Otra gran novela corta de Chéjov. El propio maestro se refería a sus obras llamándolas unas veces relatos, otras novelas o, simplemente, «cosas».
Bien podría situarse esta novela corta entre las mejores que tienen como escenario un psiquiátrico, y nada que ver con aquellas como Los renglones torcidos de Dios, en las cuales la trama se deshace en intrigas más que en el esclarecimiento de la conducta humana. Chéjov va a lo suyo, nos muestra su análisis de la realidad, su visión de la conducta humana sin maniqueísmos, ofreciendo el mismo tratamiento al sano que al enfermo. En todo caso, la realidad que Chéjov nos muestra es siempre estremecedora por su mezquindad, lo cual a mi modo de ver resulta mucho más arrebatador que el más dinámico de los thriller. Para gustos los colores.
La trama es muy sencilla. Yo no creo que un buen lector se arredre ante el spoiler, pues una reseña de una obra de arte apenas sirve para azuzar al lector; en todo caso, dicho está. Andrei Efímich es el médico encargado de la gestión de un pequeño centro psiquiátrico. No nos extrañarán las pésimas condiciones en las que se encuentran los presos. Hay críticos que han visto en el psiquiátrico un símbolo de la Rusia Zarista, gobernada por unas elites indiferentes a la miseria y la corrupción. También decir que escribió este relato poco después de su visita a la isla-penal de Sajalín.
Chéjov, dada su condición de médico, conocía de primera mano la situación. Sabía que la terapia principal que recibían los enfermos era «el tratamiento del puño», personificada en el guardián Nikita. Su carácter no es necesario redondearlo.
Encima, siempre con la pipa entre los dientes, está tumbado Nikita, el guardián, un viejo soldado retirado, con galones descoloridos. Su rostro severo, de borracho, las cejas caídas y la nariz roja; bajo de estatura, parece a simple vista flaco y de carnes duras, pero su presencia impone y sus puños son demoledores. Nikita es de este tipo de individuos simples, prácticos, cumplidores y obtusos que lo que más aman en este mundo es el orden, y por eso están convencidos de que a ellos hay que pegarles. Y pega en la cara, en el pecho, en la espalda, donde caiga, con la certeza de que de otra manera aquí no habría orden.
Andrei Efímich es consciente de esta situación, pero no es capaz de cambiarlo. Su carácter se nos muestra redondeado, aunque este párrafo lo define a la perfección dada su propia indefinición:
Andrei Efímich sentía un amor profundo por la inteligencia y la honradez, pero le faltaban el carácter y el convencimiento de estar en su derecho para rodearse de esta vida inteligente y honrada. Positivamente no sabe ni ordenar, ni prohibir, ni insistir. Parece como si hubiera hecho la promesa de no levantar nunca la voz y no emplear el modo imperativo de los verbos. Le cuesta decir «dame» o «tráeme»; cuando quiere comer, tose indeciso y le dice a la cocinera: «no estaría mal un té» o «no me iría mal comer». Y decirle al celador que deje de robar, o despedirlo, deshacerse definitivamente de este servicio inútil y parásito, para él es algo absolutamente superior a sus fuerzas. Cuando le engañan, le adulan o le dan a firmar una cuenta clarísimamente falsa, enrojece como un cangrejo y se siente culpable, pero de todos modos firma la cuenta;
Podemos declarar culpable a Andrei Efímich del lamentable estado de los enfermos. Cierto que hizo tímidos intentos para mejorar la situación; tampoco sirve de excusa el recuerdo de un pasado mucho peor:
El predecesor de Andrei Efímich, que se dedicaba a la venta clandestina del alcohol del hospital y que se organizó todo un harén con las enfermeras y las enfermas. En la ciudad se conocía perfectamente todo este desbarajuste e incluso se exageraba, pero la gente se lo tomaba con tranquilidad; unos lo justificaban diciendo que al hospital sólo iba a parar la gente baja y los mujiks, y que no pueden estar descontentos, pues en sus casas viven mucho peor; ¡no van a comer perdices!
Ante semejante situación Andrei Efímich busca la justificación fácil y se decide por una vida indolente, cómoda e indiferente, que encaja con su carácter.
… algo tan repugnante como el pabellón número 6 es sólo concebible en todo caso a doscientas verstas del ferrocarril, en una pequeña ciudad donde el alcalde y los concejales son unos semianalfabetos que ven en el doctor al sacerdote en el que hay que creer sin crítica alguna, aunque echara plomo hirviendo en las bocas de sus enfermos.
«Sirvo una causa nociva, recibo un sueldo de una gente a la que engaño, no soy honrado. Pero si en realidad no soy nadie, no soy más que una partícula de un mal social inevitable: todos los funcionarios de provincias son nocivos y cobran por no hacer nada… O sea que de mi deshonestidad no soy culpable yo, sino el tiempo… Si hubiera nacido doscientos años después, sería otro.»
El caso que Andrei Efímich es un hombre realmente honrado, que vive humildemente y no se enriquece de su posición, y un buen día la situación da un giro cuando Andrei Efímich, por una casualidad, se acerca al pabellón número 6. La forma de narrar de Chéjov es siempre sorprendentemente moderna y libre; denota una confianza ilimitada en sus recursos.
