodea en sus obsesiones. Pongo como ejemplo de escasa trascendencia, a mi modo de ver, La máscara de la Muerte roja, o Un cuento de las montañas escabrosas como ahondamiento en esa obsesión enfebrecida en la caída en un abismo sin fin.
Pero de pronto he topado con dos relatos que me han motivado para escribir una reseña, los que titulan el post. Tanto el uno como el otro son más ensayos que ficción. En realidad la ficción es el colofón del ensayo, la excusa para explayarse a gusto sobre un tema de nuevo siniestro. En el primer caso se habla, cómo no, sobre la perversidad en el hombre. Poe acude a la frenología, pseudociencia que pretendía determinar tanto el carácter como las tendencias criminales a partir del estudio de la forma del cráneo y las facciones de la cara. Acostumbrado a un Poe que va al grano, me extraña el enfoque científico del tema y la ausencia de trama, pero de pronto el narrador zanja la argumentación para contarnos de manera más o menos verídica su caso personal. En este caso la sorpresa viene de nuevo de un asesino incapaz de someter el sentimiento de culpa.
Como curiosidad decir que la perversidad que describe Poe no tiene traducción al castellano. “Perverseness”, avisa Julio Cortázar, es en inglés “el encarnizamiento en hacer lo que no se quisiera y no se debiera hacer”. Cómo no, vayamos a la definición de Poe, porque yo imagino que es una manía llevada hasta el extremo:

Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio.

El segundo relato es más conocido para el gran público, así como el motivo, el entierro en vida. De nuevo nos encontramos ante un ensayo con ejemplos probados que supongo fueron sonados en su propio tiempo; de hecho durante el siglo XIX se diseñaron complicados artilugios que posibilitaron pedir ayuda a aquel que se viera reducido a circunstancias semejantes. El relato final de ficción es cortito, sorprendentemente nada sombrío ni angustiante, sino que incide en el poder de la sugestión como causa de muchos de los trastornos que nos sacuden. Sin embargo la maestría de Poe se deja ver en los puntos fuertes que le son tan habituales:

La intolerable opresión de los pulmones, las sofocantes emanaciones de la tierra húmeda, las vestiduras fúnebres que se adhieren, el rígido abrazo de la morada estrecha, la negrura de la noche absoluta, el silencio como un mar abrumador, la invisible pero palpable presencia del vencedor gusano, estas cosas, junto con los recuerdos del aire y la hierba que crecen arriba, la memoria de los amigos queridos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán enterarse de él, de que nuestra suerte desesperanzada es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan al corazón aún palpitante a un grado de espantoso e intolerable horror, ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos pensar en nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tópico tienen un interés profundo: interés que, sin embargo, en el sagrado espanto del tópico mismo, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado.


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