miércoles, 1 de marzo de 2017

Dostoievski, de Stefan Zweig (1920).




 


Jamás la Humanidad escuchó tumultos y clamores como los que nos llegan de esta sima. Jamás sobre una creación se cernieron sombras más espesas.

Y de pronto, de lo más hondo de la sima sale una voz flotando dulcemente sobre el tumulto, como una paloma que volase sobre el oleaje tempestuoso. Suave es su acento, grandioso su sentido, y santas las palabras que pronuncia: «¡Amigos: no temáis a la vida!» Y un silencio sucede a estas palabras, las sombras escuchan estremecidas, y vuelve a oírse la voz, cerniéndose sobre todos los tormentos: «Sólo en el tormento aprenderemos a amar la vida».

Dostoievski es difícil de descifrar, es contraste, redención, y Zweig nos traza aquí una estampa diferente, nada que ver con una biografía al uso, tan apasionante como la propia obra de Dostoievski.

… no creyendo en Dios, se convierte en su misionero, y despreciándose a sí mismo, predica la fe en su nación y la Humanidad. Siempre, ahora en la idea como antes en el arte y en la vida, es el mártir que se clava a sí mismo en la cruz para redimir con su sangre el ideal.

Comienza Zweig con una humilde reverencia:

Hablar dignamente de Fedor Michailowitsch Dostoievski y de lo que significa para nuestro mundo interior es empresa difícil y arriesgada, pues la magnitud y el peso de este hombre único reclaman medida nueva.

No merece la pena decir nada, mucho mejor dejar los fragmentos subrayados.

Dostoievski no se molesta en lo más mínimo por ayudarnos a comprenderle. Otros forjadores de obras formidables de esta época nos desnudan su voluntad. Wagner pone al lado de su creación la explicación programática, la defensa polémica; Tolstoi abre de par en par las puertas de su vida de todos los días para dar acceso a la curiosidad y rendir cuentas a quien se las demande. Las intenciones de Dostoiveski sólo se traslucen en la obra acabada; deja que los planes se consuman en la brasa de la creación.

La conciencia mística de Dostoievski presiente la santidad de la mano que le azota, el sentido trágicamente fecundo de su destino. Y su dolor se torna en amor de sus dolores, y de la brasa encendida y consciente de su tormento salen las llamas que iluminan su época, su mundo.

Dostoievski descuella incluso cuando habla de los lugares comunes:

Dostoievski se interna en el variado y peligroso mundo de los libros ―ese eterno refugio de todos los descontentos, asilo de todos los desdeñados ―.

La prosa de Zweig se arrebata al hablar de Dostoievski, de tal manera que resulta más florida de lo que en él resulta habitual. Comparto su admiración por el maestro, la cual le empuja a un estilo que agradezco, poco científico, nada académico. Zweig parte de los textos y las críticas literarias para hablarnos de lo verdaderamente importante, su obra, pasando por alto los insulsos datos de su biografía.
Un ejemplo fabuloso, cuando compara a Dostoievski con Oscar Wilde.

En Oscar Wilde, el lord sobrevive al hombre y el aristócrata pena entre los presidiarios del temor de que le traten como a un igual. Dostoievski pena de que el ladrón y el asesino no se sientan hermanos suyos, pues para él toda distancia entre las almas, todo lo que no sea hermanamiento significa mácula, impotencia de humanidad. Como el carbón y el diamante, hechos de un mismo elemento, así es el destino de estos dos poetas, el mismo y, sin embargo, tan desigual.

Dostoievski representa lo báquico frente a lo apolíneo, es el poeta de los antagonismos, de la epilepsia. Tolstoi se tortura, reflexiona constantemente tratando de hacer el bien para vencer al mal, mientras que Dostoievski se deja llevar por la pasión sin meditar, vive con plenitud; sus personajes mezclan el bien y el mal, que nunca aparecen en forma pura.

También lo compara con Goethe:

Goethe aspira al ideal apolíneo; Dostoievski tiende al ideal báquico. No ansía ser un olímpico, igual a los dioses; todo lo que ambiciona es ser un hombre, un hombre fuerte. Su moral no tiene por canon el clasicismo, ni guarda más norma que una: la intensidad. Vivir bien es, para él, vivir como los fuertes, y vivirlo todo, y todo a la vez, lo bueno y lo malo, y ambas experiencias en sus formas más henchidas y embriagadoras. Por eso Dostoievski no busca jamás una regla: busca sólo y busca siempre la plenitud. Contemplad a Tolstoi en medio de su obra, y vedle detenerse, desasosegado, abandonar el arte y atormentarse toda una vida con el pensamiento del bien y del mal, con la desazón de si su existencia será verdadera o falsa. La vida de Tolstoi es una vida didáctica, un tratado, un folleto de propaganda: la de Dostoievski es una obra de arte, una tragedia, un destino.

La descripción que hace Zweig de los personajes de Dostoievski es magnífica:

Los hombres de Dostoievski, descuajados de una gran tradición, son auténticos rusos, hombres de transición que llevan en el corazón el caos de los orígenes, seres cargados de inhibiciones e incertidumbres. Siempre tímidos y temerosos, siempre creyéndose humillados y despreciados, y todo por el sentimiento primigenio y único de su nación: por no saber quiénes son y qué son, si poco o mucho.