Por cierto que, hace poco, por los pasillos del hospital ha corrido un rumor bastante extraño.
Se dice que, al parecer, el doctor ha empezado a visitar el pabellón número 6.
Andrei Efímich se sorprende al hallar entre los presos a Iván Dimítrich, un hombre enfermo que sufre de manía persecutoria pero que conserva incólume su preparación humanística. Entabla una pequeña discusión con el enfermo y se da cuenta de que es la única persona con la que puede hablar, usando de razonamientos, en toda la ciudad.
Las conversaciones entre el doctor y el loco no tienen desperdicio:
―Sí, estoy enfermo. Pero es que decenas, centenares de locos pasean en libertad porque la ignorancia de los médicos es incapaz de distinguirlos de los sanos. ¡Por qué entonces yo y estos desgraciados debemos estar aquí por todos, como chivos expiatorios? Usted, el practicante, el celador y toda su gentuza hospitalaria son incomparablemente inferiores en lo moral a cada uno de nosotros. ¿Por qué somos nosotros los encerrados y no usted? ¿Dónde está la lógica?
Con gran facilidad el loco Iván Dimítrich examina al médico poniendo en tela de juicio el modo de vida del doctor.
Al mismo tiempo el rumor de que el médico, Andrei Efímich, visita el pabellón para hablar con un enfermo, corre como la pólvora por toda la ciudad. Entonces asumen protagonismo Jeugueni Fedorovich Jobotov, un médico rural con el que la administración de la ciudad decidió reforzar la sanidad para evitarse tener que construir un nuevo hospital, así como Mijaíl Averianych, el único amigo del doctor, un antiguo terrateniente, ahora arruinado, que trabaja en la administración de correos.
Se le propone al doctor una dulce retirada, y finalmente Andrei Efímich transige y acepta emprender un viaje con su insistente amigo Mijaíl Averianych, para cambiar de aires.
De alguna manera el doctor sale progresivamente de su apatía, sufre como un despertar. Sin embargo no está preparado para la dureza del mundo. Pronto se vuelve insoportable la presencia de su amigo Mijaíl, un hombre normal, o sea lleno de defectos morales. El lance trascendental del viaje se da cuando, una noche, Mijaíl regresa de una excursión en solitario por Varsovia y le pide dinero al doctor para condonar una deuda de juego. El doctor ayuda a su amigo pero no tarda en perder los nervios días después y se enfada con su amigo Mijaíl, quien no dudará en confabularse junto con el médico rural Jabotov para internar al doctor en el Pabellón número 6. Ambos salen ganando, Jabotov se queda con la sinecura y el amigo Mijaíl pierde de vista al que condonó su deuda.
Así llegamos al triunfo de la mediocridad, del cinismo, de la cordura. Desgarrador.
El puño del celador Nikita pondrá fin a esta tremenda historia.
Estoy de acuerdo contigo en que el destripamiento de una trama (prefiero eso a la palabreja spoiler) no debe echar para atrás a nadie. Ni siquiera en una buena novela negra, debería tener tanta importancia. Lo que realmente importa es todo lo que la novela puede contar y cómo lo cuenta y eso solo se sabe leyéndola por mucho que nos hayan revelado de la sinopsis.
ResponderEliminarVeo que el planteamiento de Iván en sus conversaciones con Andrei es que "no están todos los que son". Hay mucho loco suelto por el mundo que tiene menos fundamento en su cabeza que algunos de los que son y están.
Un beso.
Somos lo suficientemente mayores como para habernos visto en la situación de aprender el significado de la palabra "spoiler", que hoy los muchachos la usan con toda normalidad. En fin, que son maneras de leer y no creo yo que haya unas mejores que otras, pues todas llevan al mismo fin, que no es otro que aprovechar el tiempo que nos es dado de la mejor manera posible. Yo entiendo que hay quien lee un poco perseguido por la prisa por llegar al final, y claro, en estos casos no admiten que se lo destripen. Yo también he leído así, y por eso lo entiendo, pero los clásicos, u otro tipo de lecturas como bien apuntas, yo creo que requieren otro tiempo de lectura, más detenido, para ser degustados, y en este caso es el camino, que no el final, lo que importa.
ResponderEliminarY con respecto a la novela que nos ocupa, sobre la locura y la cordura... A mi me gusta recurrir a esos hombres cuya sombra ocupa la historia, dígase Hitler o Napoleón, que han pasado a la historia como locos cuando no fueron sino cuerdos. La cordura del hombre es la que más se acerca a nuestra conducta más animal, la cordura es práctica y poco racional, intuitiva y caprichosa. La línea que separa a ambas es tenue. El tratamiento dado al enfermo mental, aún hoy y en los países desarrollados, está muy lejos del ideal. Un tema muy novelesco.
A mí me dio por escribir una novela al respecto, por una experiencia profesional que tuve, y exploré novelas que trataban el tema sin dar con esta, que quizás es la más interesante.
Besos