lunes, 10 de octubre de 2016

El hospital de la transfiguración, de Stanislaw Lem (1955)




Como buen creyente, del destino, considero que las cosas suceden irremediablemente. Por eso habrá caído en mis manos esta novela ahora y no antes de escribir Elvira. Porque sí, Elvira (mi última novela publicada) es una más de entre esas novelas ambientadas en un psiquiátrico, y por aquel entonces traté de leer, para ver si les sacaba algún provecho, todo tipo de novelas ambientadas en psiquiátricos que pude localizar. Encontré novelas buenas (Alguien voló sobre el nido del cuco) y otras no tan buenas (Los renglones torcidos de Dios), pero sin duda que me perdí la mejor de todas ellas, la que traigo ahora a colación, porque El hospital de la transfiguración es una novela que, entre muchas otras cosas, trata sobre la locura y la cordura, y sobre el sentido de la existencia. Afronté su lectura equivocado, pensando que se trataba de una retahíla de masacres nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Nada que ver. Caigo rendido a los pies de un escritor total, del cual buscaré leer sus obras de ciencia ficción porque me ha dejado sobrecogido por su profundidad. Sin duda alguna que tarde o temprano volveré a leer esta novela, y eso lo dice todo.
Que Stanislaw Lem sea médico es de agradecer porque dota a la novela de una fuerza asombrosa. En ocasiones tengo que confesar que me he visto obligado a cerrar el libro porque me provocaba malestar físico, pero no se trata de torturas a los enfermos mentales, como yo imaginaba, que también las hay, sino de cuestiones relativas a la práctica de la medicina. En ocasiones me ha recordado a La muerte de Iván Ilich:

―No dejaba que lo examinaran… Y yo era terrible; bromeaba con él diciéndole que tenía que estudiar sus cosquillas, que sentía curiosidad por ver su tripa y comprobar quién la tenía más grande… El tumor ya tenía el tamaño de un puño, tan arraigado que no hubo manera de atacarlo, metastarizado el muy cabrón…

Carcinoma Scirrhosum ―dijo Stefan en voz baja.

¿Para qué dijo aquello? Ni él lo sabía. Cáncer, pero en latín. Sonaba como un exorcismo, como un conjuro científico que purificaba la inseguridad, el miedo y el temblor dotándolos de la claridad y el sosiego propios de lo inevitable.

Hay también conversaciones sutiles acerca de la muerte:

¡Un soñador! Aunque, al fin y al cabo, ¿alguien nace ensañado y sabe morir?



―¡Normal! ¡Anormal! ¡Pero qué estás diciendo, pedazo de idiota! ¡Qué sabrás tú! Un moribundo normal, mira qué cosa… ¡normal! Como no podía arrancarse el cáncer del cuerpo, se lo arrancó de su memoria. Se mentía a sí mismo, se obligó a creer su propia verdad, obligó a los demás a creer, ¡yo qué sé qué era verdad y qué no! Que se encontraba mejor lo decía cada vez con voz más baja y cada vez lloraba más a menudo.

Cierto que hay un fragmento impresionante durante el cual se describe minuciosamente una operación a cerebro abierto intentando salvar la degeneración irreversible de un enfermo mental. Advierto que no es apto para “estómagos” sensibles:

Colocó el escoplo en ángulo y comenzó a golpearlo rítmicamente con un martillo de madera. La sangre fue salpicando poco a poco la piel, tiñendo las gasas de color carmesí. De pronto, toda la placa ósea vibró. Kauters la levantó con el mango de la escofina, presionó y entonces se oyó un breve crujido como cuando se casca una nuez: la placa se dio la vuelta sola y cayó a un lado.

La meninge duramadre, inflada como un globo, con una red más oscura de venas hinchadas en el fondo, brillaba bajo la luz azul. Kauters extendió la mano y se hizo con una aguja larga. Pinchó en varias direcciones, una, dos, tres veces.



Era un cuchillo pequeño, especial. Al principio, la membrana se resistió, pero de repente estalló como una ampolla, y dejó paso libre al cerebro, que surgió desde abajo. Con cada latido, la víscera se abombaba con pulso trémulo y dejaba escapar un mucoso hilo de sangre.