Como todo buen profesional, Zweig utiliza con tino el método comparativo:

Todos los afanes de una novela de Dickens acaban en la casita de campo rodeada de verde y llena de voces alegres de niños; si la novela es de Balzac, en un palacio, en el título de par de Francia, en los millones. Echemos una mirada a nuestro alrededor, en la calle, en las tiendas, en los cuartos de los pobres o en los salones iluminados: ¿qué es lo que anhela toda esa gente? Alcanzar la felicidad, vivir satisfechos, ser ricos, poderosos. ¿Hay algún hombre en el mundo de Dostoievski que apetezca eso? Ninguno. Ni uno solo. Todo su afán es andar, andar, no detenerse jamás, ni en la dicha. Marchar adelante, sin descanso. Tienen todos ese «corazón superior» que se atormenta. No les preocupa ser felices; el vivir satisfechos les es indiferente, la riqueza es más bien despreciable que apetecible. Nada ansían de cuanto ansía la Humanidad entera; son todos unos raros.

Después de haber alumbrado en sí al hombre puro, y sólo entonces, es cuando los héroes de Dostoievski entran en la verdadera vía de comunidad. El héroe de Balzac triunfa en la sociedad y sobre ella; el de Dickens triunfa al acomodarse pacíficamente dentro de su clase, en la vida civil, en la familia, en la profesión. Mas la comunidad a que tiende el hombre dostoievskiano no es ya la vida social, sino la religiosa. No es la sociedad a lo que aspira, sino a la fraternidad humana universal.

Zola o Flaubert no se libran de la comparación:

Para dar colorido natural a Salambó o las Tentaciones, Flaubert destila en la retorta de su cerebro dos mil volúmenes de la Biblioteca Nacional de París; Zola, antes de sentarse a escribir una línea de sus novelas, anda azacanado durante varios meses de acá para allá, como un reportero con su carnet de notas, observando el tráfago de la Bolsa, la vida de los talleres y los bazares… Son fríos científicos del arte, que coleccionan, mezclan y destilan los elementos que la vida les ofrece, en una especie de química analítica y sintética.
En el proceso de observación que sigue Dostoievski hay siempre algo de diabólico. Y si el arte de aquellos es ciencia, el de éste es magia. No es química experimental, sino alquimia de la realidad, astrología del alma y no astronomía. Dostoievski no es un frío investigador. Desciende a las galerías más profundas de la vida como un alucinado, sin sentir el espanto de las simas satánicas.

Buscadme, enseñadme un solo hombre, uno solo, en la obra de Dostoievski, que respire reposadamente, que se eche a descansar, que haya tocado su meta. Ninguno. Todos son uno,…

Los personajes de Dostoievski:

Beben y juegan, se entregan a la crápula, y todo esto, como hijos genuinos de Dostoievski, con un fanatismo que es frenesí. Es el dolor, no un deseo indolente de placer, quien los empuja al vicio. No es el beber para gozar de paz y dormir satisfechos, en un sueño profundo, como bebe un alemán, sino el beber por amor a la embriaguez, para enterrar en ella la idea que enloquece; no el jugar para ganar, sino para matar en la pasión el tiempo; el libertinaje que no busca el placer sino el perder, en el torbellino de los excesos, la medida angustiante del espíritu. Estos hombres quieren saber quiénes son, y para saberlo buscan las fronteras de sus posibilidades… Raskolnikov asesina a la vieja para “probar” su teoría napoleónica, y todos hacen más de lo que realmente se proponen sólo para tocar las fronteras extremas del sentimiento.

«Odio la armonía», grita Iván Karamazov, el personaje en quien se traducen los más secretos pensamientos de su autor.

Zweig advierte a los lectores incautos:

Los hombres que sientan la épica de Dostoievski han de ser hombres de alma tensa y exaltada: el poeta escoge sus lectores como sus héroes. Los placenteros paseantes de la lectura, los que sólo saben andar por la acera de los problemas trillados, deben renunciar a este autor, como él renuncia a ellos. Mas los ardientes, los apasionados, los abrasados en el sentimiento, encuentran aquí su verdadero mundo.

2 comentarios:

  1. Buen perfil de Dostoievsky. Apasionamiento y utopía es una mezcla explosiva. Por separado, es otra cosa. Pienso que la pasión late siempre en un verdadero artista (la exteriorice más o menos,) incluso en un supuesto esteticista "aristocrático" como Oscar Wilde. Con el que creo que Zweig no atina mucho, por cierto. Wilde era mucho más sensiblemente humano que eso. La descripción que hace de él como clasista temeroso de mancharse al contacto ajeno, casa más bien con la circustancia concreta de su declive. Tras el juicio chapucero al que le sometieron y el posterior encarcelamiento, que le trastocaron bastante. Cuando se "cristianizó" en el mal sentido traumatizado por toda esa experiencia, perdiendo el norte emocional y creativo de paso.

    Saludos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Completamente de acuerdo contigo. No me paré a pensar en la comparación pero tampoco la veo atinada por las circunstancias de Wilde.
      Saludos

      Eliminar