lunes, 17 de diciembre de 2018

Guerra y Paz (1869), de Lev Tolstói




 Empecé la lectura remiso, apabullado ante la cantidad de páginas y un tanto proclive al juicio negativo. De qué otra forma hubiera podido abordar Guerra y Paz si considero a Toltói como modelo a seguir en cualquiera de las otras magnitudes. Amo y criado es para mí modelo de perfección, en lo que se refiere al relato corto; te deja helado y las reminiscencias se mantienen durante años. No me intereso en demasía ni por la técnica (fundamental pero que se da por hecha en los maestros) ni por los preciosismos en la prosa, sí, en cambio, por aquello que remueve la conciencia. Por otro lado están La muerte de Iván Ilich o Sonata a Kreutzer, novelas cortas que me fascinan por lo mismo, porque conducen a la reflexión. Considerando semejantes logros, imaginé que el número de páginas podría conducir al menoscabo de su calidad.
Hay un asuntillo que me gustaría destacar. Por lo general, cuando entro en una novela con multitud de personajes (esta tiene 559) no me esfuerzo en demasía por retenerlos sino que confío en el autor. Cierto que hago una lectura detenida pero no se me ocurre volver atrás. Si no logro entrar en la historia suelo achacárselo al escritor y rara vez a mi falta de atención, porque sucede que el escritor de genio conoce bien su incierto oficio y es capaz de transmitirnos aquello que pretende. En el caso de Guerra y Paz sucede tal que así. Abordamos una multitud de caminos al mismo tiempo pero a medida que ahondamos en sus páginas los caminos que antes se bifurcan ahora convergen, hasta que topamos con los dos personajes centrales que lo focalizan todo, Pedro Bezukov y el Príncipe Andrei Bolkonski, acompañados aquí y allá por los componentes de la familia Rostov. Por el camino se nos describe un amplio espectro social, aristocrático por lo general, advenedizos, altos funcionarios, cargos militares, figuras trascendentes como Napoleón o Alejandro I, Kutúzov, el ensalzado héroe del ejército ruso y otros protagonistas de la política europea del período.
¿Qué si sobran páginas? Por supuesto que hay fragmentos prescindibles. Mi edición, la de Círculo de Lectores de 1974 consta de 1275 páginas. Hay acción y reflexión, violencia y entendimiento, escenas vigorosas y lacrimógenas.
A mi modo de ver, después de una primera parte introductoria, la novela mejora. Los relatos de la guerra son espectaculares y esclarecedores. Comienza la novela después de la batalla de Ulm, en la que no participan los rusos. Abunda después en la batalla de Schögrabern, que en comparación con Austerlitz no es más que una refriega, y pasa de puntillas por otras como Jena, Eylau o Friedland. La segunda parte se centra en la invasión napoleónica de Rusia, y el relato bélico no tiene desperdicio. En torno a los personajes históricos, Tolstoi se muestra rotundamente parcial, proclive, por poner el ejemplo más claro, a la figura del salvador de Rusia, Kutuzov, y contrario a la mayoría de los demás que lo secundan.
El manejo de tal magnitud de personajes y sus avatares durante una docena amplia de años no resulta óbice para la reflexión. En otras novelas largas me ha sucedido que no encontraba fragmentos de interés y, en cambio, Tolstoi no cesa de reflexionar, con mayor o menor acierto. He llenado una pequeña cantidad de folios con anotaciones de interés. Aquí una pequeña muestra.

Estrepitosas risas estallaron entre los soldados, risas tan francas y alegres que espontáneamente contagiáronse de ellas los franceses del otro lado de la línea; después de eso, hubiera uno creído que todo era cuestión de descargar los fusiles, tirar los cartuchos y volverse todo el mundo a su casa. Pero los fusiles permanecieron cargados, las aspilleras de las casas y las trincheras conservaron su amenazador aspecto y, como antes, los cañones, colocados en posición fuera de las cureñas, no salieron de su siniestra inmovilidad.

La escasa trascendencia de las decisiones de los generales en la dirección de la guerra le lleva a desarrollar una auténtica teoría sobre el desarrollo de las campañas militares, un asunto de individuos y de moral en el que la ciencia militar es un absurdo sin fundamento.

La discusión duró largo rato y cuanto más se prolongaba, llegando a veces a adquirir caracteres de verdadera violencia, más difícil se hacía poder llegar a una conclusión definitiva. El príncipe Andrés, al oír aquella conversación en diversos idiomas, aquellas hipótesis, aquellos planes, aquellas contradicciones y aquellos gritos, se admiraba de las ideas que había mantenido durante mucho tiempo en la ´poca de su actividad militar. Que no existe ni puede existir una ciencia militar y que, por lo tanto, no puede haber ningún genio de esta naturaleza. Esta observación revestía para él la evidencia absoluta de la verdad.
¿Qué teorías ni qué ciencia pueden haber en una cuestión cuyas condiciones y circunstancias son desconocidas y no pueden ser definidas y en la cual la fuerza de los actores de la guerra lo son más todavía? Nadie sabe en qué situaciones se encontrará nuestro ejército y el del enemigo un día más tarde y nadie puede saber cuál es la fuerza verdadera y positiva de tal o cual destacamento. Cuando al frente de las fuerzas no hay un cobarde que grita: ¡Estamos perdidos! Y huye, sino un hombre decidido y optimista que grita: ¡Hurra!, un destacamento de cinco mil hombres vale por uno de treinta mil, como en Schöngraben, mientras que, en el otro caso, cincuenta mil hombres huyen ante ocho mil, como en Austerlitz.