Pero, que no os echen atrás estos fragmentos, que son pocos y es más fácil pasar página que apartar la vista del televisor. Al contrario, la novela está plagada de fragmentos poéticos de una tremenda luminosidad y, a veces, originalidad.

Stefan regresaba de dar un paseo. Las cunetas del camino brillaban con un suave color oro, como si al mulo de Alí Babá, al pasar por allí, se le hubieran escapado las lentejuelas por un agujero de uno de sus sacos. Un castaño ardía contra el cielo gris, como una armadura de latón resquebrajada. Más allá el bosque parecía oxidado.

Diríase que la humanidad en su conjunto se ve reflejada en esta novela, con sus luces y sus sombras, y al tiempo que el lector se deja arrastrar por la absorbente trama no puede evitar hacerse las preguntas más trascendentes:

«El hombre que no cuenta con ningún objetivo en la vida, tiene que creárselo» Estaría bien tener cientos de objetivos a corto y a largo plazo. Y no algo tan indefinido como «ser valiente» o «ser bueno», sino cosas tan concretas como «arreglar el retrete». Stefan deseó con toda su alma ser tan simple como la mayoría de la gente.



«Dios, si pudiera dedicarme a arar la tierra, sembrar, segar y arar otra vez. O clavetear taburetes o hacer cestas de mimbre para venderlas en el mercado»…

Tranquilidad. Sencillez. Un árbol sería un árbol y punto. Ninguna reflexión agotadora, estúpida y sin sentido: ¿para qué diablos estará creciendo ese árbol?, ¿qué significa que uno está vivo?, ¿para qué sirven las plantas?, ¿por qué uno es uno mismo y no otro?, ¿está el alma constituida por átomos…? ¡Ojalá fuera capaz de parar de una vez por todas!



Aquel psiquiatra era un hombre indudablemente culto, pero su inteligencia le recordaba a un jardín japonés: uno podía contemplar sus puentecitos y sus senderos, y todo era precioso, pero muy limitado y bastante inútil. Su sabiduría se amoldaba a los surcos ya abiertos por otros. Sus conocimientos estaban tan cimentados que únicamente los utilizaba de la manera descrita en el manual.

A veces hemos oído hablar de “novela total” y gaitas semejantes. Pues bueno, si se puede hablar de una novela así, quizás estemos ante ella. Por tener tiene hasta crítica literaria:

―¿Qué sabrá usted de poesías? La escritura es una maldita obligación. Aquel que asiste a la agonía de la persona más querida y, sin querer, intenta atrapar hasta el último detalle de su convulsión es un verdadero escritor. El filisteo enseguida grita: «¡Ruin!». No es ninguna vileza, señor mío, sino un auténtico suplicio. No es una profesión: uno no elige ser poeta como quien elige ser oficinista.



―Siempre tengo la sensación de que cada palabra que escriba será la última palabra. Que no podré más… Usted, por supuesto, no me entiende. No puede entenderlo. No sé cómo explicarle ese miedo. Siento que sale de mí precipitadamente como el agua por debajo de la puerta durante una inundación. No sé qué hay al otro lado de la puerta. No sé si será la última ola. No domino la potencia de las fuentes. Están tan arraigadas dentro de mí que están fuera de mí. Y usted pretende que «tome una actitud». Estoy atado por mí mismo. Tan solo puedo ser libre viviendo en las personas sobre las que escribo, aunque tampoco sea más que una ilusión.

En fin, que me parece que a medida que estéis leyendo esta reseña, o nota a borde de página, o lo que sea, probablemente se os estén quitando las ganas de leerla, así que por favor os pido que no me hagáis ni puñetero caso. Acudid a la biblioteca, compradla, ¡pirateadla!, es una novela enorme que contiene al mismo tiempo las dos facetas más asombrosas que puede ofrecernos la literatura, entretenimiento y reflexión a partes iguales. Se trata de una novela que palpitará en vuestra piel durante mucho tiempo después de leída, es un relato estremecedor que aborda al mismo tiempo la estupidez y la grandeza humana


Y bueno, si queréis una reseña más normal y al mismo tiempo mucho más trabajada sobre esta novela, aquí la hallaréis:

o aquí:

En definitiva yo desbarro más que reseño. Que no sea yo el culpable de que no os acerquéis a Stanislaw Lem, vía Impedimenta, por ejemplo.

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