Por lo general la reflexión se excusa en los personajes, pero también hay ocasiones en las que Tolstoi elabora digresiones sin reparar en mientes. Reflexiona sobre la paz, sobre la situación de los campesinos y su emancipación, sobre la situación de la mujer, sobre francmasonería, sobre el hombre y sus vanidades, sobre el destino y el libre albedrío…
A mi modo de ver Tolstoi no es tan hábil hablando de la historia como de las relaciones humanas, pero claro está que en el siglo XIX la historiografía no está tan desarrollada como en la actualidad.

Se adaptaba totalmente a esta subordinación no escrita que tanto le agradara en Olmütz, y según la cual, también, para hacer carrera en el servicio, no eran necesarios ni los esfuerzos, ni el trabajo, ni el valor, ni la perseverancia, sino solamente el arte de saber conducirse con los que distribuyen las recompensas, y muy a menudo se quedaba él mismo admirado de sus rápidos éxitos y la incapacidad de los demás para descubrir este juego.

Todo el mundo sabía que la enfermedad de la encantadora condesa radicaba en la dificultad de poder casarse con dos maridos a la vez, y que las atenciones del médico italiano consistían precisamente en soslayar aquella dificultad. Sin embargo, en presencia de Ana Pavlovna, no sólo no había nadie que se atreviera a pensar en ello, sino que todos fingían ignorarlo.

En realidad, si algo hay de asombroso en este enorme volumen es la reflexión, porque suele suceder en otras obras extensas de grandes maestros que pierden en profundidad (Thomas Mann o Henry James por poner algunos ejemplos que conservo frescos), mientras que jamás se me hubiera ocurrido a mí tachar a Tolstoi de superficial.

En el aislamiento que le proporcionaba el viaje, esas ideas se apoderaban de él con extraordinaria fuerza. A pesar de los esfuerzos que hacía para pensar en otra cosa, volvía siempre a aquellas cuestiones que no podía resolver ni dejar de plantearse, como si en su cabeza se hundiera aquel tornillo principal del cual dependía su propia existencia. El tornillo no penetraba ya más, no pasaba del punto adonde había llegado, pero continuaba dando vueltas y las daba sin atornillar nada, sin lograr penetrar ni un ápice más, pero era imposible impedirle de girar.

Cuando Pedro se hubo marchado, todos los miembros de la familia se encontraron reunidos hablando de él, como ocurre siempre después de la partida de un forastero, y, cosa extraña, todos hablaban bien de él.

En Moscú experimentó una sensación de calma, de calor, de bienestar y de costumbre semejante a la que produce una vieja bata de casa.

El francés suele estar seguro de sí mismo porque se cree irresistible por su persona, admirable para los hombres y para las mujeres. El inglés se cree seguro de sí mismo porque se considera ciudadano del Estado mejor organizado del mundo y por esto sabe siempre lo que ha de hacer como inglés, y que lo que como inglés haga estará indiscutiblemente bien hecho. El italiano está seguro de sí mismo porque se emociona y se olvida fácilmente de sí y de los demás. El ruso lo está precisamente porque no sabe nada ni quiere saber nada, porque no cree que nadie pueda saber lo que él no sabe. El alemán es el que se siente más seguro de sí mismo y el más antipático, porque se imagina que conoce la verdad.

 
Es inevitable que al final el lector sufra cierto desgaste, el ansia por terminar una novela para abordar otras. Me veo obligado a concluir con una supuesta pregunta: ¿recomendarías la lectura de esta enorme obra? La respuesta me parece obvia. Si quieres, lector, abordar la lectura de los grandes libros que se han escrito a lo largo de la historia de la humanidad, te digo sí. Escoge, por supuesto, el momento propicio. Otros pondrán la excusa de la extensión, aunque luego leerán, sin aprovechamiento alguno (entretenimiento aparte), los tochos de Stieg Larsson o Santiago Posteguillo. En cambio tú asistirás a un espectacular fresco de la Rusia Zarista del primer cuarto del siglo XIX, y no vayas a creer que quedaron desfasados ni los sueños ni las vanidades de los personajes que la habitaron.

2 comentarios:

  1. Leí hace unos años una preciosa edición que me regaló mi marido. Había leído otra siendo muy joven, sin saber que estaba resumida.
    Es de esas obras que siempre serán actuales en sus reflexiones porque, como todo buen clásico, habla de las inquietudes que son una constante en la vida de los seres humanos y eso nunca pasa.
    Aparte de eso, he de decir que las escenas de guerra, aun reconociendo que son muy buenas, llegaron a cansarme un poco.
    Un beso.

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    1. A lo largo de la novela hay varios personajes redondos que evolucionan alejados de todo maniqueísmo. El número de páginas puede significar la retirada, pero la paciencia ofrece sus recompensas.

      En determinados tramos, el relato de los avatares de los protagonistas inmersos en el conflicto bélico es fundamental. A nadie le gusta la guerra como una realidad vivida, pero su estudio y desarrollo me ha encandilado desde mozo y a mí, en cambio, han sido los relatos bélicos, de Borodino o Austerlitz, los que más me han agradado. Guerra y Paz es una novela que puede dar mucho de qué hablar.
      Besos.

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